HOMILÍA
Lunes 3 de noviembre de 2014

Esta celebración, gracias a la Palabra de Dios, está toda iluminada por la fe en la Resurrección. Una verdad que se abrió camino no sin dificultad en el Antiguo Testamento, y que emerge de forma explícita precisamente en el episodio que hemos escuchado, la colecta para el sacrificio expiatorio en favor de los difuntos (2M 12, 43-46).

Toda la divina Revelación es fruto del diálogo entre Dios y su pueblo, y también la fe en la Resurrección está vinculada a este diálogo, que acompaña el camino del pueblo de Dios en la historia. No sorprende que un misterio tan grande, tan decisivo, tan sobrehumano como el de la Resurrección haya requerido todo el itinerario, todo el tiempo necesario, hasta llegar a Jesucristo. Él puede decir: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25), porque en Él este misterio no sólo se revela plenamente, sino que se realiza, tiene lugar, llega a ser realidad por primera vez y definitivamente. El Evangelio que hemos escuchado, que une –según la redacción de san Marcos– el relato de la muerte de Jesús y el del sepulcro vacío, representa la cima de todo ese camino: es el acontecimiento de la Resurrección, que responde a la larga búsqueda del pueblo de Dios, a la búsqueda de todo hombre y de toda la humanidad.

Cada uno de nosotros está invitado a entrar en este acontecimiento. Estamos llamados a estar primero ante la cruz de Jesús, como María, como las mujeres, como el centurión; a escuchar el grito de Jesús y su último suspiro, y, por último, el silencio; ese silencio que se prolonga durante todo el Sábado Santo. Y estamos llamados también a ir al sepulcro, para ver que la gran piedra fue movida; para escuchar el anuncio: "Ha resucitado, no está aquí" (Mc 16, 6). Allí está la respuesta. Allí está el fundamento, la roca. No en "discursos persuasivos de sabiduría", sino en la palabra viviente de la cruz y la resurrección de Jesús.

Esto es lo que predica el apóstol Pablo: Jesucristo crucificado y resucitado. Si Él no resucitó, nuestra fe es vana e inconsistente. Pero como Él resucitó, es más, Él es la Resurrección, entonces nuestra fe está llena de verdad y de vida eterna.

Renovando la tradición, nosotros ofrecemos hoy el Sacrificio eucarístico en sufragio de nuestros hermanos cardenales y obispos que fallecieron en los últimos doce meses. Y nuestra oración se enriquece con sentimientos, recuerdos y gratitud por el testimonio de personas que hemos conocido, con quienes hemos compartido el servicio en la Iglesia. Muchos de sus rostros los recordamos; pero a todos, a cada uno de ellos los mira el Padre con su amor misericordioso. Y juntamente con la mirada del Padre celestial está también la de la Madre, que intercede por estos hijos suyos tan queridos. Que puedan gozar de la alegría de la nueva Jerusalén juntamente con los fieles a quienes sirvieron aquí en la tierra.