La liturgia de hoy, en la entrada de la misa, nos anuncia y asegura que " vendrá el Señor, y con Él todos sus Santos; aquel día brillará una gran luz " (Za 15, 5.7). Por eso la oración colecta (sacramentario de Bérgamo) pide al Señor, Dios nuestro, que, ya que por medio de su Hijo nos ha transformado en nuevas criaturas, mire con amor esta obra de sus manos y, por la venida de Cristo, su Unigénito, nos limpie de las huellas de nuestra antigua vida de pecado.
– So 3, 1-2.9-13: La salvación del Mesías es para los pobres. El profeta anuncia la aparición de un pueblo pobre y humilde que confiará en el nombre del Señor. Ese día todas las naciones de los gentiles presentarán ofrendas al Dios de Israel, el único Dios verdadero. Ser pobre es para Sofonías ser justo, vivir sumiso a la voluntad de Dios. La indefectibilidad de Israel y, en el Nuevo Testamento, de la Iglesia, está fundada sobre la fidelidad de Dios a sus promesas. Esa fidelidad, a veces, no excluye, sino exige que Dios rechace tentativas de reformas dirigidas por las autoridades que gobiernan al pueblo, como en el caso de la reforma de Josías (2R 23, 25-27).
Es verdad que Dios ligó su causa a la de su pueblo, cuando estrechó un pacto con él. Pero, si la Alianza llega a ser un motivo de autocomplacencia y de orgullosa seguridad, el Señor, a través de la prueba de la humildad, guía a su pueblo a la conversión, a la confianza. La humillación del pueblo no es humillación de Dios. El Señor muestra su grandeza frente a Israel mediante su juicio, pero igualmente lo muestra frente a los gentiles, a través del juicio sobre Israel, manteniendo siempre su fidelidad a la Alianza, su amor, su presencia en la historia.
Nosotros somos ahora el pueblo pobre y humilde que confía en el nombre del Señor. Él, como Cabeza, vive en nosotros, sus miembros; y por eso nos impulsa a convertirnos en una viva irradiación de su bondad, de su alma, dulce y nobilísima. Un cristianismo de bondad, de abnegación desinteresada, de generosos servidores, de alegres operarios: he aquí lo quiere hacer de nosotros la liturgia de este tiempo de Adviento, que nos prepara a la solemnidad de Navidad.
– Dios quiere obrar en nosotros una conversión constante, un perfeccionamiento continuo de nuestra vida espiritual. Por eso decimos con el Salmo 33: " Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor; que los humildes lo escuchen y se alegren. Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostros no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias... Cuando uno grita al Señor, Él lo escucha y lo libra de sus angustias ".
Nosotros a veces comprendemos muy mal nuestro cristianismo, nuestro vivir en Cristo y en su Iglesia. Permanecemos todavía muy apegados a nosotros mismos, muy cortos de espíritu, con gran egoísmo. Hemos de vivir más intensamente la vida de Cristo en nosotros. En definitiva, hemos de convertirnos cada vez con mayor perfección.
– Mt 21, 28-32: Los publicanos y prostitutas creyeron en Juan. El cristiano verdadero se compromete con Cristo. Cristo es radical en su llamada. Nos quiere llevar por el camino de la cruz y quiere que le amemos más que a todas las cosas. Hay cristianos que tardan en comprometerse, pero lo hacen (Nicodemo, la Samaritana, Zaqueo...) Otros quisieran comprometerse, pero no se deciden a dejarlo todo. Tratan de servir a dos señores: a Dios y al diablo.
Tenemos necesidad de redención. No todo en nosotros es perfecto. Sintiendo con la liturgia, nos consideramos hoy como noche, como tinieblas, como vasto, hórrido y estéril desierto; como ciegos, paralíticos, mudos, pusilánimes; somos los cautivos que languidecen entre las cadenas del pecado, de las costumbres y aficiones desordenadas, de las pasiones, del amor propio, de la propia estima, de la vanidad...
Todos nosotros no somos todavía lo que debiéramos ser. En muchas cosas permanecemos aún esclavos de muchas imperfecciones; no estamos completamente libres para Dios, para Cristo, para un amor perfecto... Necesitamos con urgencia al Salvador. Por eso la Iglesia en su liturgia de Adviento grita: " ¡Lloved, cielos, de arriba! ¡Nubes, mandadnos al Justo! ¡Ábrete, tierra, y germina al Salvador! "...
La vida que Cristo nos da es una participación en la vida divina. Nosotros disfrutamos de ella mediante la gracia de la filiación divina. ¡Verdaderamente estamos salvados! ¡Redención! La vida divina desciende hasta nosotros y nuestra vida es elevada hasta lo divino. Ésta es la gracia que esperamos en la Navidad del Señor.