Conclusión del sínodo de los obispos
Homilía XXX Domingo, 27 de octubre de 2024

[Multimedia]

El Evangelio nos presenta a Bartimeo, un ciego que se ve obligado a mendigar junto al camino, un descartado sin esperanza que, sin embargo, cuando oye pasar a Jesús, comienza a gritar hacia Él. Lo único que le queda es eso: gritar su propio dolor y llevar a Jesús su deseo de recuperar la vista. Y mientras todos lo reprenden porque les molesta su voz, Jesús se detiene. Porque Dios escucha siempre el clamor de los pobres y ningún grito de dolor queda sin ser escuchado por Él.

Hoy, al concluir la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, llevando en el corazón mucha gratitud por lo que hemos podido compartir, detengámonos en lo que le sucede a este hombre: al principio, estaba mendigando «sentado junto al camino» (Mc 10, 46), mientras que al final, tras ser llamado por Jesús y recuperar la vista, «lo siguió por el camino» (v. 52).

La primera cosa que el Evangelio nos dice sobre Bartimeo es esta: está sentado mendigando. Su postura es la típica de una persona encerrada en su propio dolor, sentada al borde del camino como si no le quedara nada más que esperar recibir algo de los muchos peregrinos que pasaban por la ciudad de Jericó con motivo de la Pascua. Pero, como sabemos, para vivir de verdad no podemos permanecer sentados: vivir es siempre ponerse en movimiento, caminar, soñar, hacer proyectos, abrirse al futuro. Entonces, el ciego Bartimeo representa también aquella ceguera interior que nos bloquea, que nos hace quedarnos sentados, inmóviles al margen de la vida, sin esperanza.

Y esto nos puede llevar a pensar, no sólo sobre nuestra vida personal, sino también sobre nuestro ser Iglesia del Señor. A lo largo del camino, muchas cosas pueden volvernos ciegos, incapaces de reconocer la presencia del Señor, incapaces de afrontar los desafíos de la realidad y, a veces, inadecuados para saber responder a los muchos interrogantes que nos interpelan, como hace Bartimeo con Jesús. No obstante, frente a las preguntas de las mujeres y los hombres de hoy, a los retos de nuestro tiempo, a las urgencias de la evangelización y a tantas heridas que afligen a la humanidad, hermanas y hermanos, no podemos quedarnos sentados. Una Iglesia sentada que, casi sin darse cuenta, se retira de la vida y se pone a sí misma a los márgenes de la realidad, es una Iglesia que corre el riesgo de permanecer en la ceguera y acomodarse en el propio malestar. Y si nos mantenemos inmóviles en nuestra ceguera, seguiremos sin ver nuestras urgencias pastorales y tantos problemas del mundo en el que vivimos. Por favor, pidamos al Señor que nos de al Espíritu Santo, para no permanecer sentados en nuestra ceguera; ceguera que podríamos llamar mundanidad, que podríamos llamar comodidad, que podríamos llamar corazón cerrado. No nos quedemos sentados en nuestras cegueras.

En cambio, recordemos que el Señor pasa, el Señor pasa todos los días, el Señor pasa siempre y se detiene para hacerse cargo de nuestra ceguera. Y yo, ¿lo siento pasar?, ¿tengo la capacidad de escuchar los pasos del Señor?, ¿tengo la capacidad de discernir cuando pasa el Señor? Y sería hermoso si el Sínodo nos impulsara a ser Iglesia como Bartimeo; es decir, la comunidad de los discípulos que, oyendo al Señor que pasa, percibe la conmoción de la salvación, se deja despertar por la fuerza del Evangelio y comienza a clamar a Él. Y lo hace recogiendo el grito de todas las mujeres y de todos los hombres de la tierra: el grito de aquellos que desean descubrir la alegría del Evangelio y de aquellos que, en cambio, se han alejado; el grito silencioso de quienes son indiferentes; el grito de los que sufren, de los pobres y de los marginados, de los niños que son esclavos del trabajo, esclavizados en tantas partes del mundo a causa del trabajo; la voz quebrada –escuchar esa voz quebrada– de quienes no tienen ni siquiera la fuerza de clamar a Dios, porque no tienen voz o porque se han resignado. No necesitamos una Iglesia paralizada e indiferente, sino una Iglesia que recoge el grito del mundo y –quiero decirlo, quizá alguno se escandalice– una Iglesia que se ensucia las manos para servir al Señor.

