Hemos venido como peregrinos a esta basílica de San Bartolomé de la Isla Tiberina, donde la historia antigua del martirio se une a la memoria de nuevos mártires, de muchos cristianos asesinados por las locas ideologías del siglo pasado –y también hoy– y asesinados sólo por ser discípulos de Jesús.
El recuerdo de estos testigos heroicos antiguos y recientes nos confirma en la conciencia de que la Iglesia es Iglesia si es Iglesia de mártires. Y los mártires son aquellos que, como nos ha recordado el Libro del Apocalipsis, «esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y la han blanqueado con la sangre del Cordero» (Ap 7, 14). Estos han tenido la gracia de confesar a Jesús hasta el final, hasta la muerte. Ellos sufren, ellos dan la vida, y nosotros recibimos la bendición de Dios por su testimonio. Y hay también muchos mártires escondidos, esos hombres y esas mujeres fieles a la fuerza mansa del amor, a la voz del Espíritu Santo, que en la vida de cada día buscan ayudar a los hermanos y amar a Dios sin reservas. Si miramos bien, la causa de cada persecución es el odio: el odio del príncipe de este mundo hacia los que han sido salvados y redimidos por Jesús con su muerte y con su resurrección. En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Jn 15, 12-19) Jesús usa una palabra fuerte y que asusta: la palabra "odio". Él, que es el maestro del amor, al cual le gustaba tanto hablar de amor, habla de odio. Pero Él quería siempre llamar a las cosas por su nombre. Y nos dice: «¡No os asustéis! El mundo os odiará; pero sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí».
Jesús nos ha elegido y nos ha rescatado, por un don gratuito de su amor. Con su muerte y resurrección nos ha rescatado del poder del mundo, del poder del diablo, del poder del príncipe de este mundo. Y el origen del odio es este: ya que nosotros somos salvados por Jesús, y el príncipe del mundo esto no lo quiere, él nos odia y suscita la persecución, que desde los tiempos de Jesús y de la Iglesia naciente continúa hasta nuestros días. ¡Cuántas comunidades cristianas hoy son objeto de persecución! ¿Por qué? A causa del odio del espíritu del mundo.
Cuántas veces, en momentos difíciles de la historia, se ha escuchado decir: "Hoy la patria necesita héroes". El mártir puede ser pensado como un héroe, pero lo fundamental del mártir es que ha sido un "salvado": es la gracia de Dios, no la valentía, lo que nos hace mártires. Hoy, de la misma manera se nos puede preguntar: "¿Qué necesita la Iglesia hoy?". Mártires, testigos, es decir santos de todos los días. Porque la Iglesia la llevan adelante los santos. Los santos: sin ellos, la Iglesia no puede ir adelante. La Iglesia necesita santos de todos los días, los de la vida ordinaria, llevada adelante con coherencia; pero también aquellos que tienen el valor de aceptar la gracia de ser testigos hasta el final, hasta la muerte. Todos aquellos son la sangre viva de la Iglesia. Son los testigos que llevan adelante la Iglesia; aquellos que demuestran que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo, y lo demuestran con la coherencia de vida y con la fuerza del Espíritu Santo que han recibido como don.
Yo quisiera, hoy, añadir un icono más, a esta iglesia. Una mujer. No sé el nombre. Pero ella nos mira desde el cielo. Estaba en Lesbos, saludaba a los refugiados y encontré a un hombre de treinta años, con tres niños. Me miró y me dijo: "Padre, yo soy musulmán. Mi mujer era cristiana. Llegaron los terroristas a nuestro país, nos miraron y nos peguntaron nuestra religión y la vieron a ella con el crucifijo, y le dijeron que lo tirara al suelo. Ella no lo hizo y la degollaron delante de mí. ¡Nos queríamos mucho!". Este es el icono que traigo como regalo aquí. No sé si ese hombre está todavía en Lesbos o ha conseguido ir a otra parte. No sé si ha sido capaz de salir de ese campo de concentración, porque los campos de refugiados –muchos– son de concentración, por la masa de gente que es dejada allí. Y los pueblos generosos que les acogen deben llevar adelante también este peso, porque los acuerdos internacionales parece que son más importantes que los derechos humanos. Y este hombre no tenía rencor: él, musulmán, tenía esta cruz del dolor llevada adelante sin rencor. Se refugiaba en el amor de la mujer, salvada por el martirio.
Recordar estos testimonios de la fe y rezar en este lugar es un gran don. Es un don para la comunidad de San Egidio, para la Iglesia en Roma, para todas las comunidades cristianas de esta ciudad, y para muchos peregrinos. La herencia viva de los mártires nos dona hoy a nosotros paz y unidad. Estos nos enseñan que, con la fuerza del amor, con la mansedumbre, se puede luchar contra la prepotencia, la violencia, la guerra y se puede realizar con paciencia la paz. Y entonces podemos rezar así: Oh Señor, haznos dignos testigos del Evangelio y de tu amor; infunde tu misericordia sobre la humanidad; renueva tu Iglesia, protege a los cristianos perseguidos, concede pronto la paz al mundo entero. A ti, Señor, la gloria y a nosotros, Señor, la vergüenza (cf. Dn 9, 7).