¡Señores y Señoras!
Con gusto les doy la bienvenida a todos ustedes, miembros de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales, instituida hace treinta años. Un pensamiento para la Presidenta, que se ha ido a casa porque su madre está falleciendo, y recemos por ella y por su madre. Saludo al canciller y al vice-canciller y a los colaboradores y les agradezco por su servicio.
He apreciado la elección de poner como tema de esta Asamblea plenaria la experiencia humana de la discapacidad, los factores sociales que la determinan y el compromiso para una cultura del cuidado e inclusión. En hecho, la Academia de las Ciencias Sociales está llamada a enfrentar, según un modelo transdisciplinar, algunos de los retos más acuciantes de la actualidad. Pienso en la tecnología y a sus implicaciones en la investigación y en ámbitos como la medicina y la transición ecológica; pienso en la comunicación y en el desarrollo de la inteligencia artificial – ¡un verdadero reto!; así como en la necesidad de encontrar nuevos modelos económicos.
En tiempos recientes la comunidad internacional realizó progresos considerables en el ámbito de los derechos de las personas con discapacidad. Muchos países se están moviendo en esta dirección. En otros, en cambio, este reconocimiento es aún parcial y precario. Sin embargo, allí donde se ha emprendido este camino, entre luces y sombras vemos florecer las personas y los brotes de una sociedad más justa y solidaria.
Escuchando las voces de los hombres y mujeres con discapacidad, nos volvemos más conscientes del hecho de que sus vidas están condicionadas no sólo por limitaciones funcionales, sino también por factores culturales, jurídicos, económicos y sociales que pueden obstaculizar sus actividades y su participación social.
Naturalmente, como fundamento del tratamiento de este tema está la dignidad de las personas con discapacidad, con sus implicaciones antropológicas, filosóficas y teológicas. Sin apoyarse firmemente en esa base, puede suceder que, mientras se afirme el principio de la dignidad humana, al mismo tiempo se actúe contra ella. La doctrina social de la Iglesia es muy clara a este respecto: las personas con discapacidad «son sujetos plenamente humanos, titulares de derechos y deberes» (Compendio de la doctrina social, 148). Todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente, «aunque sea poco eficiente, aunque haya nacido o crecido con limitaciones. Porque eso no menoscaba su inmensa dignidad como persona humana, que no se fundamenta en las circunstancias sino en el valor de su ser. Cuando este principio elemental no queda a salvo, no hay futuro ni para la fraternidad ni para la sobrevivencia de la humanidad» (Lett. enc. Fratelli tutti, 107).
La vulnerabilidad y la fragilidad pertenecen a la condición humana y no son exclusivas de las personas con discapacidad. Algunos de ellos nos lo recordaron en la reciente Asamblea del Sínodo: «Nuestra presencia – han escrito – puede contribuir a trasformar le realidad en la que vivimos, volviéndolas más humanas y más acogedoras. Sin vulnerabilidad, sin límites, sin obstáculos que superar, no habría verdadera humanidad» (La Iglesia es nuestra casa, 2).
La solicitud de la Iglesia para quienes presentan una o más discapacidades, actualiza los numerosos encuentros de Jesús con estas personas, narrados en leo Evangelios. De estos relatos se pueden extraer elementos de reflexión siempre actuales.
En primer lugar, Jesús entra en contacto directo con quienes experimentan la discapacidad, porque la discapacidad, como cualquier forma de enfermedad, no se puede ignorar ni negar. Pero Jesús no sólo se relaciona con ellos: también cambia el sentido de su experiencia; de hecho, introduce una nueva mirada sobre la condición de las personas con discapacidad, tanto en la sociedad como ante Dios. Para Él, en efecto, toda condición humana, incluso la marcada por graves limitaciones, es una invitación a tejer una relación singular con Dios que haga florecer de nuevo a las personas: pensemos, por ejemplo, en el Evangelio, en el ciego Bartimeo (cfr Mc 10, 46-52).