Pasamos, así, al segundo aspecto: si al principio Bartimeo estaba sentado, vemos, en cambio, que al final lo sigue por el camino. Esta es una expresión típica del Evangelio cuyo significado es que se convirtió en su discípulo, comenzó a seguirlo. Después de haber gritado hacia Él, Jesús se detuvo y lo hizo llamar. Y Bartimeo, de sentado por tierra como estaba, se puso de pie de un salto y, en seguida, recobró la vista. Ahora él puede ver al Señor, puede reconocer la obra de Dios en su propia vida y, finalmente, puede seguirlo. Así, también nosotros, hermanos y hermanas: cuando estemos sentados y acomodados, cuando como Iglesia no encontremos las fuerzas, la parresia, el valor y la audacia necesarias para levantarnos y retomar el camino, por favor, recordémonos de regresar siempre al Señor, regresar al Evangelio. Regresar al Señor, regresar al Evangelio. Siempre y de nuevo, mientras Él pasa, debemos ponernos a la escucha de su llamada, que nos vuelve a poner de pie y nos hace salir de nuestra ceguera. Y, a continuación, volver nuevamente a seguirlo, a caminar con Él a lo largo del camino.

Quisiera repetirlo: el Evangelio nos dice que Bartimeo «lo siguió por el camino». Esta es una imagen de la Iglesia sinodal: el Señor nos llama, nos levanta cuando estamos sentados por tierra o caídos, nos hace recobrar una vista nueva, para que, a la luz del Evangelio, podamos ver las inquietudes y los sufrimientos del mundo; y de este modo, puestos en pie por el Señor, experimentemos la alegría de seguirlo por el camino. Al Señor se le sigue por el camino, no se le sigue desde la cerrazón de nuestras comodidades, no se le sigue desde el laberinto de nuestras ideas, se le sigue por el camino. Y recordémoslo siempre: no caminar por nuestra propia cuenta o según los criterios del mundo, sino caminar por el camino, juntos, detrás de Él y caminar con Él.

Hermanos, hermanas: no una Iglesia sentada, una Iglesia en pie. No una Iglesia muda, una Iglesia que recoge el grito de la humanidad. No una Iglesia ciega, sino una Iglesia iluminada por Cristo, que lleva la luz del Evangelio a los demás. No una Iglesia estática, una Iglesia misionera, que camina con el Señor por las vías del mundo.

Y hoy, mientras damos gracias al Señor por el camino recorrido juntos, podremos admirar y venerar la reliquia de la antigua Cátedra de san Pedro, meticulosamente restaurada. Contemplándola con el asombro de la fe, recordemos que esta es la cátedra del amor, es la cátedra de la unidad, es la cátedra de la misericordia, según aquella orden que Jesús le dio al apóstol Pedro, no de dominar a los demás, sino de servirlos en la caridad. Y mirando el majestuoso baldaquino de Bernini más resplandeciente que nunca, descubramos que este encuadra el verdadero punto focal de toda la Basílica, es decir, la gloria del Espíritu Santo. Esta es la Iglesia sinodal: una comunidad cuyo primado está en el don del Espíritu, que nos hace a todos hermanos en Cristo y nos eleva hacia Él.

Hermanas y hermanos, continuemos con confianza nuestro camino juntos. También hoy la Palabra de Dios nos repite, como a Bartimeo, «¡Ánimo, levántate! Él te llama» (v. 49). ¿Yo me siento llamado? Esta es la pregunta que nos debemos hacer, ¿yo me siento llamado? Si me siento débil y no me puedo levantar, ¿pido ayuda? Por favor, dejemos a un lado el manto de la resignación y entreguemos al Señor nuestras cegueras. Levantémonos y llevemos la alegría del Evangelio, llevémosla por las calles del mundo.