¡Queridos hermanos y hermanas!
Os doy la bienvenida a todos vosotros, que participáis en esta segunda Asamblea Plenaria del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida y doy las gracias al cardenal Farrel por sus amables palabras.
Os doy las gracias por el trabajo realizado en estos años y por el compromiso con el que trabajáis en todas las áreas de vuestra competencia. Estas se refieren a la vida cotidiana de muchas personas: las familias, los jóvenes, los ancianos, los grupos asociados de fieles y, más en general, los laicos que viven en el mundo con sus alegrías y fatigas. ¡Sois un dicasterio "popular", diría, y esto es hermoso! Os pido: no perdáis nunca este carácter de cercanía a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo. Cercanía, subrayo esto.
En estos días os habéis reunido para reflexionar juntos sobre el tema: Los laicos y la ministerialidad en la Iglesia sinodal.
Cuando se habla de ministerios, en general, se piensa en seguida en los ministerios "instituidos" –lector, acólito, catequista–, que son conocidos y sobre los cuales se ha reflexionado mucho. Estos ministerios se caracterizan por una intervención pública de la Iglesia –un acto específico de institución– y por una cierta visibilidad. Están conectados con el ministerio ordenado, porque comportan varios modos de participación en la tarea que le es propia, aunque no requieran el sacramento del Orden.
Pero los ministerios instituidos, no cubren la ministerialidad de la Iglesia, que es más amplia y que desde las primeras comunidades cristianas concierne a todos los fieles (cf. Carta ap. m.p. Antiquum ministerium, 2). Sobre esta lamentablemente nos detenemos poco, y, sin embargo, vosotros oportunamente le habéis querido dedicar vuestra Plenaria.
En primer lugar, podemos preguntarnos: ¿cuál es el origen de la ministerialidad en la Iglesia? Podríamos identificar dos respuestas fundamentales.
La primera es: el Bautismo. En este tiene su raíz el sacerdocio común de todos los fieles que, a su vez, se expresa en los ministerios. La ministerialidad laical no se funda en el sacramento del Orden, sino en el Bautismo, por el hecho de que todos los bautizados –laicos, célibes, cónyuges, sacerdotes, religiosos– son christifideles, creyentes en Cristo, sus discípulos, y por tanto llamados a formar parte en la misión que Él encomienda a la Iglesia, también mediante la asunción de determinados ministerios.
La segunda respuesta es: los dones del Espíritu. La ministerialidad de los fieles, y de los laicos en particular, nace de los carismas que el Espíritu Santo distribuye dentro del Pueblo de Dios para su edificación (cf. ibid.): primero aparece un carisma suscitado por el Espíritu; luego la Iglesia reconoce este carisma como un servicio útil para la comunidad; finalmente, en un tercer momento, se introduce y difunde un ministerio específico.
Y entonces es aún más claro por qué la ministerialidad de la Iglesia no puede reducirse únicamente a los ministerios instituidos, sino que abarca un campo mucho más amplio. También hoy, además, como en las comunidades de los orígenes, ante necesidades pastorales particulares, sin recurrir a la institución de los ministerios, los pastores pueden encomendar a los laicos ciertas funciones de suplencia, es decir, servicios temporales, como sucede, por ejemplo, en el caso de la proclamación de la Palabra o la distribución de la Eucaristía.
Además de los ministerios instituidos, servicios de suplencia, y otros oficios encomendados de forma estable, los laicos pueden desempeñar una multiplicidad de tareas, que expresan su participación en la función sacerdotal, profética y real de Cristo, no sólo dentro de la Iglesia, sino también en los ambientes en los que se insertan. Hay algunos que son de suplencia, pero hay otros que provienen de la originalidad bautismal de los laicos.
Pienso sobre todo en las necesidades vinculadas a formas de pobreza antiguas y nuevas, así como en los migrantes, que requieren con urgencia acciones de acogida y solidaridad. En estos ámbitos de la caridad pueden surgir muchos servicios que se configuran como auténticos ministerios. Se trata de un gran espacio de compromiso para quienes desean vivir de forma concreta, frente a los demás, la cercanía de Jesús, que muchas veces han experimentado en primera persona. De este modo, el ministerio se convierte no sólo en un simple compromiso social, sino también en una hermosa experiencia personal y en un gran testimonio, un verdadero testimonio cristiano.
