40. El mal deseo, adulterio del corazón

(17-IX-80/21-IX-80)

1. Durante la última reflexión nos preguntamos qué es el «deseo», del que hablaba Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28). Recordemos que hablaba de él refiriéndose al mandamiento: «No cometerás adulterio». El mismo «desear» (precisamente «mirar para desear») es definido un «adulterio cometido en el corazón». Esto hace pensar mucho. En las reflexiones precedentes hemos dicho que Cristo, al expresarse de este modo quería indicar a sus oyentes el alejamiento del significado esponsalicio del cuerpo, que experimenta el hombre (en este caso, el varón) cuando secunda a la concupiscencia de la carne con el acto interior del «deseo». El alejamiento del significado esponsalicio del cuerpo comporta, al mismo tiempo, un conflicto con su dignidad de persona: un auténtico conflicto de conciencia.

Aparece así que el significado bíblico (por lo tanto, también teológico) del «deseo» es diverso del puramente psicológico. El psicólogo describirá el «deseo» como una orientación intensa hacia el objeto, a causa de su valor peculiar: en el caso aquí considerado, por su valor «sexual». Según parece, encontraremos esta definición en la mayor parte de las obras dedicadas a temas similares. Sin embargo, la descripción bíblica, aun sin infravalorar el aspecto psicológico, pone de relieve sobre todo el ético, dado que es un valor que queda lesionado. El «deseo», diría, es el engaño del corazón humano en relación a la perenne llamada del hombre y de la mujer -una llamada que fue revelada en el misterio mismo de la creación- a la comunión a través de un don recíproco. Así, pues, cuando Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) hace referencia al «corazón» o al hombre interior, sus palabras no dejan de estar cargadas de esa verdad acerca del «principio», con las que, respondiendo a los fariseos (cf. Mt 19, 8) había vuelto a plantear todo el problema del hombre, de la mujer y del matrimonio.

2. La llamada perenne, de la que hemos tratado de hacer el análisis siguiendo el libro del Génesis (sobre todo Gn 2, 23-25) y, en cierto sentido, la perenne atracción recíproca por parte del hombre hacia la feminidad y por parte de la mujer hacia la masculinidad, es una invitación por medio del cuerpo, pero no es el deseo en el sentido de las palabras de Mateo (Mt 5, 27-28). El «deseo», como actuación de la concupiscencia de la carne (también y sobre todo en el acto puramente interior), empequeñece el significado de lo que eran -y que sustancialmente no dejan de ser- esa invitación y esa recíproca atracción. El eterno «femenino» («das ewig weibliche»), así como por lo demás, el eterno «masculino», incluso en el plano de la historicidad tiende a liberarse de la mera concupiscencia, y busca un puesto de afirmación en el nivel propio del mundo de las personas. De ello da testimonio aquella vergüenza originaria, de la que habla el Génesis 3. La dimensión de la intencionalidad de los pensamientos y de los corazones constituye uno de los filones principales de la cultura humana universal. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña confirman precisamente esta dimensión.

3. No obstante, estas palabras expresan claramente que el «deseo» forma parte de la realidad del corazón humano. Cuando afirmamos que el «deseo», con relación a la originaria atracción recíproca de la masculinidad y de la feminidad, representa una «reducción», pensamos en una «r educción intencional », como en una restricción que cierra el horizonte de la mente y del corazón. En efecto, una cosa es tener conciencia de que el valor del sexo forma parte de toda la riqueza de valores, con los que el ser femenino se presenta al varón, y otra cosa es «reducir» toda la riqueza personal de la feminidad a ese único valor, es decir, al sexo, como objeto idóneo para la satisfacción de la propia sexualidad. El mismo razonamiento se puede hacer con relación a lo que es la masculinidad para la mujer, aunque las palabras de Mateo (Mt 5, 27-28) se refieran directamente sólo a la otra relación. La «reducción» intencional, como se ve, es de naturaleza sobre todo axiológica. Por una parte, la eterna atracción del hombre hacia la feminidad (cf. Gn 2, 23) libera en él -o quizá debería liberar- una gama de deseos espirituales carnales de naturaleza sobre todo personal y «de comunión» (cf. el análisis del «principio»), a los que corresponde una proporcional jerarquía de valores. Por otra parte, el «deseo» limita esta gama, ofuscando la jerarquía de los valores que marca la atracción perenne de la masculinidad y de la feminidad.

4. El deseo ciertamente hace que en el interior, esto es, en el «corazón», en el horizonte interior del hombre y de la mujer, se ofusque el significado dcl cuerpo, propio de la persona. La feminidad deja de ser así para la masculinidad sobre todo sujeto; deja de ser un lenguaje específico del espíritu; pierde el carácter de signo. Deja, diría, de llevar en sí el estupendo significado esponsalicio del cuerpo. Deja de estar situado en el contexto de la conciencia y de la experiencia de este significado. El «deseo» que nace de la misma concupiscencia de la carne, desde el primer momento de la existencia en el interior del hombre -de la existencia en su «corazón»- pasa en cierto sentido junto a este contexto (se podría decir, con una imagen, que pasa sobre las ruinas del significado esponsalicio del cuerpo y de todos sus componentes subjetivos), y en virtud de la propia intencionalidad axiológica tiende directamente a un fin exclusivo: a satisfacer solamente la necesidad sexual del cuerpo, como objeto propio.

5. Esta reducción intencional y axiológica puede verificarse, según las palabras de Cristo (cf. Mt 5, 27-28), ya en el ámbito de la «mirada» (del «mirar») o más bien, en el ámbito de un acto puramente interior expresado por la mirada. La mirada (o mas bien, el «mirar»), en sí misma, es un acto cognoscitivo. Cuando en la estructura interior entra la concupiscencia, la mirada asume un carácter de «conocimiento deseoso». La expresión bíblica «mira para desear» puede indicar tanto un acto cognoscitivo, del que «se sirve» el hombre deseando (es decir, confiriéndole el carácter propio del deseo que tiende hacia un objeto), como un acto cognoscitivo que suscita el deseo en el otro sujeto y sobre todo en su voluntad y en su «corazón». Como se ve, es posible atribuir una interpretación intencional a un acto interior, teniendo presente el uno y el otro polo de la psicología del hombre; el conocimiento o el deseo entendido como appetitus. (El appetitus es algo más amplio que el «deseo», porque indica todo lo que se manifiesta en el sujeto como «aspiración», y como tal, se orienta siempre hacia un fin, esto es, hacia un objeto conocido bajo el aspecto del valor). Sin embargo, una interpretación adecuada de las palabras de Mateo (Mt 5, 27-28) exige que -a través de la intencionalidad propia del conocimiento o del «appetitus» percibamos algo más, es decir, la intencionalidad de la existencia misma del hombre en relación con el otro hombre; en nuestro caso: del hombre en relación con la mujer y de la mujer en relación con el hombre.

Nos convendrá volver sobre este tema. Al finalizar la reflexión de hoy, es necesario añadir aún que en ese «deseo», en el «mirar para desear», del que trata el sermón de la montaña, la mujer, para el hombre que «mira» así, deja de existir como sujeto de la eterna atracción y comienza a ser solamente objeto de concupiscencia carnal. A esto va unido el profundo alejamiento interno del significado esponsalicio del cuerpo, del que hemos hablado ya en la reflexión precedente.