¡Santa Madre de Dios! Es la aclamación gozosa del Pueblo santo de Dios, que resonaba por las calles de Éfeso en el año 431, cuando los Padres del Concilio proclamaron a María Madre de Dios. Se trata de un dato esencial de la fe, pero sobre todo de una noticia bellísima: Dios tiene una Madre y de ese modo se ha vinculado para siempre con nuestra humanidad, como un hijo con su madre, hasta el punto de que nuestra humanidad es su humanidad. Es una verdad tan impresionante y consoladora, que el último Concilio, aquí celebrado, afirmó: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Const. past. Gaudium et spes, 22). Esto es lo que Dios hizo al nacer de María: mostró su amor concreto por nuestra humanidad, abrazándola de forma real y plena. Hermanos, hermanas, Dios no nos ama de palabra, sino con hechos; no lo hace "desde lo alto", de lejos, sino "de cerca", precisamente desde el interior de nuestra carne, porque en María el Verbo se hizo carne, porque en el pecho de Cristo sigue latiendo un corazón de carne, que palpita por cada uno de nosotros.
Santa Madre de Dios. Con este título se han escrito muchos libros y grandes tratados. Pero, sobre todo, esas palabras entraron en el corazón del santo Pueblo de Dios, en la oración más familiar y hogareña, que acompaña el ritmo de las jornadas, los momentos más penosos y las esperanzas más audaces: el Avemaría. Después de algunas frases extraídas de la Palabra de Dios, la segunda parte de la oración comienza precisamente así: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores». Esta invocación muchas veces marcó el ritmo de nuestras jornadas y permitió a Dios acercarse, por medio de María, a nuestras vidas y a nuestra historia. Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, se recita en una gran diversidad de lenguas, con las cuentas del rosario y en los momentos de necesidad, ante una imagen sagrada o por la calle. A esta invocación, la Madre de Dios siempre responde, escucha nuestras peticiones, nos bendice con su Hijo entre los brazos, nos trae la ternura de Dios hecho carne. Nos da, en una palabra, esperanza. Y nosotros, al inicio de este año, necesitamos esperanza, como la tierra necesita la lluvia. El año, que se abre bajo el signo de la Madre de Dios y nuestra, nos dice que la llave de la esperanza es María, y la antífona de la esperanza es la invocación Santa Madre de Dios. Y hoy encomendamos a la Madre Santísima al amado Papa emérito Benedicto XVI, para que lo acompañe en su paso de este mundo a Dios.
Recemos a la Madre de modo especial por los hijos que sufren y ya no tienen fuerzas para rezar, por tantos hermanos y hermanas afectados por la guerra en tantas partes de mundo, que viven estos días de fiesta en la oscuridad y a la intemperie, en la miseria y con miedo, sumergidos en la violencia y en la indiferencia. Por tantos que no tienen paz, aclamemos a María, la mujer que ha traído al mundo al Príncipe de la paz (cf. Is 9, 5; Ga 4, 4). En ella, Reina de la paz, se realiza la bendición que hemos escuchado en la primera lectura: «Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 26). A través de las manos de una Madre, la paz de Dios quiere entrar en nuestras casas, en nuestros corazones, en nuestro mundo. Pero, ¿cómo podemos acogerla?
Dejémonos aconsejar por los protagonistas del Evangelio de hoy, los primeros que vieron a la Madre con el Niño, los pastores de Belén. Eran pobres, quizás también bastante rudos, y aquella noche estaban trabajando. Fueron precisamente ellos, y no los sabios ni mucho menos los poderosos, los que reconocieron en primer lugar al Dios cercano, al Dios que llegó pobre y ama estar con los pobres. El Evangelio subraya de los pastores, sobre todo, dos gestos muy sencillos, que, sin embargo, no siempre son fáciles. Los pastores fueron y vieron. Dos gestos: ir y ver.
En primer lugar, ir. El texto dice que los pastores «fueron, rápidamente» (Lc 2, 16). No se quedaron quietos. Era de noche, tenían que cuidar a sus rebaños y seguramente estaban cansados; podrían haber esperado a que amaneciera, aguardar a que saliera el sol para ir a ver a un Niño acostado en un pesebre. En cambio, fueron rápidamente, porque ante las cosas importantes es necesario reaccionar con prontitud, no posponerlas; porque «la gracia del Espíritu Santo ignora la lentitud» (S. Ambrosio, Comentario sobre el Evangelio de San Lucas, 2). Y así, encontraron al Mesías, al esperado durante siglos, a quien tantos buscaban.
