«Todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de Cristo» (Flp 3, 7). De este modo se expresaba san Pablo en la primera lectura que hemos escuchado. Y si nos preguntamos qué es lo que dejó de considerar fundamental en su vida, más aún, lo que le alegraba perder con tal de encontrar a Cristo, vemos que no se trata de realidades materiales, sino de "riquezas religiosas". Él era en verdad un hombre piadoso, un hombre con gran celo, un fariseo leal y observante (cf. vv. 5-6). Sin embargo, ese aspecto religioso, que podía constituir un mérito, un motivo de orgullo, una riqueza sagrada, para él era en realidad un impedimento. Y entonces, Pablo afirma: «He sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo» (v. 8). Todo lo que le había dado un cierto prestigio, una cierta fama; "olvídalo, para mí Cristo es más importante".
Quien es demasiado rico de sí mismo y de su propia "valía" religiosa presume de ser justo y mejor que los demás –cuántas veces pasa esto en la parroquia: "Yo soy de la Acción Católica, yo ayudo al sacerdote, yo recojo la ofrenda; yo, yo, yo", cuántas nos creemos mejores que los demás; cada uno, en su propio corazón, piense si alguna vez le pasó–, quien actúa así se complace en el hecho de que ha salvado las apariencias; se siente bien, pero de ese modo no puede darle lugar a Dios, porque no lo necesita. Y muchas veces los "católicos limpios", los que se sienten justos porque van a la parroquia, porque van a Misa los domingos y presumen de ser justos: "No, yo no necesito nada, el Señor ya me salvó". ¿Qué fue lo que pasó? Que el lugar de Dios lo ha ocupado con su propio "yo" y entonces, aunque recite oraciones y realice acciones sagradas, no dialoga verdaderamente con el Señor. Tiene monólogos, no diálogo ni oración. Por eso la Escritura recuerda que sólo «la súplica del humilde atraviesa las nubes» (Si 35, 17), porque sólo quien es pobre de espíritu, quien se siente necesitado de la salvación y mendigo de la gracia, se presenta ante Dios sin exhibir méritos, sin pretensiones, sin presunción. No tiene nada y por eso encuentra todo, porque encuentra al Señor.
Esta enseñanza nos la ofrece Jesús en la parábola que hemos escuchado (cf. Lc 18, 9-14). Es el relato de dos hombres, un fariseo y un publicano, que van al templo a rezar, pero sólo uno llega al corazón de Dios. Antes de lo que hacen, es su lenguaje corporal el que habla. El Evangelio dice que el fariseo oraba «de pie» (v. 11), con la frente alta, mientras que el publicano, «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo» (v. 13), por vergüenza. Reflexionemos un momento sobre estas dos posturas.
El fariseo está de pie. Está seguro de sí, erguido y triunfante como alguien que debe ser admirado por sus capacidades, como un ejemplo. Con esta actitud reza a Dios, pero en realidad se celebra a sí mismo: yo voy al templo, yo cumplo los preceptos, yo doy limosna. Formalmente su oración es irreprochable, exteriormente se ve como un hombre piadoso y devoto, pero, en vez de abrirse a Dios presentándole la verdad del corazón, enmascara sus fragilidades con la hipocresía. Y muchas veces también nosotros maquillamos nuestra vida. Este fariseo no espera la salvación del Señor como un don, sino que casi la pretende como un premio por sus méritos. "Hice los deberes, ahora dame el premio". Este hombre avanza sin titubeos hacia el altar de Dios –con la frente alta– para ocupar su puesto, en primera fila, pero acaba por ir demasiado adelante y ponerse frente a Dios.
En cambio el otro, el publicano, se mantiene a distancia. No trata de abrirse paso, se queda en el fondo. Pero precisamente esa distancia, que manifiesta su ser pecador respecto a la santidad de Dios, es lo que le permite experimentar el abrazo bendiciente y misericordioso del Padre. Dios puede alcanzarlo precisamente porque, permaneciendo a distancia, ese hombre le ha hecho espacio. No habla de sí mismo, sino habla pidiendo perdón, habla mirando a Dios. ¡Qué cierto es esto también en nuestras relaciones familiares, sociales y eclesiales! Hay verdadero diálogo cuando sabemos guardar un espacio entre nosotros y los demás, un espacio saludable que permite a cada uno respirar sin ser absorbido o anulado. Entonces ese diálogo, ese encuentro puede acortar la distancia y crear cercanía. Esto también sucede en la vida de ese publicano. Quedándose en el fondo del templo, se reconoce en verdad tal como es, pecador, ante Dios: distante, y de este modo permite que Dios se acerque a él.
