1. ¿Cuál es la esencia de la doctrina de la Iglesia acerca de la transmisión de la vida en la comunidad conyugal, de esa doctrina que nos ha recordado la Constitución pastoral del Concilio «Gaudium et spes» y la Encíclica «Humanæ vitæ» del Papa Pablo VI?
El problema está en mantener la relación adecuada entre lo que se define «dominio… de las fuerzas de la naturaleza» (Humanæ vitæ, 2) y el «dominio de sí» (Humanæ vitæ, 21), indispensable a la persona humana. El hombre contemporáneo manifiesta la tendencia a transferir los métodos propios del primer ámbito a los de segundo. «El hombre ha llevado a cabo progresos estupendos en el dominio y en la organización racional de las fuerzas de la naturaleza -leemos en la Encíclica-, de modo que tiende a extender ese dominio a su mismo ser global: al cuerpo, a la vida psíquica, a la vida social y hasta las leyes que regulan la transmisión de la vida» (Humanæ vitæ, 2).
Esta extensión de la esfera de los medios de «dominio… de las fuerzas de la naturaleza» amenaza a la persona humana, para la cual el método del «dominio de sí» es y sigue siendo específico. Efectivamente, el dominio de sí corresponde a la constitución fundamental de la persona: es precisamente un método «natural». En cambio, la transferencia de los «medios artificiales» rompe la dimensión constitutiva de la persona, priva al hombre de la subjetividad que le es propia y hace de él un objeto de manipulación.
2. El cuerpo humano no es sólo el campo de reacciones de carácter sexual, sino que es, al mismo tiempo, el medio de expresión del hombre integral, de la persona, que se revela a sí misma a través del «lenguaje del cuerpo». Este «lenguaje» tiene un importante significado interpersonal, especialmente cuando se trata de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer. Además, nuestros análisis precedentes muestran que en este caso el «lenguaje del cuerpo» debe expresar, a un nivel determinado, la verdad del sacramento. Efectivamente, al participar del eterno plan de amor («Sacramentum absconditum in Deo»), el «lenguaje del cuerpo» se convierte en un «profetismo del cuerpo».
Se puede decir que la Encíclica «Humanæ vitæ» lleva a las últimas consecuencias, no sólo lógicas y morales, sino también prácticas y pastorales, esta verdad sobre el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad .
3. La unidad de los dos aspectos del problema -de la dimensión sacramental (o sea, teológica) y de la personalística- corresponde a la global «revelación del cuerpo». De aquí se deriva también la conexión de la visión estrictamente teológica con la ética, que nace de la «ley natural».
En efecto, el sujeto de la ley natural es el hombre no sólo en el aspecto «natural» de su existencia, sino también en la verdad integral de su subjetividad personal. El señor manifiesta, en la Revelación, como hombre y mujer, en su plena vocación temporal y escatológica. Es llamado por Dios para ser testigo e intérprete del eterno designio del amor, convirtiéndose en ministro del sacramento que, «desde el principio», se constituye en el signo de la «unión de la carne».
4. Como ministros de un sacramento que se realiza por medio del consentimiento y se perfecciona por la unión conyugal, el hombre y la mujer están llamados a expresar ese misterioso «lenguaje» de sus cuerpos en toda la verdad que les es propia. Por medio de los gestos y de las reacciones, por medio de todo el dinamismo, recíprocamente condicionado, de la tensión y del gozo -cuya fuente directa es el cuerpo en su masculinidad y feminidad, el cuerpo en su acción e interacción- a través de todo esto «habla» el hombre, la persona.
El hombre y la mujer con el «lenguaje del cuerpo» desarrollan ese diálogo que -según el Génesis (Gn 2, 24-25)- comenzó el día de la creación. Y precisamente a nivel de este «lenguaje del cuerpo» -que es algo más que la sola reactividad sexual y que, como auténtico lenguaje de las personas, está sometido a las exigencias de la verdad, es decir a normas morales objetivas-, el hombre y la mujer se expresan recíprocamente a sí mismos del modo más pleno y más profundo, en cuanto les es posible por la misma dimensión somática de la masculinidad y femineidad: el hombre y la mujer se expresan a sí mismos en la medida de toda la verdad de su persona.
El hombre es persona precisamente porque es dueño de sí y se domina a sí mismo. Efectivamente, en cuanto que es dueño de sí mismo puede «donarse» al otro. Y ésta es una dimensión -dimensión de la libertad del don que se convierte en esencial y decisiva para ese «lenguaje del cuerpo», en el que el hombre y la mujer se expresan recíprocamente en la unión conyugal. Dado que esta comunión es comunión de personas, el «lenguaje del cuerpo» debe juzgarse según el criterio de la verdad. Precisamente la Encíclica «Humanæ vitæ» presenta este criterio, como confirman los pasajes antes citados.
5. Según el criterio de esta verdad, que debe expresarse con el «lenguaje del cuerpo», el acto conyugal «significa» no sólo el amor, sino también la fecundidad potencial, y por esto no puede ser privado de su pleno y adecuado significado mediante intervenciones artificiales. En el acto conyugal no es lícito separar artificialmente el significado unitivo del significado procreador, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza justamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través de otro. Así enseña la Encíclica (cf. Humanæ vitæ, 12). Por lo tanto en este caso el acto conyugal, privado de su verdad interior, al ser privado artificialmente de su capacidad procreadora, deja también de ser acto de amor.
6. Puede decirse que en el caso de una separación artificial de estos dos significados, en el acto conyugal se realiza una real unión corpórea, pero no corresponde a la verdad interior ni a la dignidad de la comunión personal: communio personarum. Efectivamente esta comunión exige que el «lenguaje del cuerpo» se exprese recíprocamente en la verdad integral de su significado. Si falta esta verdad, no se puede hablar ni de la verdad el dominio de sí, ni de la verdad del don recíproco y de la recíproca aceptación de sí por parte de la persona. Esta violación del orden interior de la comunión conyugal, que hunde sus raíces en el orden mismo de la persona, constituye el mal esencial del acto anticonceptivo.
Tal interpretación de la doctrina moral, expuesta en la Encíclica «Humanæ vitæ», se sitúa sobre el amplio trasfondo de las reflexiones relacionadas con la teología del cuerpo. Resultan especialmente válidas para esta interpretación las reflexiones sobre el «signo» en conexión con el matrimonio, entendido como sacramento. Y la esencia de la violación que perturba el orden interior del acto conyugal no puede entenderse de modo teológicamente adecuado, sin las reflexiones sobre el tema de la «concupiscencia de la carne».