En la entrada de la Misa, con el profeta Isaías, proclamamos con fe y alegría: "Vendrá el Señor que domina los pueblos, y se llamará Emmanuel, porque tenemos a Dios con nosotros" (Is 7, 14; Is 8, 10). En la oración colecta (Gelasiano) pedimos al Señor: " escucha la oración de tu pueblo, alegre por la venida de tu Hijo en carne mortal, y haz que cuando vuelva en su gloria, al final de los tiempos, podamos alegrarnos de escuchar de sus labios la invitación a poseer el reino eterno ".
– Ct 2, 8-14: Ya viene mi Amado saltando por los montes. Ese Amado que viene a la humanidad no es otro que Cristo. Él se acerca hoy al encuentro de Juan. Pero también viene a nosotros, a todas las almas que lo esperan y desean. Cuando el amor de Dios, que viene, que vino, y que permanece como misterio vivo, afecta no solo a la fe y a la inteligencia, sino que invade todo el ser, entonces enciende el lenguaje incandescente del amor.
Es el amor que los místicos cristianos han vivido tan intensamente y que el profetismo del Antiguo Testamento ha descrito muchas veces para expresar las relaciones del alma con Dios. El Señor es el Amado, es el Enamorado que viene a los hombres, que nos lleva consigo al campo en flor, y que suscita en nosotros cantos únicos e inconfundibles.
Cuando Él se acerca, llega y entra en nuestras vidas, nosotros nos olvidamos de todo, del invierno que pasó y que volverá a venir... Más allá de las imágenes, estamos aquí, hemos llegado ya, al mundo de la era mesiánica que, a su vez, es signo de la escatología, de los nuevos cielos y de las nuevas tierras, que siempre florecerán, que siempre darán perfume de vida, porque siempre estarán habitadas por el Amor que viene cruzando los montes. Y nosotros, detrás de la ventana, lo esperamos, para que nos lleve a las viñas en flor.
Eramos tinieblas, noche, caos, aletargamiento, desfallecimiento, enfermedad y muerte. Nos faltaba la luz, nos faltaba el Sol de justicia. Abandonada a sí misma la pobre humanidad, se hunde irremisiblemente en las tinieblas y en la noche de la muerte. Se despeña en el abismo del error, de la continua y angustiosa duda. No tiene respuestas para los enigmas de una vida que se ha hecho mortal. Solo Dios da esas respuestas por medio de su Unigénito encarnado, cuyo Nacimiento anhelamos con esperanza renovada.
– Ante la Navidad que se acerca, ante el Señor que aparece a su Iglesia como el Esposo del Cantar de los Cantares, ante " los proyectos de su corazón ", llenos de salvación y de amor, que se despliegan en la historia humana, nosotros, animados por el Espíritu Santo, estamos en condiciones de cantar con gozo la acción de gracias del Salmo 32:
" Dichosa la nación, cuyo Dios es el Señor. Aclamad, justos, al Señor, cantadle un cántico nuevo. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones. El plan del Señor subsiste por siempre, los preceptos de su corazón de edad en edad. Nosotros aguardamos al Señor. Él es nuestro auxilio y escudo; con Él se alegra nuestro corazón, en su santo nombre confiamos ".
– Lc 1, 39-45: ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? La Virgen María, llena de gracia y templo de Dios, abre a todos su corazón. La alegría mesiánica que la llena es difusiva, y tiende, como todo don de Dios, a la comunión. Por eso María sale de sí misma y camina hacia su pariente Isabel. Y ésta, " llena del Espíritu Santo ", entiende los signos de Dios y la proclama " dichosa porque ha creído ". Comenta San Ambrosio:
" El Ángel que anunciaba los misterios, para llevar a la fe mediante algún ejemplo, anunció a la Virgen María la maternidad de una mujer estéril, ya entrada en años, manifestando así que Dios puede hacer todo lo que le place.
" Desde que lo supo, María, no por falta de fe en la profecía, no por incertidumbre respecto al anuncio, sino con el gozo de su deseo, como quien cumple un piadoso deber, se dirigió a las montañas.
" Llena de Dios de ahora en adelante ¿cómo no iba a elevarse apresuradamente hacia las alturas? La lentitud en el esfuerzo es extraña a la gracia del Espíritu " (Comentario Evang. Lucas II,19).
María, por su " sí ", hace que la obra de Dios, su plan de salvación, sea una realidad para nosotros. Dios viene y viene por María. Por Ella nos llega el Sol verdadero: Cristo, el Salvador a quien nosotros esperamos.
Cristo es realmente la luz del mundo; y lo es por la fe santa que Él enciende en las almas; por la doctrina con que nos instruye y educa; por el ejemplo que nos da en el pesebre de Belén, en Nazaret, en la Cruz, en el Sagrario; por la túnica luminosa de gracia con que envuelve nuestra alma; por la santa Iglesia que nos entrega como verdadera Madre. A la luz de este Sol todo aparece claro, transparente.
Y ese Sol lució y luce ante nuestros ojos por medio de la Virgen María. Ahora Dios se nos aparece como un tierno y solícito Padre, que nos mira y nos trata como a verdaderos hijos suyos y nos convida a participar y a gozar con Él de su eterna y dichosa vida. Esta luz nos hace ver la nulidad de todo lo meramente humano, de todo lo terreno, de los bienes y felicidades de este mundo.
Por eso hoy la liturgia canta en Vísperas esta antífona del Magníficat: " ¡Oh Oriente, Resplandor de luz eterna, Sol de justicia! Ven e ilumina a los que estamos sepultados en las tinieblas y sombras de muerte ".