Hermanos, hermanas, recordemos esto: el Señor llega a nosotros cuando tomamos distancia de nuestro yo presuntuoso. Pensemos: ¿Soy presuntuoso? ¿Me creo mejor que los demás? ¿Miro a alguien con un poco de desprecio? "Te agradezco, Señor, porque me has salvado y no soy como esta gente que no entiende nada, yo voy a la iglesia, voy a Misa; yo estoy casado, casada por la iglesia, estos divorciados son unos pecadores…"; ¿es así tu corazón? Irás al infierno. Para acercarse a Dios, es necesario decirle al Señor: "Yo soy el primero de los pecadores, y si no he caído en la suciedad más grande es porque tu misericordia me tomó de la mano. Gracias a Ti, Señor, estoy vivo; gracias a Ti, Señor, yo no me he destruido con el pecado". Dios puede acortar la distancia con nosotros cuando honestamente, sin falsedades, le presentamos nuestra fragilidad. Nos da la mano para levantarnos cuando sabemos "tocar fondo" y volvemos a Él con sinceridad de corazón. Así es Dios, nos espera en el fondo, porque en Jesús Él quiso "ir hasta el fondo", porque no tiene miedo de descender hasta los abismos que nos habitan, de tocar las heridas de nuestra carne, de acoger nuestra pobreza, de acoger los fracasos de la vida, los errores que cometemos por debilidad o negligencia, y todos los hemos cometido. Dios nos espera allí, en el fondo, nos espera especialmente cuando, con mucha humildad, vamos a pedirle perdón en el sacramento de la confesión, como haremos hoy. Nos espera allí.
Hermanos y hermanas, hagamos hoy un examen de conciencia, cada uno de nosotros, porque tanto el fariseo como el publicano habitan en nuestro interior. No nos escondamos detrás de la hipocresía de las apariencias, sino confiemos a la misericordia del Señor nuestras oscuridades, nuestros errores. Pensemos en nuestros errores, en nuestras miserias, también en aquello que por vergüenza no somos capaces de compartir, y está bien, pero a Dios hay que mostrárselo. Cuando nos confesamos, nos ponemos en el fondo, como el publicano, para reconocer también nosotros la distancia que nos separa entre lo que Dios ha soñado para nuestra vida y lo que realmente somos cada día: unos pobres necesitados. Y, en ese momento, el Señor se acerca, acorta las distancias y vuelve a levantarnos; en ese momento, mientras nos reconocemos desnudos, Él nos viste con el traje de fiesta. Y esto es, y debe ser, el sacramento de la reconciliación: un encuentro festivo, que sana el corazón y deja paz interior; no un tribunal humano al que tenemos miedo, sino un abrazo divino con el que somos consolados.
Una de las cosas más hermosas del modo en que Dios nos acoge es la ternura del abrazo que nos da. Si nosotros leemos cuando el hijo pródigo regresa a casa (cf. Lc 15, 20-22) vemos que cuando comienza su discurso, el padre no lo deja hablar, lo abraza y él no puede hablar. El abrazo misericordioso. Y aquí me dirijo a mis hermanos confesores: por favor, hermanos, perdonen todo, perdonen siempre, sin meter demasiado el dedo en las conciencias; dejen que la gente diga sus cosas y ustedes reciban lo que digan como Jesús, con la caricia de su mirada, con el silencio de su comprensión. Por favor, el sacramento de la confesión no es para torturar, sino para dar paz. Perdonen todo, como Dios les perdonará todo a ustedes. Todo, todo, todo.
En este tiempo cuaresmal, con la contrición del corazón, también nosotros supliquemos como el publicano: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador» (v. 13). Digámoslo juntos: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Cuando me olvido de ti o te descuido, cuando antepongo mis propias palabras y las del mundo a tu Palabra, cuando presumo de ser justo y desprecio a los otros, cuando critico a los demás: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Cuando no me ocupo de los que me rodean, cuando permanezco indiferente ante quien es pobre y sufre, es débil o marginado: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por los pecados contra la vida, por el mal testimonio que ensucia el rostro hermoso de la Madre Iglesia, por los pecados contra la creación: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por mis falsedades, por mi falta de honradez, por mi falta de transparencia y de rectitud: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por mis pecados ocultos, esos que nadie conoce, por el mal que he causado a los demás aun sin darme cuenta, por el bien que podría haber hecho y no hice: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador.
En silencio, repitamos durante unos instantes, con el corazón arrepentido y lleno de confianza: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. En silencio. Que cada uno lo repita en su corazón. Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. En este acto de arrepentimiento y confianza, nos abriremos a la alegría del don más grande, que es la misericordia de Dios.