Pienso después en la familia, sobre la cual sé que también habéis reflexionado juntos durante esta Plenaria, examinando algunos desafíos de la pastoral familiar, entre ellos las situaciones de crisis matrimonial, las problemáticas de separados y divorciados y de los que viven una nueva unión o se han casado de nuevo. En la Christifideles laici se afirma que hay ministerios que tienen su fundamento sacramental en el Matrimonio y no solo en el Bautismo y en la Confirmación (n. 23). En la Familiaris consortio se habla de la misión educativa de la familia como de un ministerio de evangelización, que la convierte en un lugar de auténtica iniciación cristiana (cf. n. 23). Y ya en Evangelii nuntiandi se recordaba que la misionariedad intrínseca a la vocación conyugal se expresa también fuera de la familia misma, cuando esta se convierta en «evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella vive» (cf. n. 71). Me detengo un momento aquí, porque he citado la Evangelii nuntiandi. Esta exhortación de san Pablo VI sigue vigente: sigue vigente hoy, es actual. Por favor: retomarla, releerla, ¡es de una gran actualidad! Hay muchas cosas que cuando uno las reencuentra dice: "¡Mira el clarividente Montini!". Se ve ahí la clarividencia del gran santo que guio la Iglesia.
Estos que he citado son algunos ejemplos de ministerios laicales, a los cuales se podrían añadir muchos otros, reconocidos en varios modos por las autoridades eclesiales como expresión de la ministerialidad de la Iglesia en sentido amplio.
Pero debemos recordar una cosa: estos –ministerios, servicios, encargos, oficios– nunca deben convertirse en autorreferenciales. Yo me enfado cuando veo ministros laicos que –perdonadme la palabra– se "hinchan" por hacer este ministerio. Esto es ministerial, pero no es cristiano; son ministros paganos, llenos de sí mismos. Atentos con esto: nunca se deben convertir en autorreferenciales. Cuando el servicio es unidireccional, no es "ida y vuelta", no está bien. Su fin les trasciende, y es el de llevar los «valores cristianos en el mundo social, político y económico» de nuestro tiempo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 102). Esta es la misión encomendada sobre todo a los laicos, cuya acción no puede limitarse a «tareas intraeclesiales sin un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la sociedad» (ibid.). A veces ves laicos que parecen curas fallidos. Por favor: hacer limpieza sobre este problema.
Por tanto, mirando a los diferentes tipos de ministerialidad que hemos enumerado, es útil hacerse una última pregunta: ¿qué es lo que une?
Dos cosas: la misión y el servicio. Todos los ministerios de hecho son expresión de la única misión de la Iglesia y todas son formas de servicio a los demás. En particular, me gusta subrayar que en la raíz del término ministerio está la palabra minus, que quiere decir "menor". Jesús lo había dicho: el que manda se haga como el más pequeño, si no tú no sabes mandar. Es un pequeño detalle, pero de gran importancia. Quien sigue a Jesús no tiene miedo de hacerse "inferior", "menor" y de ponerse al servicio de los otros. Jesús mismo nos lo enseñó: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos» (Mc 10, 43-44). Aquí está la verdadera motivación que debe animar cada fiel al asumir cualquier tarea eclesial, cualquier compromiso de testimonio cristiano en la realidad en la que vive: la voluntad de servir a los hermanos y, en ellos, servir a Cristo. Solo así todo bautizado podrá descubrir el sentido de la propia vida, experimentando con alegría ser «una misión en esta tierra» (ibid., 273), es decir llamado, de modos y formas diferentes, a «iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (ibid.) y dejarse acompañar.
Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias por el trabajo que realizáis al servicio del santo Pueblo fiel de Dios. Que la Virgen os acompañe y os conceda los dones del Espíritu Santo. De corazón os bendigo y por favor os pido que recéis por mí. ¡Gracias!