Hermanos, hermanas, para acoger a Dios y su paz no podemos quedarnos inmóviles, no podemos permanecer esperando cómodamente a que las cosas mejoren. Hay que levantarse, aprovechar las oportunidades que nos da la gracia, ir, arriesgar. Es necesario arriesgar. Hoy, al comienzo del año, en lugar de sentarnos a pensar y a esperar que las cosas cambien, nos vendría bien preguntarnos: "Yo, ¿hacia dónde quiero ir este año? ¿A quién voy a hacer el bien?". Muchos, en la Iglesia y en la sociedad, esperan el bien que tú y sólo tú puedes hacer, esperan tu servicio. Y ante la pereza que anestesia y la indiferencia que paraliza, ante el riesgo de limitarnos a quedarnos sentados delante de una pantalla, con las manos sobre un teclado, los pastores hoy nos estimulan a ir, a movernos por lo que sucede en el mundo, a ensuciarnos las manos para hacer el bien, a renunciar a tantos hábitos y comodidades para abrirnos a las novedades de Dios, que se encuentran en la humildad del servicio, en la valentía de hacernos cargo. Hermanos y hermanas, imitemos a los pastores: ¡pongámonos en marcha!
Dice el Evangelio que, cuando llegaron los pastores, «encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre» (v. 16). Luego señala que, sólo después de haberlo visto (cf. v. 17), comenzaron a contar a los demás, llenos de asombro, sobre Jesús, y a glorificar y alabar a Dios por todo lo que habían oído y visto (cf. vv. 17-18.20). El punto de inflexión fue haberlo visto. Es importante ver, abrazar con la mirada, quedarse, como los pastores, delante del Niño que está en brazos de la Madre. Sin decir nada, sin preguntar nada, sin hacer nada. Mirar en silencio, adorar, acoger con los ojos la ternura consoladora del Dios hecho hombre; de María, Madre suya y nuestra. Al comienzo del año, entre tantas novedades que quisiéramos experimentar y las tantas cosas que quisiéramos llevar a cabo, tomémonos tiempo para ver, es decir, para abrir los ojos y mantenerlos abiertos ante lo que es verdaderamente importante: Dios y los demás. Tengamos el valor de sentir el asombro del encuentro, que es el estilo de Dios, algo muy distinto a la seducción del mundo, que nos tranquiliza. El asombro de Dios, el encuentro, te da paz; lo otro simplemente te anestesia y te da tranquilidad.
Cuántas veces, por las prisas, no tenemos ni siquiera tiempo para pasar un minuto en compañía del Señor, para escuchar su Palabra, para rezar, para adorar, para alabar. Lo mismo ocurre con respecto a los demás: apurados o atrapados por el protagonismo, no hay tiempo para escuchar a la esposa, al marido, para hablar con los hijos, para preguntarles cómo se sienten por dentro, no sólo cómo van los estudios y la salud. Y cuánto bien nos hace escuchar a los ancianos, al abuelo y a la abuela, para mirar la profundidad de la vida y redescubrir las raíces. Preguntémonos entonces si somos capaces de ver a quienes viven a nuestro lado, a quienes viven en nuestro condominio, a quienes encontramos cada día por las calles. Hermanos y hermanas, imitemos a los pastores: ¡aprendamos a ver! A entender con el corazón, viendo. Aprendamos a ver.
Ir y ver. Hoy el Señor ha venido entre nosotros y la Santa Madre de Dios lo pone ante nuestros ojos. Redescubramos, en el impulso deir y en el asombro de ver, los secretos para hacer este año verdaderamente nuevo, y vencer el cansancio de quedarnos quietos o la falsa paz de la seducción.
Y ahora, hermanos y hermanas, los invito a todos ustedes a mirar a Nuestra Señora. Aclamémosla tres veces: ¡Santa Madre de Dios!, como hacía el pueblo en Éfeso. ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!