1. El signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se constituye cada vez según esa dimensión que le es propia desde el «principio», y al mismo tiempo se constituye sobre el fundamento del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, como la expresión única e irrepetible de la alianza entre «este» hombre y «esta» mujer, que son ministros del matrimonio como sacramento de su vocación y de su vida. Al decir que el signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se constituye sobre la base del «lenguaje del cuerpo», nos servimos de la analogía (analogía attibutionis), que hemos tratado de esclarecer ya anteriormente. Es obvio que el cuerpo, como tal, no «habla», sino que habla el hombre, releyendo lo que exige ser expresado precisamente, basándose en el «cuerpo», en la masculinidad o femineidad del sujeto personal, más aún, basándose en lo que el hombre puede expresar únicamente por medio del cuerpo.
En este sentido, el hombre -varón o mujer- no sólo habla con el lenguaje del cuerpo, sino que en cierto sentido permite al cuerpo hablar «por él» y «de parte de él»: diría en su nombre y con su autoridad personal. De este modo, también el concepto de «profetismo del cuerpo», parece tener fundamento: el «profeta», efectivamente, es aquel que habla «por» y «de parte de»: en nombre y con la autoridad de una persona.
2. Los nuevos esposos son conscientes de esto cuando, al contraer matrimonio, realizan su signo visible. En la perspectiva de la vida en común y de la vocación conyugal, ese signo inicial, signo originario del matrimonio como sacramento de la Iglesia, será colmado continuamente por el «profetismo del cuerpo». Los cuerpos de los esposos hablarán «por» y «de parte de» cada uno de ellos, hablarán en el nombre y con la autoridad de la persona, de cada una de las personas, entablando el diálogo conyugal, propio de su vocación y basado en el lenguaje del cuerpo, releído a su tiempo oportuna y continuamente, ¡y es necesario que sea releído en la verdad! Los cónyuges están llamados a construir su vida y su convivencia como «comunión de las personas» sobre la base de ese lenguaje. Puesto que al lenguaje corresponde un conjunto de significados, los esposos -a través de su conducta y comportamiento, a través de sus acciones y expresiones («expresiones de ternura»: cf. Gaudium et spes, 49)- están llamados a convertirse en los autores de estos significados del «lenguaje del cuerpo», por el cual, en consecuencia, se construyen y profundizan continuamente el amor, la fidelidad, la honestidad conyugal y esa unión que permanece indisoluble hasta la muerte.
3. El signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se forma cabalmente por esos significados, de los que son autores los esposos. Todos estos significados dan comienzo y, en cierto sentido, quedan «programados» de modo sintético en el consentimiento matrimonial, a fin de construir luego -de modo más analítico, día tras días- el mismo signo, identificándose con él en la dimensión de toda la vida. Hay un vínculo orgánico entre el releer en la verdad el significado integral del «lenguaje del cuerpo» y el consiguiente empleo de ese lenguaje en la vida conyugal. En este último ámbito el ser humano -varón y mujer- es el autor de los significados del «lenguaje del cuerpo». Esto implica que tal lenguaje, del que él es autor, corresponda a la verdad que ha sido releída. Basándonos en la tradición bíblica, hablamos aquí del «profetismo del cuerpo». Si el ser humano -varón y mujer- en el matrimonio (e indirectamente también en todos los sectores de la convivencia mutua) confiere a su comportamiento un significado conforme a la verdad fundamental del lenguaje del cuerpo, entonces también él mismo «está en la verdad». En el caso contrario, comete mentira y falsifica el lenguaje del cuerpo.
4. Si nos situamos en la línea de perspectiva del consentimiento matrimonial que - como ya hemos dicho- ofrece a los esposos una participación especial en la misión profética de la Iglesia, transmitida por Cristo mismo, podemos servirnos, a este propósito, también de la distinción bíblica entre profetas «verdaderos» y profetas «falsos». A través del matrimonio como sacramento de la Iglesia, el hombre y la mujer están llamados de modo explícito a dar -sirviéndose correctamente del «lenguaje del cuerpo»- el testimonio del amor nupcial y procreador, testimonio digno de «verdaderos profetas». En esto consiste el significado justo y la grandeza del consentimiento matrimonial en el sacramento de la Iglesia.
5. La problemática del signo sacramental del matrimonio tiene carácter profundamente antropológico. La formamos basándonos en la antropología teológica y en particular sobre lo que, desde el comienzo de las presentes consideraciones precedentes, que se refieren al análisis de las palabras-clave de Cristo (decimos «palabras-clave» porque nos abren -como la llave- cada una de las dimensiones de la antropología teológica, especialmente de la teología del cuerpo). Al formar sobre esta base el análisis del signo sacramental del matrimonio, del cual -incluso después del pecado original- siempre son partícipes el hombre y la mujer, como «hombre histórico», debemos recordar constantemente el hecho de que el hombre «histórico», varón y mujer, es, al mismo tiempo, el «hombre de la concupiscencia»; como tal, cada hombre y cada mujer entran en la historia de la salvación y están implicados en ella mediante el sacramento, que es signo visible de la alianza y de la gracia.
Por lo cual, en el contexto de las presentes reflexiones sobre la estructura sacramental del signo del matrimonio, debemos tener en cuenta no sólo lo que Cristo dijo sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, haciendo referencia al «principio», sino también (y todavía más) lo que expresó en el sermón de la montaña, cuando apeló al «corazón humano».
6. Y ahora, otra idea. La primera lectura sacada del libro de Nehemías nos recuerda la veneración con que el Pueblo de Diosescuchaba las palabras de la Sagrada Escritura, mientras las leía el sacerdote Esdras el día «consagrado a Dios»: «Esdras abrió el libro a vista del pueblo… y cuando lo abrió el pueblo entero se puso en pie. Esdras pronunció la bendición del Señor Dios grande y el pueblo entero alzando las manos respondió 'Amén, amén'» (Neh 8, 5-6).
El Evangelio de San Lucas nos habla del episodio en que Jesús en la sinagoga de Nazaret, al principio de su actividad mesiánica, lee un pasaje del Profeta Isaías que precisamente se refería a Él. Sea esto para nosotros una indicación de cómo debemos leer la Palabra divina, con qué predisposición debemos escucharla y cómo la hemos de aplicar a nosotros mismos: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida» (cf. Jn 6, 23).
Si las recibimos con el corazón dispuestos a que lleguen a ser vida de nuestras almas, se cumplirá en nosotros lo que expresa con tanto entusiasmo el Salmo de la liturgia de hoy: «La ley del Señor es perfecta / y es descanso del alma; / el precepto del Señor es fiel / e instruye al ignorante. / Los mandatos del Señor son rectos / y alegran el corazón; / la norma del Señor es límpida / y da luz a los ojos» (Sal 19, 8-9). Así sea, amados hermanos y hermanas, en cada uno de nosotros. La escucha de la Palabra de Dios nos alegre el corazón y guíe nuestra conducta en el año del Señor 1983 y durante toda nuestra vida. Amén.