Oración ecuménica
Sábado, 4 de febrero de 2023

Viaje a la R.D. Congo y Sudán del sur (31.I-5.II)


Señor Presidente de la República,

Distinguidas Autoridades religiosas y civiles,

Queridos hermanos y hermanas:

Desde esta tierra amada y martirizada se acaban de elevar al cielo muchas oraciones. Diversas voces se han unido, formando una sola. Juntos, como Pueblo santo de Dios, hemos rezado por este pueblo herido. Como cristianos, rezar es lo primero y más importante que estamos llamados a realizar para poder obrar bien y tener la fuerza para caminar. Rezar, obrar y caminar. Reflexionemos sobre estos tres verbos.

Ante todo, rezar. El gran esfuerzo de las comunidades cristianas en la promoción humana, en la solidaridad y en la paz sería vano sin la oración. En efecto, no podemos promover la paz sin antes haber invocado a Jesús, «Príncipe de la paz» (Is 9, 5). Lo que hacemos por los demás y lo que compartimos con ellos, es primeramente un don gratuito que recibimos de Él teniendo las manos vacías. Es gracia, pura gracia. Somos cristianos porque somos amados gratuitamente por Cristo.

Esta mañana me inspiré en la figura de Moisés y ahora, justamente en relación a la oración, quisiera volver a evocar un episodio decisivo para él y para su pueblo, que aconteció cuando recién había iniciado a acompañarlo en su camino hacia la libertad. Habiendo llegado a la orilla del mar Rojo, se presenta ante él y ante todos los israelitas una escena dramática: delante aparece la barrera infranqueable de las aguas; detrás está llegando el ejército enemigo, con carros y caballos. ¿No será acaso que esto nos recuerda los primeros pasos de este país, asaltado por aguas mortales, como aquellas de las desastrosas inundaciones que lo han azotado; y por la brutal violencia bélica? Pues bien, en esa situación desesperada Moisés dice al pueblo: «¡No teman! Manténganse firmes, porque hoy mismo ustedes van a ver lo que hará el Señor para salvarlos» (Ex 14, 13). Ahora me pregunto, ¿de dónde le venía a Moisés tal certeza, mientras su pueblo, atemorizado, seguía lamentándose? Esta fuerza le venía por escuchar al Señor (cf. vv. 2-4), que le había prometido manifestar su gloria. La unión con Él, la confianza en Él cultivada en la oración, era el secreto con el que Moisés pudo acompañar al pueblo, de la opresión a la libertad.

Es así también para nosotros: rezar nos da la fuerza para salir adelante; superar los temores; entrever, aun en la oscuridad, la salvación que Dios prepara. Es más, la oración atrae la salvación de Dios sobre el pueblo. La oración de intercesión, que caracterizó la vida de Moisés (cf. Ex 32, 11-14), es una obligación sobre todo para nosotros, pastores del Pueblo santo de Dios. Para que el Señor de la paz intervenga ahí donde los hombres no alcanzan a construirla, es necesaria la oración; una tenaz, constante oración de intercesión. Hermanos, hermanas, apoyémonos en esto. En nuestras diversas confesiones, sintámonos unidos los unos con los otros, como una única familia; y sintámonos responsables de orar por todos. En nuestras parroquias, iglesias, asambleas de culto y de alabanza, seamos asiduos y unánimes en la oración (cf. Hch 1, 14), para que Sudán del Sur, de la misma manera que el pueblo de Dios en la Escritura, "llegue a la tierra prometida"; que disponga, con tranquilidad y justicia, de la tierra fértil y rica que posee, y sea colmado de esa paz prometida, aunque, lamentablemente, no obtenida aún.

En segundo lugar, justamente en favor de la causa por la paz, estamos llamados a trabajar. Jesús quiere que "trabajemos por la paz" (cf. Mt 5, 9); por eso quiere que su Iglesia no sea sólo signo e instrumento de la íntima unión con Dios, sino también de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1). En efecto, Cristo, como recuerda el apóstol Pablo, «es nuestra paz», precisamente en el sentido del restablecimiento de la unidad. Él es aquél que de dos hace uno solo, «derribando el muro de enemistad que los separaba» (Ef 2, 14). Esta es la paz de Dios, no sólo una tregua a los conflictos, sino una comunión fraterna, que es el resultad de conjugar, no de disolver; de perdonar, no de estar por encima; de reconciliarse, no de imponerse. Tan grande es el deseo de paz desde el cielo, que fue anunciado ya en el momento del nacimiento de Cristo: «en la tierra, paz a los hombres amados por él» (Lc 2, 14). Y fue tan grande la angustia de Jesús por el rechazo de este don que vino a traer, que lloró por Jerusalén, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!» (Lc 19, 42).

