Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 3 de enero de 2001
1. "Alegrémonos todos en el Señor, exultemos con santa alegría: nuestro Salvador ha nacido en el mundo, aleluya". Con estas palabras la liturgia nos invita hoy a permanecer inmersos en la "santa alegría" de la Navidad. Al inicio de un nuevo año, esta exhortación nos impulsa a vivirlo plenamente a la luz de Cristo, cuya salvación ha aparecido en el mundo para todos los hombres.
En efecto, el tiempo navideño vuelve a proponer a la atención de los cristianos el misterio de Jesús y su obra de salvación. Ante el belén la Iglesia adora el augusto misterio de la Encarnación: el Niño que María tiene entre sus brazos es el Verbo eterno que se insertó en el tiempo y asumió la naturaleza humana herida por el pecado, para incorporarla a sí mismo y redimirla. Toda realidad humana, toda vicisitud temporal asume así resonancias eternas: en la persona del Verbo encarnado la creación queda maravillosamente sublimada.
San Agustín escribe: "Dios se hizo hombre para que el hombre llegara a ser Dios". Entre el cielo y la tierra se estableció definitivamente un puente. En el hombre-Dios la humanidad vuelve a encontrar el camino del cielo. El Hijo de María es Mediador universal, Sumo Pontífice. Cada uno de los actos de este Niño es un misterio destinado a revelar la abismal benevolencia de Dios.
2. En la cueva de Belén se manifiesta con desarmante sencillez el amor infinito que Dios tiene a todo ser humano. Contemplamos en el belén al Dios hecho hombre por nosotros.
San Francisco de Asís tuvo la idea de volver a proponer este mensaje a través de un belén vivo en Greccio, el 25 de diciembre del año 1223. Su biógrafo Tommaso da Celano narra que rebosaba de alegría porque en aquella conmovedora escena resplandecía la sencillez evangélica, se alababa la pobreza y se recomendaba la humildad. El biógrafo termina observando que "después de aquella vigilia solemne, cada uno volvió a su casa lleno de inefable alegría" (cf. Vida primera, cap. XXX, 86, 479).
La intuición de san Francisco es sorprendente: el belén no sólo es un nuevo Belén, pues vuelve a evocar el acontecimiento histórico y actualizar su mensaje, sino que también es una ocasión de consuelo y alegría: es el día de la alegría, el tiempo del júbilo. Afirma también Tommaso da Celano que aquella noche de Navidad era clara como el mediodía y dulce a los hombres y a los animales (cf. ib 85, 469).
3. En el belén se celebra la alianza entre Dios y el hombre, entre la tierra y el cielo. Belén, lugar de la alegría, se convierte también en escuela de bondad, porque allí se manifiestan la misericordia y el amor que siente Dios por sus hijos. Allí se testimonia visiblemente la fraternidad que debe unir a cuantos en la fe son hermanos, por ser hijos del único Padre celestial. En este espacio de comunión, Belén resplandece como la casa donde todos pueden hallar alimento -etimológicamente el nombre significa casa del pan- y, en cierto modo, se anuncia ya el misterio pascual de la Eucaristía.
En Belén, casi como en un altar simbólico, se celebra ya la Vida que no muere, y a los hombres de todos los tiempos, de algún modo, se les da a gustar anticipadamente el alimento de la inmortalidad, que es "pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos" (Secuencia del Corpus Christi). Sólo el Redentor, nacido en Belén, puede colmar las expectativas más profundas del corazón humano y aliviar los sufrimientos y las heridas.
4. En la cueva de Belén contemplamos a María, que dio a luz al Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. La Virgen, "mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios "esperando contra toda esperanza" (Rm 4, 18)" (Tertio Millennio Adveniente, 48), resplandece como modelo para cuantos creen de todo corazón en las promesas de Dios.
Juntamente con ella y con san José permanecemos en adoración ante la cuna de Belén, mientras se eleva hacia el cielo nuestra invocación suplicante: "Haz que resplandezca tu rostro y sálvanos, Señor".
Confortados con el don del nacimiento del Salvador, intensifiquemos nuestro compromiso en estos últimos días del Año santo. Abramos el corazón a Cristo, único y universal camino que lleva a Dios. Así podremos proseguir en el año nuevo con firme confianza. Que nos sostenga en este camino la poderosa intercesión de María, Virgen fiel, testigo silenciosa del misterio de Belén.
(L'Osservatore Romano - 26 de noviembre de 2000)