Por desgracia, en muchas partes del mundo sigue habiendo muchas personas y familias aisladas y empujadas a los márgenes de la vida social a causa de la discapacidad. Y esto no sólo en los países más pobres, donde vive la mayoría de ellos y donde esta condición a menudo los condena a la miseria, sino también en contextos de mayor opulencia: aquí a veces la discapacidad se considera una "tragedia personal" y los discapacitados son "exiliados ocultos" que son tratados como cuerpos extraños de la sociedad.» (Lett. enc. Fratelli tutti, 98).
La cultura del descarte, de hecho, no tiene fronteras. Hay quienes presumen de poder determinar, basándose en criterios utilitarios y funcionales, cuándo una vida tiene valor y merece la pena ser vivida. Este tipo de mentalidad puede conducir a graves violaciones de los derechos de los más débiles, a grandes injusticias y desigualdades cuando uno se guía predominantemente por la lógica del beneficio, la eficacia o el éxito. Pero existe también, en la actual cultura del despilfarro, un aspecto menos visible y muy insidioso que erosiona el valor de la persona discapacitada a los ojos de la sociedad y a sus propios ojos: es la tendencia que lleva a considerar la propia existencia como una carga para uno mismo y para los seres queridos. La propagación de esta mentalidad transforma la cultura del descarte en una cultura de la muerte. Al fin y al cabo, "las personas ya no se sienten como un valor primordial que hay que respetar y proteger, sobre todo si son pobres o discapacitadas, si 'todavía no son útiles' -como los no nacidos- o 'ya no sirven' -como los ancianos.» (ivi, 18).
Esto es muy importante, los dos extremos de la vida: se aborta a los niños con discapacidades, y a los ancianos en su fase final se les da la "muerte dulce", la eutanasia, una eutanasia disfrazada, pero siempre es eutanasia, al fin y al cabo.
Luchar contra la cultura del descarte significa promover la cultura de la inclusión -deben estar unidos-, crear y reforzar los lazos de pertenencia a la sociedad. Los protagonistas de esta acción solidaria son quienes, sintiéndose corresponsables del bien de cada persona, trabajan por una mayor justicia social y por eliminar las barreras de diversa índole que impiden a tantos disfrutar de los derechos y libertades fundamentales. Los resultados de estas acciones son más visibles en los países económicamente más desarrollados.
En estos países, las personas con discapacidad suelen tener derecho a servicios sanitarios y sociales y, aunque no faltan las dificultades, están incluidas en muchos ámbitos de la vida social: de la educación a la cultura, del empleo al deporte. En los países más pobres, esto todavía no se ha hecho realidad en gran medida. Por lo tanto, los gobiernos que se comprometan a ello deben ser alentados y apoyados por la comunidad internacional. Del mismo modo, también hay que apoyar a las organizaciones de la sociedad civil, porque sin su amplia labor solidaria en muchos lugares, la gente quedaría abandonada a su suerte.
Se trata, pues, de construir una cultura de inclusión integral. El vínculo de pertenencia se hace aún más fuerte cuando las personas con discapacidad no son receptores pasivos, sino que participan en la vida social como protagonistas del cambio. Subsidiariedad y participación son los dos pilares de una inclusión efectiva. Y bajo esta luz se comprende bien la importancia de las asociaciones y movimientos de personas con discapacidad que promueven la participación social.
Queridos amigos, «Reconocer a cada ser humano como un hermano o una hermana y buscar una amistad social que integre a todos no son meras utopías. Exigen la decisión y la capacidad para encontrar los caminos eficaces que las hagan realmente posibles. Cualquier empeño en esta línea se convierte en un ejercicio supremo de la caridad. Porque un individuo puede ayudar a una persona necesitada, pero cuando se une a otros para generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos, entra en «el campo de la más amplia caridad, la caridad política» (ivi, 180).
Les doy las gracias porque en este compromiso hay también su contribución: de estudio y de intercambio en la comunidad científica y de sensibilización en diversos ambientes sociales y eclesiales.
Gracias, en particular, por su atención concreta a nuestros hermanos y hermanas con discapacidad. De corazón los bendigo a ustedes y a su trabajo. Y les pido, por favor, que recen por mí.