Job estaba en la oscuridad. Estaba precisamente en la puerta de la muerte. Y en ese momento de angustia, de dolor y de sufrimiento, Job proclama la esperanza. «Yo sé que mi redentor está vivo y que, y que él, el último, se levantará sobre el polvo… Yo, sí, yo mismo lo veré, mis ojos le mirarán, no ningún otro» (Jb 19, 25.27). La Conmemoración de los difuntos tiene este doble sentido. Un sentido de tristeza: un cementerio es triste, nos recuerda a nuestros seres queridos que se han marchado, nos recuerda también el futuro, la muerte; pero en esta tristeza, nosotros llevamos flores, como un signo de esperanza. Puedo decir, también, de fiesta, pero más adelante, no ahora. Y la tristeza se mezcla con la esperanza. Y esto es lo que todos nosotros sentimos hoy, en esta celebración la memoria de nuestros seres queridos, ante sus restos, y la esperanza.
Pero sentimos también que esta esperanza nos ayuda, porque también nosotros tenemos que recorrer este camino. Todos nosotros recorreremos este camino. Antes o después, pero todos. Con dolor, más o menos dolor, pero todos. Pero con la flor de la esperanza, con ese hilo fuerte que está anclado en el más allá. Es esta, esta ancla no decepciona: la esperanza de la resurrección.
Y quien recorrió en primer lugar este camino es Jesús. Nosotros recorremos el camino que hizo Él. Y quien nos abrió la puerta es Él mismo, es Jesús: con su Cruz nos abrió la puerta de la esperanza, nos abrió la puerta para entrar donde contemplaremos a Dios. «Yo sé que mi Redentor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo… Yo, sí, yo mismo lo veré, mis ojos lo mirarán, no ningún otro».
Volvemos hoy a casa con esta doble memoria: la memoria del pasado, de nuestros seres queridos que se han marchado; y la memoria del futuro, del camino que nosotros recorreremos. Con la certeza, la seguridad; con esa certeza que salió de los labios de Jesús: «Yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 40).