Distinguidos líderes de las iglesias cristianas y de las religiones del mundo, hermanos y hermanas, ¡distinguidas autoridades!
Doy las gracias a cada uno de los que participan en este encuentro de oración por la paz. Expreso mi especial agradecimiento a los líderes cristianos y de otras religiones, animados por el espíritu de fraternidad que inspiró la primera convocatoria histórica deseada por san Juan Pablo II en Asís, hace treinta y seis años.
Este año, nuestra oración se ha convertido en un "grito", porque hoy la paz ha sido gravemente violada, herida, pisoteada: y esto en Europa, es decir, en el continente que en el siglo pasado vivió las tragedias de las dos guerras mundiales –y ahora estamos en la tercera–. Por desgracia, desde entonces, las guerras no han dejado de ensangrentar y empobrecer la tierra, pero el momento que vivimos es especialmente dramático. Por eso hemos elevado nuestra oración a Dios, que siempre escucha el grito angustiado de sus hijos. ¡Escúchanos, Señor!
La paz está en el corazón de las religiones, en sus Escrituras y en su mensaje. En el silencio de la oración, esta tarde, hemos escuchado el grito de la paz: una paz sofocada en tantas regiones del mundo, humillada por demasiada violencia, negada incluso a los niños y a los ancianos, que no se libran de la terrible dureza de la guerra. El grito de la paz suele ser silenciado no sólo por la retórica de la guerra, sino también por la indiferencia. Lo silencia el odio que crece mientras se combate.
Pero la invocación de la paz no puede ser reprimida: surge del corazón de las madres, está escrita en los rostros de los refugiados, de las familias que huyen, de los heridos o de los moribundos. Y este grito silencioso sube al cielo. No conoce fórmulas mágicas para salir de los conflictos, pero tiene el sacrosanto derecho de pedir la paz en nombre del sufrimiento que ha soportado, y merece ser escuchado. Merece que todos, empezando por los gobernantes, se inclinen a escuchar con seriedad y respeto. El grito de la paz expresa el dolor y el horror de la guerra, la madre de todas las pobrezas.
«Toda guerra deja al mundo peor que como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal» (Enc. Fratelli tutti, 261). Son convicciones que provienen de las dolorosas lecciones del siglo XX, y por desgracia también de esta parte del XXI. Hoy, de hecho, está ocurriendo lo que temíamos y nunca quisimos oír: que se amenaza abiertamente con el uso de armas atómicas, que culpablemente se siguieron produciendo y experimentando después de Hiroshima y Nagasaki.
En este oscuro escenario, en el que, por desgracia, los designios de los poderosos de la tierra no dan confianza a las justas aspiraciones de los pueblos, el plan de Dios, que es "un plan de paz y no de desgracia" (cf. Jr 29, 11), no cambia para nuestra salvación. Aquí se oye la voz de los sin voz; aquí se funda la esperanza de los pequeños y de los pobres: en Dios, cuyo nombre es Paz. La paz es su don y la hemos invocado de Él. Pero este don debe ser acogido y cultivado por nosotros, hombres y mujeres, especialmente por nosotros, los creyentes. No nos dejemos contagiar por la lógica perversa de la guerra; no caigamos en la trampa del odio al enemigo. Volvamos a situar la paz en el centro de nuestra visión del futuro, como objetivo central de nuestra acción personal, social y política, a todos los niveles. Desactivemos los conflictos con el arma del diálogo.
Durante una grave crisis internacional, en octubre de 1962, cuando parecía inminente un enfrentamiento militar y una deflagración nuclear, san Juan XXIII hizo este llamamiento: «Suplicamos a todos los gobernantes que no permanezcan sordos a este grito de la Humanidad. Que hagan cuanto esté de su parte para salvar la paz; así evitarán al mundo los horrores de la guerra, cuyas terribles consecuencias nadie puede prever. […] Promover, favorecer y aceptar negociaciones a todos los niveles y en cualquier tiempo es una medida de sabiduría y de prudencia que atrae las bendiciones del Cielo y de la Tierra» (Radiomensaje, 25 de octubre de 1962). Sesenta años después, estas palabras suenan sorprendentemente actuales. Las hago mías. «¡No neutrales, sino a favor de la paz! Por eso invocamos el ius pacis, como un derecho de todos a componer los conflictos sin violencia» (Encuentro con los estudiantes y el mundo académico de Bolonia, 1.X.17).
En los últimos años, la fraternidad entre las religiones ha avanzado de forma decisiva: «Religiones hermanas que ayuden a los pueblos hermanos a vivir en paz» (Encuentro de Oración por la Paz, 7 de octubre de 2021). Cada vez nos sentimos más hermanos entre nosotros. Hace un año, reunidos aquí mismo, frente al Coliseo, lanzamos un llamamiento, aún más pertinente hoy: «Las religiones no pueden utilizarse para la guerra. Sólo la paz es santa, y que nadie utilice el nombre de Dios para bendecir el terror y la violencia. Si ven guerras a su alrededor, ¡no se resignen! La gente desea la paz» (ibíd.).
Y esto es lo que intentamos seguir haciendo, cada vez mejor, día a día. No nos resignemos a la guerra, cultivemos semillas de reconciliación; y elevemos hoy al Cielo el grito de la paz, de nuevo con las palabras de san Juan XXIII: «Todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz» (Enc. Pacem in Terris, 91). Que así sea, con la gracia de Dios y la buena voluntad de los hombres y mujeres que Él ama.