Viaje apostólico a Indonesia... y Singapur (2-13.IX.24)
Las primeras palabras que nos dirige hoy el Señor son: «¡Sean fuertes, no teman!» (Is 35, 4). El profeta Isaías lo dice a todos aquellos que tienen el corazón quebrantado. De este modo, anima e invita a su pueblo para que, aún en medio de las dificultades y los sufrimientos, levante la mirada hacia un horizonte de esperanza y de futuro. Les dice que Dios viene a salvar, que Él vendrá y en aquel día «se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos» (Is 35, 5).
Esta profecía se realiza en Jesús. En el relato de san Marcos, particularmente, se ponen en evidencia dos cosas: la lejanía del sordomudo y la cercanía de Jesús.
La lejanía del sordomudo. Este hombre se encontraba en una zona geográfica que, en el lenguaje actual, llamaríamos "periferia". El territorio de la Decápolis se situaba al otro lado del Jordán y lejos de Jerusalén, que era el centro religioso. Pero ese hombre sordomudo experimentaba además otro tipo de lejanía; se encontraba lejos de Dios, estaba lejos de los hombres porque no tenía la posibilidad de comunicarse. Era sordo y por eso no podía escuchar a los demás, era mudo y a causa de ello no podía hablar con nadie. Este hombre era un marginado del mundo, estaba aislado, era un prisionero de su sordera y de su mudez y, por lo tanto, no podía abrirse para comunicarse con los demás.
Ahora bien, podemos leer esta condición de sordomudez en otro sentido, pues pudiera ocurrirnos que nos encontremos apartados de la comunión y de la amistad con Dios y con los hermanos cuando, más que los oídos y la lengua, sea el corazón el que esté obstruido. Existe una sordera interior y un mutismo del corazón que dependen de todo aquello que nos encierra en nosotros mismos, que nos cierra a Dios, nos cierra a los demás: el egoísmo, la indiferencia, el miedo a arriesgarse e involucrarse, el resentimiento, el odio, y la lista podría continuar. Todo esto nos aleja de Dios, nos aleja de los hermanos y también de nosotros mismos; y nos aleja de la alegría de vivir.
Hermanos y hermanas, ante esta lejanía, Dios responde con lo puesto, con la cercanía de Jesús. En su Hijo, Dios nos quiere mostrar sobre todo esto: que Él es el Dios cercano, el Dios compasivo, que cuida nuestra vida, que supera toda distancia. Y en el pasaje del Evangelio, en efecto, vemos cómo Jesús se dirige a esos territorios de las periferias saliendo de Judea para encontrarse con los paganos (cf. Mc 7, 31).
Con su cercanía, Jesús sana la sordera, sana la mudez del hombre; en efecto, cuando nos sentimos alejados, y decidimos distanciarnos –de Dios, de los hermanos y de quienes son diferentes a nosotros–, entonces nos encerramos, nos atrincheramos en nosotros mismos y terminamos girando sólo entorno a nuestro yo, nos hacemos sordos a la Palabra de Dios y al grito del prójimo y, por lo tanto, incapaces de dialogar con Dios y con el prójimo.
Y ustedes hermanos y hermanas, que habitan en esta tierra tan lejana, tal vez tienen la impresión de estar separados, separados del Señor, separados de los hombres, y esto no es así, no: ¡ustedes están unidos, unidos en el Espíritu Santo, unidos en el Señor! Y el Señor dice a cada uno de ustedes: "Ábrete". Esto es lo más importante: abrirse a Dios, abrirse a los hermanos, abrirse al Evangelio y hacer de él la brújula de nuestra vida.
También a ustedes hoy les dice el Señor: "¡Ánimo, no temas, pueblo papú! ¡Ábrete! Ábrete a la alegría del Evangelio, ábrete al encuentro con Dios, ábrete al amor de los hermanos". Que ninguno de ustedes permanezca sordo y mudo frente a esta invitación. En este camino los acompaña el beato Juan Mazzucconi que, entre tantos inconvenientes y hostilidades, trajo a Cristo en medio de ustedes, para que ninguno quedara sordo frente al alegre mensaje de salvación, y a todos se les pudiera soltar la lengua para cantar el amor de Dios. Que así sea, hoy, también para ustedes.