1. Al hablar del nacimiento de la concupiscencia en el hombre, según el libro del Génesis, hemos analizado el significado ordinario de la vergüenza, que aparece con el primer pecado. El análisis de la vergüenza, a la luz del relato bíblico, nos permite comprender todavía más a fondo el significado que tiene para el conjunto de las relaciones interpersonales hombre-mujer. En el capítulo tercero del Génesis demuestra sin duda alguna que esa vergüenza aparece en la relación recíproca del hombre con la mujer y que esta relación, a causa de la vergüenza misma, sufrió una transformación radical. Y puesto que ella nació en sus corazones juntamente con la concupiscencia del cuerpo, el análisis de la vergüenza originaria nos permite, al mismo tiempo, examinar en qué relación permanece esta concupiscencia respecto a la comunión de las personas, que, desde el principio, se concedió y asignó como incumbencia al hombre y a la mujer por el hecho de haber sido creados «a imagen de Dios». Por lo tanto, la ulterior etapa del estudio sobre la concupiscencia, que «al principio» se había manifestado a través de la mujer, según el Génesis 3, es el análisis de la insaciabilidad de la unión, esto es, de la comunión de las personas, que debía expresarse también por sus cuerpos, según la propia masculinidad y feminidad específica.
2. Así, pues, sobre todo, esta vergüenza que, según la narración bíblica, induce al hombre y a la mujer a ocultar recíprocamente los propios cuerpos y en especial su diferenciación sexual, confirma que se rompió esa capacidad originaria de comunicarse recíprocamente a sí mismos, de que habla el Génesis (Gn 2, 25). El cambio radical del significado de la desnudez originaria nos permite suponer transformaciones negativas de toda la relación interpersonal hombre-mujer. Esa recíproca comunión en la humanidad misma mediante el cuerpo y mediante su masculinidad y feminidad, que tenía una resonancia tan fuerte en el pasaje procedente de la narración yahvista (cf. Gn 2, 23-25), en este momento queda alterada: como si el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, dejase de constituir el «insospechable» substrato de la comunión de las personas, como si su función originaria fuese «puesta en duda» en la conciencia del hombre y de la mujer. Desaparecen la sencillez y la «pureza» de la experiencia originaria, que facilitaba una plenitud singular en la recíproca comunión de ellos mismos. Obviamente los progenitores no cesaron de comunicarse mutuamente a través del cuerpo, de sus movimientos, gestos, expresiones; pero desapareció la sencilla y directa comunión entre ellos ligada con la experiencia originaria de la desnudez recíproca. Como de improviso, aparece en sus conciencias un umbral infranqueable, que limitaba la originaria «donación de sí» al otro, confiando plenamente todo lo que constituía la propia identidad y, al mismo tiempo, diversidad, femenina por un lado, masculina, por el otro. La diversidad, o sea, la diferencia del sexo masculino y femenino, fue bruscamente sentida y comprendida como elemento de recíproca contraposición de personas. Esto lo atestigua la concisa expresión del Génesis (Gn 3, 7): «Vieron que estaban desnudos», y su contexto inmediato. Todo esto forma parte también del análisis de la vergüenza primera. El libro del Génesis no sólo delinea su origen en el ser humano, sino que permite también descubrir sus grados en ambos, en el hombre y en la mujer.
3. El cerrarse de la capacidad de una plena comunión recíproca, que se manifestaba como pudor sexual, nos permite entender mejor el valor originario del significado unificante del cuerpo. En efecto, no se puede comprender de otro modo ese respectivo cerrarse, o sea, la vergüenza, sino en relación con el significado que el cuerpo, en su feminidad y masculinidad, tenía anteriormente para el hombre en el estado de inocencia originaria. Ese significado unificante se entiende no sólo en relación con la unidad, que el hombre y la mujer, como cónyuges, debían constituir, convirtiéndose en «una sola carne» (Gn 2, 24) a través del acto conyugal, sino también en relación con la misma «comunión de las personas», que había sido la dimensión propia de la existencia del hombre y de la mujer en el misterio de la creación. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, constituía el «substrato» peculiar de esta comunión personal. El pudor sexual, del que trata el Génesis (Gn 3, 7), atestigua la pérdida de la certeza originaria de que el cuerpo humano, a través de su masculinidad y feminidad, sea precisamente ese «substrato» de la comunión de las personas, que «sencillamente» la exprese, que sirva a su realización (y así también a completar la «imagen de Dios» en el mundo visible). Este estado de conciencia de ambos tiene fuertes repercusiones en el contexto ulterior del Génesis 3, del que nos ocuparemos dentro de poco. Si el hombre, después del pecado original, había perdido, por decirlo así, el sentido de la imagen de Dios en sí, esto se manifestó con la vergüenza del cuerpo cf. especialmente (Gn 3, 10-11). Esa vergüenza, al invadir la relación hombre-mujer en su totalidad, se manifestó con el desequilibrio del significado originario de la unidad corpórea, esto es, del cuerpo como «substrato» peculiar de las personas. Como si el perfil personal de la masculinidad y feminidad, que antes ponía en evidencia el significado del cuerpo para una plena comunión de las personas, cediese el puesto sólo a la sensación de la «sexualidad» respecto al otro ser humano. Y como si la sexualidad se convirtiese en «obstáculo» para la relación personal del hombre con la mujer. Ocultándola recíprocamente según el Génesis (Gn 3, 7), ambos la manifiestan como por instinto.
4. Este es, a un tiempo, como el «segundo» descubrimiento del sexo que en la narración bíblica difiere radicalmente del primero. Todo el contexto del relato comprueba que este nuevo descubrimiento distingue al hombre «histórico» de la concupiscencia (más aún, de la triple concupiscencia) del hombre de la inocencia originaria. ¿En qué relación se coloca la concupiscencia, y en particular la concupiscencia de carne respecto a la comunión de las personas a través del cuerpo, de su masculinidad y feminidad, esto es, respecto a la comunión asignada, «desde el principio», al hombre por el Creador? He aquí la pregunta que es necesario plantearse, precisamente con relación al «principio» acerca de la experiencia de la vergüenza, a la que se refiere el relato bíblico. La vergüenza, como ya hemos observado, se manifiesta en la narración del Génesis 3 como síntoma de que el hombre se separa del amor, del que era participe en el misterio de la creación, según la expresión de San Juan: lo que «viene del Padre». «Lo que hay en el mundo», esto es, la concupiscencia, lleva consigo como una constitutiva dificultad de identificación con el propio cuerpo; y no sólo en el ámbito de la propia subjetividad, sino más aún respecto a la subjetividad del otro ser humano: de la mujer para el hombre, del hombre para la mujer.
5. De aquí la necesidad de ocultarse ante el «otro» con el propio cuerpo, con lo que determina la propia feminidad-masculinidad. Esta necesidad demuestra la falta fundamental de seguridad, lo que de por sí indica el derrumbamiento de la relación originaria «de comunión». Precisamente el miramiento a la subjetividad del otro, y juntamente a la propia subjetividad, suscitó en esta situación nueva, esto es, en el contexto de la concupiscencia, la exigencia de esconderse, de que habla el Génesis (Gn 3, 7).
Y precisamente aquí nos parece descubrir un significado más profundo del pudor «sexual» y también él significado pleno de ese fenómeno al que nos remite el texto bíblico para poner de relieve el límite entre el hombre de la inocencia originaria y el hombre «histórico» de la concupiscencia. El texto íntegro del Génesis 3 nos suministra elementos para definir la dimensión más profunda de la vergüenza; pero esto exige un análisis aparte. Lo comenzaremos en la próxima reflexión.