Nosotros, queridos hermanos y hermanas, trabajemos sin cansarnos por esta paz, que el Espíritu de Jesús y del Padre nos invita a construir; una paz que integra las diversidades, que promueve la unidad en la pluralidad. Esta es la paz del Espíritu Santo, que armoniza las diferencias, mientras que el espíritu enemigo de Dios y del hombre se vale de la diversidad para dividir. A este respecto, la Escritura dice: «Los hijos de Dios y los hijos del demonio se manifiestan en esto: el que no practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano» (1Jn 3, 10). Queridos hermanos y hermanas, quien se dice cristiano tiene que elegir de qué parte estar. Quien sigue a Cristo elige la paz, siempre; el que desencadena guerra y violencia traiciona al Señor y reniega de su Evangelio. El estilo que Jesús nos enseña es claro: amar a todos, pues todos son amados como hijos del Padre común que está en los cielos. El amor del cristiano no es sólo para los que están cerca, sino para todos, porque cada uno en Jesús es nuestro prójimo, hermano y hermana, incluso el enemigo (cf. Mt 5, 38-48). Con mayor razón, cuantos pertenecen a nuestro mismo pueblo, aunque sean de una etnia distinta. «Ámense los unos a los otros, como yo los he amado» (Jn 15, 12), este es el mandamiento de Jesús, que contradice cualquier visión tribal de la religión. «Que todos sean uno» (Jn 17, 21), esta es la oración ferviente de Jesús al Padre por todos nosotros, los creyentes.

Esforcémonos, hermanos y hermanas, por esta unidad fraterna entre nosotros los cristianos, y ayudémonos a transmitir el mensaje de la paz a la sociedad; a difundir el estilo de no violencia de Jesús, para que en quien se profesa creyente no haya más espacio para una cultura basada en el espíritu de venganza; para que el Evangelio no sea sólo un bonito discurso religioso, sino una profecía que se hace realidad en la historia. Pongámonos manos a la obra; trabajemos por la paz tejiendo y remendando, nunca cortando o rasgando. Sigamos a Jesús y, tras de Él, demos pasos comunes por el camino de la paz (cf. Lc 1, 79).

Y ahora el tercer verbo. Después de rezar y obrar, caminar. Aquí, a lo largo de décadas, las comunidades cristianas se han comprometido fuertemente en promover itinerarios de reconciliación. Quisiera agradecerles este luminoso testimonio de fe, que nació de reconocer –no sólo de palabra, sino de obra– que antes de las divisiones históricas hay una realidad inmutable: somos cristianos, somos de Cristo. Es hermoso que, en medio de tantos conflictos, la pertenencia cristiana no haya jamás disgregado a la población, sino que ha sido, y sigue siendo, factor de unidad. La herencia ecuménica de Sudán del Sur es un tesoro precioso; una alabanza al nombre de Jesús; un acto de amor a la Iglesia, su esposa; un ejemplo universal hacia el camino de unidad de los cristianos. Es una herencia que ha de ser custodiada con el mismo espíritu. Que las divisiones eclesiales de los siglos pasados no influyan en quienes son evangelizados, sino que la semilla del Evangelio contribuya a difundir una unidad más grande. Que el tribalismo y la división en facciones, que alimentan la violencia en el país, no afecten las relaciones interconfesionales. Al contrario, que el testimonio de unidad de los creyentes repercuta en el pueblo.

En este sentido, para terminar, quisiera sugerir dos palabras clave para continuar nuestro camino: memoria y compromiso. Memoria: los pasos que ustedes dan imitan las huellas de sus predecesores. No tengan miedo de no estar a la altura; en cambio, siéntanse impulsados por aquellos que les han preparado el camino. Como en una carrera de relevos, tomen el testigo, para que de ese modo se acelere la llegada a la meta de la comunión plena y visible. Y luego el compromiso: se camina hacia la unidad cuando el amor es concreto; cuando, unidos, se socorre a quien está marginado, a quien está herido y descartado. Ustedes ya lo realizan en muchos ámbitos. Pienso en particular en la asistencia sanitaria, en la instrucción y en la caridad. Cuánta ayuda urgente e indispensable llevan a la población. Gracias por esto. Sigan así, nunca compitiendo, sino siendo como una familia; hermanos y hermanas que, por medio de la compasión por quienes sufren, los predilectos de Jesús, dan gloria a Dios y testimonian la comunión que Él desea.

Queridos hijos, mis hermanos y yo vinimos como peregrinos en medio de ustedes, Pueblo santo de Dios en camino. Aun estando distantes físicamente, permaneceremos siempre cerca de ustedes. Comencemos cada día rezando los unos por los otros, y con los otros; trabajando juntos, como testigos y mediadores de la paz de Jesús; caminando por el mismo sendero, dando pasos concretos de caridad y de unidad. En todo, amémonos profundamente y de manera sincera (cf. 1P 1, 22).