Homilía.
Con los catecúmenos en la clausura del año de la fe
Sábado 23 de noviembre de 2013

Queridos catecúmenos:

Este momento conclusivo del Año de la fe os ve aquí reunidos con vuestros catequistas y familiares, en representación también de muchos otros hombres y mujeres que están realizando, en diversas partes del mundo, vuestro mismo itinerario de fe. Espiritualmente, estamos todos unidos en este momento. Venís de muchos países diversos, de tradiciones culturales y experiencias diferentes. Sin embargo, esta tarde sentimos que entre nosotros tenemos muchas cosas en común. Sobre todo tenemos una: el deseo de Dios. Este deseo lo evoca las palabras del salmista: "Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?" (Sal 42, 2-3). ¡Cuán importante es mantener vivo este deseo, este anhelo de encontrar al Señor y hacer experiencia de su amor, hacer experiencia de su misericordia! Si llega a faltar la sed del Dios vivo, la fe corre el riesgo de convertirse en rutina, corre el riesgo de apagarse, como un fuego que no se reaviva. Corre el riesgo de llegar a ser "rancia", sin sentido.

El relato del Evangelio (cf. Jn 1, 35-42) nos ha presentado a Juan el Bautista que indica a sus discípulos a Jesús como el Cordero de Dios. Dos de ellos siguen al Maestro, y luego, a su vez, se convierten en "mediadores" que permiten a otros encontrar al Señor, conocerle y seguirle. Hay tres momentos en este relato que hacen referencia a la experiencia del catecumenado. En primer lugar está la escucha. Los dos discípulos escucharon el testimonio del Bautista. También vosotros, queridos catecúmenos, habéis escuchado a quienes os hablaron de Jesús y os propusieron seguirle, llegando a ser sus discípulos por medio del Bautismo. En el tumulto de muchas voces que resuenan en torno a nosotros y dentro de nosotros, vosotros habéis escuchado y acogido la voz que os indicaba a Jesús como el único que puede dar sentido pleno a nuestra vida.

El segundo momento es el encuentro. Los dos discípulos encuentran al Maestro y permanecen con Él. Tras haberle encontrado, advierten inmediatamente algo nuevo en su corazón: la exigencia de transmitir su alegría también a los demás, a fin de que también ellos lo puedan encontrar. Andrés, en efecto, encuentra a su hermano Simón y lo conduce a Jesús. ¡Cuánto bien nos hace contemplar esta escena! Nos recuerda que Dios no nos ha creado para estar solos, cerrados en nosotros mismos, sino para encontrarle a Él y para abrirnos al encuentro con los demás. Dios, el primero, viene hacia cada uno de nosotros; y esto es maravilloso. Él viene a nuestro encuentro. En la Biblia Dios aparece siempre como Aquél que toma la iniciativa del encuentro con el hombre: es Él quien busca al hombre, y generalmente le busca precisamente mientras el hombre atraviesa la experiencia amarga y trágica de traicionar a Dios y de huir de Él. Dios no espera a buscarle: le busca inmediatamente. Nuestro Padre es un buscador paciente. Él nos precede y nos espera siempre. No se cansa de esperarnos, no se aleja de nosotros, sino que tiene la paciencia de esperar el momento favorable del encuentro con cada uno de nosotros. Y cuando tiene lugar el encuentro, nunca es un encuentro apresurado, porque Dios desea permanecer largo rato con nosotros para sostenernos, para consolarnos, para donarnos su alegría. Dios se apresura para encontrarnos, pero nunca tiene prisa para dejarnos. Permanece con nosotros. Como nosotros le anhelamos y le deseamos, así también Él tiene deseo de estar con nosotros, porque nosotros pertenecemos a Él, somos "propiedad" suya, somos sus creaturas. También Él, podemos decir, tiene sed de nosotros, de encontrarnos. Nuestro Dios está sediento de nosotros. Éste es el corazón de Dios. Es hermoso sentir esto.

El último rasgo del relato es caminar. Los dos discípulos caminan hacia Jesús y luego hacen un tramo del camino junto a Él. Es una enseñanza importante para todos nosotros. La fe es un camino con Jesús. Recordad siempre esto: la fe es caminar con Jesús; y es una que dura toda la vida. Al final tendrá lugar el encuentro definitivo. Cierto, en algunos momentos de este camino nos sentimos cansados y confundidos. Pero la fe nos da la certeza de la presencia constante de Jesús en cada situación, incluso en la más dolorosa o difícil de entender. Estamos llamados a caminar para entrar cada vez más dentro del misterio del amor de Dios, que nos sobrepasa y nos permite vivir con serenidad y esperanza.

Queridos catecúmenos, hoy vosotros iniciáis el camino del catecumenado. Os deseo que lo recorráis con alegría, seguros del apoyo de toda la Iglesia, que os mira con mucha confianza. María, la discípula perfecta, os acompaña: es hermoso sentirla como nuestra Madre en la fe. Os invito a custodiar el entusiasmo del primer momento que os ha hecho abrir los ojos a la luz de la fe; a recordar, como el discípulo amado, el día, la hora en la que por primera vez os habéis quedado con Jesús, habéis sentido su mirado sobre vosotros. No olvidéis nunca esta mirada de Jesús sobre ti, sobre ti, sobre ti... ¡No olvidar nunca esta mirada! Es una mirada de amor. Y así estaréis siempre seguros del amor fiel del Señor. Él es fiel. Tened la certeza: Él no os traicionará jamás.