Las Lecturas que hemos escuchado suscitan en nosotros, en mí, dos palabras: espera y sorpresa.
Espera expresa el sentido de la vida, porque vivimos en la espera del encuentro: el encuentro con Dios, que es el motivo de nuestra oración de intercesión hoy, especialmente por los cardenales y los obispos fallecidos durante el último año, por los cuales ofrecemos en sufragio este Sacrificio eucarístico.
Todos vivimos en la espera, con la esperanza de oír un día esas palabras de Jesús: «Venid benditos de mi Padre» (Mt 25, 34). Estamos en la sala de espera del mundo para entrar en el paraíso, para participar en ese "banquete para todos los pueblos" del que ha hablado el profeta Isaías (cf. Is 25, 6). Él dice algo que nos calienta el corazón porque cumplirá precisamente nuestras expectativas más grandes: el Señor «consumirá la Muerte definitivamente» y «enjugará las lágrimas de todos los rostros» (v. 8). ¡Es hermoso cuando el Señor viene a enjugar las lágrimas! Pero que malo es cuando esperamos que sea otro, y no el Señor, quien las enjugue. Y peor todavía es no tener lágrimas. Entonces nosotros podremos decir: «Este es nuestro Dios quien esperábamos –el que enjuga las lágrimas–; nos regocijamos y nos alegramos por su salvación» (v. 9). Sí, vivimos a la espera de recibir bienes tan grandes y hermosos que ni siquiera logramos imaginarlos, porque, como nos ha recordado el apóstol Pablo, somos «herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 17) y "esperamos vivir por siempre, anhelamos el rescate de nuestro cuerpo" (cf. v. 23).
Hermanos y hermanas, alimentemos la espera del Cielo, ejercitémonos en el deseo del paraíso. Nos hace bien hoy preguntarnos si nuestros deseos tienen que ver con el Cielo. Porque corremos el riesgo de aspirar continuamente a cosas que pasan, de confundir los deseos con las necesidades, de anteponer las expectativas del mundo a la espera de Dios. Pero perder de vista lo que cuenta para seguir el viento sería el error más grande de la vida. Miremos hacia arriba, porque estamos en camino hacia lo Alto, mientras que las cosas de aquí abajo no irán allí arriba: las mejores carreras, los más grandes éxitos, los títulos y los reconocimientos más prestigiosos, las riquezas acumuladas y las ganancias terrenas, todo desvanecerá en un momento, todo. Y toda expectativa puesta en ellas quedará defraudada para siempre. Y, sin embargo, ¡cuánto tiempo, cuántos esfuerzos y energías gastamos preocupándonos y entristeciéndonos por estas cosas, dejando que la tensión hacia el hogar se desvanezca, perdiendo de vista el sentido del camino, el destino del viaje, el infinito al que nos dirigimos, la alegría por la que respiramos! Preguntémonos: ¿vivo lo que digo en el Credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»? ¿Y cómo va mi espera? ¿Soy capaz de ir a lo esencial o me distraigo con tantas cosas superfluas? ¿Cultivo la esperanza o voy adelante quejándome, porque le doy demasiado valor a tantas cosas que no cuentan y que luego pasarán?
En la espera del mañana, nos ayuda el Evangelio de hoy. Y aquí emerge la segunda palabra que quisiera compartir con vosotros: sorpresa. Porque es grande la sorpresa cada vez que escuchamos el capítulo 25 de Mateo. Es similar a la de los protagonistas, que dicen: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?» (vv. 37-39). ¿Cuándo? Así se expresa la sorpresa de todos, el estupor de los justos y la consternación de los injustos.
¿Cuándo? Lo podríamos decir también nosotros: cabría esperar que el juicio sobre la vida y el mundo se realizara bajo el estandarte de la justicia, ante un tribunal resolutorio que, examinando cada elemento, aclarase situaciones e intenciones para siempre. Sin embargo, en el tribunal divino, el único elemento de mérito y de imputación es la misericordia hacia los pobres y los descartados: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis», sentencia Jesús (v. 40). Parece que el Altísimo estuviera en los más pequeños. Quien habita los cielos demora entre los más insignificantes para el mundo. ¡Qué sorpresa! Pero el juicio se llevará a cabo así porque lo pronunciará Jesús, el Dios del amor humilde, Aquel que, nacido y muerto pobre, vivió como siervo. Su medida es un amor que va más allá de nuestras medidas y su vara de medir es la gratuidad. Entonces, para prepararnos, sabemos qué hacer: amar gratuitamente y a fondo perdido, sin esperar nada a cambio, a los que están incluidos en su lista de preferencias, a los que no pueden devolvernos nada, a los que no nos atraen, a los que sirven a los pequeños.
