Viaje apostólico a Indonesia... y Singapur (2-13.IX.24)
El encuentro con Jesús nos llama a vivir dos actitudes fundamentales, que nos hacen capaces de llegar a ser sus discípulos. La primera actitud es escuchar la Palabra y la segunda es vivir la Palabra. Primero escucharla, porque todo nace de la escucha, de abrirse a Él, de acoger el don precioso de su amistad. Pero después es importante vivir la Palabra recibida, para no ser oyentes superficiales que se engañan a sí mismos (cf. St 1, 22), para no arriesgarnos a escuchar sólo con los oídos sin que la semilla de la Palabra llegue al corazón y cambie nuestro modo de pensar, de sentir y de actuar, y esto no es bueno. La Palabra que se nos da y que escuchamos tiene que hacerse vida, transformar la vida, encarnarse en nuestra vida.
Estas dos actitudes esenciales: escuchar la Palabra y vivir la Palabra, podemos contemplarlas en el Evangelio que se acaba de proclamar.
En primer lugar, escuchar la Palabra. El evangelista narra que mucha gente acudía a Jesús y que «la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios» (Lc 5, 1). Lo buscaban, tenían hambre y sed de la Palabra del Señor y la oyeron resonar en las palabras de Jesús. Por eso, esta escena, que se repite tantas veces en el Evangelio, nos dice que el corazón del hombre está siempre en búsqueda de una verdad que sea capaz de alimentar y saciar su deseo de felicidad, que no podemos conformarnos sólo con las palabras humanas, con los criterios de este mundo o con sus juicios mundanos. Necesitamos siempre una luz que venga de lo alto para iluminar nuestro camino, un agua viva que pueda calmar la sed de los desiertos del alma, un consuelo que no defrauda porque proviene del cielo y no de las cosas efímeras del mundo. En medio del aturdimiento y la vanidad de las palabras humanas, hermanos y hermanas, necesitamos la Palabra de Dios, la única que sirve de brújula en nuestro camino, la única que, frente a tantas heridas y pérdidas, es capaz de devolvernos al significado auténtico de la vida.
Hermanos y hermanas, no olvidemos esto: la primera tarea del discípulo –todos nosotros somos discípulos– no es la de vestir el hábito de una religiosidad exteriormente perfecta, ni de hacer cosas extraordinarias o dedicarse a grandes proyectos. No. Por el contrario, la primera tarea, el primer paso, consiste en saber ponerse a la escucha de la única Palabra que salva, la de Jesús, como podemos ver en el episodio del Evangelio cuando el Maestro sube a la barca de Pedro para distanciarse un poco de la orilla y así poder predicar mejor a la gente (cf. Lc 5, 3). Nuestra vida de fe comienza cuando acogemos humildemente a Jesús en la barca de nuestra existencia, cuando le hacemos un espacio, cuando nos ponemos a la escucha de su Palabra y dejamos que esta nos interpele, nos agite y nos cambie.
Asimismo, hermanos y hermanas, la Palabra del Señor nos pide que la encarnemos concretamente en nosotros, por eso estamos llamados a vivir la Palabra. Sólo repetir la Palabra, sin vivirla, nos convierte en pagayos. Sí, la decimos, pero no la entendemos, no la vivimos. En efecto, después de que Jesús terminó de predicar a la multitud desde la barca, se dirigió a Pedro y lo exhortó a asumir el riesgo de apostar por esa Palabra: «Navega mar adentro, y echen las redes» (Lc 5, 4). La Palabra del Señor no puede permanecer como una bonita idea abstracta, o suscitar sólo la emoción del momento, más bien nos pide que cambiemos nuestra mirada, que nos dejemos transformar el corazón a imagen del de Cristo; la Palabra nos llama a echar con valentía las redes del Evangelio en medio del mar del mundo, "corriendo el riesgo", sí, corriendo el riesgo de vivir el amor que Él nos ha enseñado y ha vivido primero. También a nosotros, hermanos y hermanas, con la fuerza abrasante de su Palabra, el Señor nos pide ir mar adentro, alejándonos de las orillas pantanosas de los malos hábitos, de los miedos y de las mediocridades, para atrevernos a emprender una nueva vida. Al diablo le gusta la mediocridad, porque se introduce en nosotros y nos arruina.
