«Tomó el pan, pronunció la bendición» (Mc 14, 22). Este es el gesto con el que comienza el relato de la institución de la Eucaristía en el evangelio según san Marcos. Y nosotros podemos partir de este gesto de Jesús –bendecir el pan– para reflexionar sobre las tres dimensiones del Misterio que estamos celebrando: la acción de gracias, la memoria y la presencia.
Primero la acción de gracias. La palabra "Eucaristía" significa precisamente decir "gracias", "agradecer" a Dios por sus dones, y en este sentido el signo del pan es importante. Es el alimento de cada día, con el que llevamos al altar todo lo que somos y lo que tenemos: la vida, las acciones, los éxitos, y también los fracasos, como lo simboliza la buena costumbre en algunas culturas al recoger y al besar el pan cuando cae al piso, para recordar que este es demasiado valioso como para ser desechado, aun después de haber caído al suelo. La Eucaristía, precisamente, nos enseña a bendecir, a recibir y a besar, siempre, en acción de gracias, los dones de Dios, y esto no sólo en la celebración, sino también en la vida.
Por ejemplo, no desperdiciando las cosas y los talentos que el Señor nos ha dado. Pero también perdonando y levantando al que se equivoca y cae por debilidad o por error; porque todo es don y nada se puede perder, porque nadie puede quedarse tirado, y todos deben tener la posibilidad de volver a levantarse y retomar el camino. Nosotros podemos hacer esto en la vida cotidiana, haciendo nuestro trabajo con amor, con precisión, con cuidado, como un don y una misión. Y siempre ayudar a quien ha caído, una vez sólo en la vida se puede mirar a una persona de arriba a abajo, para ayudarla a levantarse. Esta es nuestra misión.
Para dar gracias, ciertamente podríamos agregar otras tantas cosas. Son actitudes "eucarísticas" importantes, porque nos enseñan a comprender el valor de lo que hacemos, de lo que ofrecemos.
Primero, dar gracias. Segundo, "bendecir el pan" quiere decir hacer memoria. ¿De qué? Para el antiguo Israel se trataba de recordar la liberación de la esclavitud de Egipto y el comienzo del éxodo hacia la tierra prometida. Para nosotros es rememorar la Pascua de Cristo, su Pasión y su Resurrección, con la que nos ha liberado del pecado y de la muerte. Hacer memoria de nuestra vida, hacer memoria de nuestros éxitos, hacer memoria de nuestros errores, hacer memoria de aquella mano tendida del Señor que siempre nos ayuda a levantarnos, hacer memoria de la presencia del Señor en nuestra vida.
Hay quien dice que es libre aquel que sólo piensa en sí mismo, que goza de la vida y que, con indiferencia y quizás con prepotencia, hace todo lo que quiere, sin importarle los demás. Esta no es libertad, es una esclavitud escondida, una esclavitud que nos hace más esclavos aún.
La libertad no se encuentra en las cajas fuertes de los que acumulan para sí mismos, ni en los sofás de los que perezosamente se acomodan en el desinterés y el individualismo. La libertad se encuentra en el cenáculo donde, sin otro motivo más que el amor, nos inclinamos ante los hermanos para ofrecerles nuestro servicio, nuestra vida, como "salvados".
Por último, el Pan eucarístico es presencia real. Y con esto nos habla de un Dios que no es lejano, que no es celoso, sino cercano y solidario con el hombre; que no nos abandona, sino que nos busca, nos espera y nos acompaña; siempre, hasta el extremo de ponerse, indefenso, en nuestras manos.
Y esta presencia suya nos invita también a nosotros a hacernos próximos a nuestros hermanos allí donde el amor nos llama.
Queridos hermanos y hermanas, cuánta necesidad hay en nuestro mundo de este pan, de su aroma y de su esencia, de una fragancia que sabe a gratitud, a libertad y a proximidad. Vemos cada día demasiadas calles, que quizás alguna vez estuvieron perfumadas por el olor a pan horneado, ser reducidas a montones de escombros a causa de la guerra, del egoísmo y de la indiferencia. Es urgente que el mundo recupere la fragancia buena y fresca del pan del amor, para seguir esperando y continuar reconstruyendo, sin cansarse nunca, aquello que el odio destruye.
Y este también es el significado del gesto que haremos dentro de poco con la procesión eucarística. Partiendo del altar, llevaremos a través de los hogares de nuestra ciudad al Señor. No lo hacemos para exhibirnos, ni tampoco para ostentar nuestra fe, sino para invitar a todos a participar en el Pan de la Eucaristía, en la vida nueva que Jesús nos ha donado. Hagamos la procesión con este espíritu. Gracias.