Esta mañana recibí una carta de un capellán de un hogar de niños, un capellán luterano protestante en un hogar de niños en Ucrania. Niños huérfanos de guerra, niños solos, abandonados. Y él decía: "Este es mi servicio: acompañar a estos descartados, porque han perdido a sus padres, la guerra cruel los ha dejado solos". Este hombre hace lo que Jesús le pide: cuidar a los pequeños de la tragedia. Y cuando he leído esa carta, escrita con tanto dolor, me he emocionado, porque he dicho: "Señor, se ve que sigues inspirando los verdaderos valores del Reino".
¿Cuándo?, dirá este pastor cuando encuentre al Señor. Ese "cuando" asombrado, que vuelve cuatro veces en las preguntas que la humanidad dirige al Señor (cf. vv. 37.38.39.44), llega tarde, solo «cuando el Hijo del hombre venga en su gloria» (v. 31). Hermanos, hermanas, no nos dejemos sorprender también nosotros. Estemos bien atentos a no endulzar el sabor del Evangelio. Porque a menudo, por conveniencia o por comodidad, tendemos a atenuar el mensaje de Jesús, a aguar sus palabras. Admitámoslo, nos hemos vuelto muy listos en hacer acuerdos con el Evangelio. Hasta aquí, hasta allí… acuerdos. ¡Dar de comer a los hambrientos sí, pero la cuestión del hambre es compleja, y no puedo ciertamente resolverla yo! Ayudar a las pobres sí, pero después las injusticias deben ser afrontadas de una cierta manera y entonces es mejor esperar, además si te comprometes corres el riesgo de que te molesten siempre y quizás caigan en la cuenta de que se podría haber hecho mejor; es mejor esperar un poco. Estar cerca de los enfermos y de los presos sí, pero en las primeras páginas de los periódicos y de los medios sociales hay otros problemas más urgentes, ¿por qué debo propio yo interesarme por ellos? Acoger a los migrantes sí, cierto, pero es una cuestión general complicada, tiene que ver con la política… Yo no me meto en estas cosas… Siempre los compromisos: "sí, sí…", pero "no, no". Estos son los compromisos que nosotros hacemos con el Evangelio. A todo "sí" pero, al final, a todo "no". Y así, a fuerza de "peros" y de "mas" –cuántas veces somos hombres y mujeres de "peros" y de "mas" – hacemos de la vida un trato con el Evangelio. De simples discípulos del Maestro nos convertimos en maestros de complejidad, que argumentan mucho y hacen poco, que buscan respuestas más delante del ordenador que delante del Crucifijo, en internet en vez de en los ojos de los hermanos y de las hermanas; cristianos que comentan, debaten y exponen teorías, pero no conocen por su nombre ni siquiera a un pobre, no visitan un enfermo desde hace meses, no han dado nunca de comer o han vestido a nadie, nunca han estrechado amistad con un necesitado, olvidando que «el programa del cristiano es un corazón que ve» (Benedicto XVI Deus caritas est, 31).
¿Cuándo? –la gran sorpresa: sorpresa por la parte justa y por la parte injusta– ¿Cuándo? Se preguntan sorprendidos tanto los justos como los injustos. La respuesta es una sola: el cuándo es ahora, hoy, a la salida de esta Eucaristía. Ahora, hoy. Está en nuestras manos, en nuestras obras de misericordia: no en las puntualizaciones y en los análisis refinados, no en las justificaciones individuales o sociales. En nuestras manos, y nosotros somos responsables. Hoy el Señor nos recuerda que la muerte viene a hacer la verdad sobre la vida y quita cualquier circunstancia atenuante a la misericordia. Hermanos, hermanas, no podemos decir que no lo sabemos. No podemos confundir la realidad de la belleza con el maquillaje hecho artificialmente. El Evangelio explica cómo vivir la espera: se va al encuentro de Dios amando porque Él es amor. Y, en el día de nuestra despedida, la sorpresa será feliz si ahora nos dejamos sorprender por la presencia de Dios, que nos espera entre los pobres y los heridos del mundo. No tengamos miedo de esta sorpresa: vayamos adelante con las cosas que el Evangelio nos dice, para ser juzgados justos al final. Dios espera ser acariciado no con palabras, sino con los hechos.