Por supuesto, nunca faltan los obstáculos y las excusas para decir que no. Pero fijémonos en la actitud de Pedro: había pasado una noche difícil en la cual no había pescado nada, estaba enfadado, estaba cansado, estaba decepcionado; sin embargo, en vez de quedarse paralizado en ese vacío y bloqueado por su fracaso, dice: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5, 5). Si tú lo dices, echaré las redes. Y entonces sucede lo insólito, el milagro de una barca que se llena de pescados a tal grado que casi se hunde (cf. Lc 5, 7).
Hermanos y hermanas, frente a las numerosas ocupaciones de nuestra vida cotidiana; ante la llamada, que todos sentimos, de construir una sociedad más justa, de avanzar en el camino de la paz y del diálogo –este camino que aquí en Indonesia se ha propuesto desde hace tiempo–, a veces podemos sentirnos insuficientes, sentir el peso de tanto compromiso que no siempre da los frutos esperados o de nuestros errores que parecen frenar el camino. Pero con la misma humildad y la misma fe de Pedro, también a nosotros se nos pide que no permanezcamos encerrados en nuestros fracasos. Esto es algo muy feo, porque los fracasos nos abruman y nos pueden hacer sus prisioneros. No, por favor, no permanezcamos prisioneros de nuestros fracasos. En vez de permanecer con nuestra mirada fija en nuestras redes vacías, miremos a Jesús y confiemos en Él. No mires tus redes vacías, mira a Jesús, mira a Jesús. Él te hará caminar, Él te guiará, confía en Él. Siempre podemos arriesgarnos a ir mar adentro y volver a echar las redes, aun cuando hayamos pasado a través de la noche del fracaso, a través del tiempo de la desilusión en el cual no hayamos sacado nada. Ahora, haré un pequeño momento de silencio y cada uno de ustedes piense en sus propios fracasos. [pausa] Y mirando estos fracasos, arriesguémonos, sigamos adelante con la valentía de la Palabra de Dios.
Santa Teresa de Calcuta, cuya memoria hoy celebramos, que incansablemente cuidó a los más pobres y se hizo promotora de la paz y del diálogo, decía: "Cuando no tengamos nada que dar, demos ese nada. Y recuerda: aunque no tengas nada que cosechar, no te canses nunca de sembrar". Hermano y hermana, no te canses jamás de sembrar, porque esto es vida.
Esto, hermanos y hermanas, quisiera decírselo también a ustedes, a esta nación, a este maravilloso y variado archipiélago, no se cansen de zarpar no se cansen de echar las redes, no se cansen de soñar no se cansen de soñar y de seguir construyendo una civilización de paz. Atrévanse siempre a soñar en la fraternidad, la cual es un verdadero tesoro entre ustedes. Con la Palabra del Señor, los animo a sembrar amor, a recorrer confiados el camino del diálogo, a seguir manifestando vuestra bondad y amabilidad con la sonrisa típica que los caracteriza ¿Les han dicho que son un pueblo sonriente? Por favor, no pierdan la sonrisa y sigan adelante. Y sean constructores de paz. Sean constructores de esperanza.
Este es el deseo expresado recientemente por los obispos del país, y es el deseo que yo también quiero dirigir a todo el pueblo indonesio: caminen juntos por el bien de la sociedad y de la Iglesia. Sean constructores de esperanza. Escúchenme bien, sean constructores de esperanza. Esa esperanza del Evangelio que no defrauda (cf. Rm 5, 5), que nunca defrauda y que nos abre a la alegría que no tiene fin. Muchas gracias.