Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 5 de septiembre de 2001

El Señor, rey del universo

1. "El Señor, el Altísimo, es rey grande sobre toda la tierra". Esta aclamación inicial se repite, con diversos matices, a lo largo del salmo 46, que acabamos de escuchar. Se trata de un himno a Dios, Señor del universo y de la historia: "Dios es el rey del mundo (...). Dios reina sobre las naciones" (vv. 8-9).

Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes que recoge el Salterio (cf. Sal 92; 95-98), supone un clima de celebración litúrgica. Por eso, nos encontramos en el corazón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo desde el templo, el lugar en donde el Dios infinito y eterno se revela y se encuentra con su pueblo.

2. Seguiremos este canto de alabanza gozosa en sus momentos fundamentales, como dos olas que avanzan hacia la playa del mar. Difieren en el modo de considerar la relación entre Israel y las naciones. En la primera parte del salmo la relación es de dominación: Dios "nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones" (v. 4); por el contrario, en la segunda parte la relación es de asociación: "los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Así pues, se nota un gran progreso.

En la primera parte (cf. vv. 2-6) se dice: "Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo" (v. 2). El centro de este aplauso jubiloso es la figura grandiosa del Señor supremo, al que se atribuyen tres títulos gloriosos: "altísimo, grande y terrible" (v. 3), que exaltan la trascendencia divina, el primado absoluto en el ser y la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18).

3. Dentro del señorío universal de Dios sobre todos los pueblos de la tierra (cf. v. 4), el orante destaca su presencia particular en Israel, el pueblo de la elección divina, "el predilecto", la herencia más valiosa y apreciada por el Señor (cf. v. 5). Por consiguiente, Israel se siente objeto de un amor particular de Dios, que se ha manifestado con la victoria obtenida sobre las naciones hostiles. Durante la batalla, la presencia del Arca de la alianza entre las tropas de Israel les garantizaba la ayuda de Dios; después de la victoria, el Arca subía al monte Sión (cf. Sal 68, 19) y todos proclamaban: "Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas" (Sal 46, 6).

4. El segundo momento del salmo (cf. vv. 7-10) está abierto a otra ola de alabanza y de canto jubiloso: "Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro rey, tocad; (...) tocad con maestría" (vv. 7-8). También aquí se alaba al Señor sentado en el trono en la plenitud de su realeza (cf. v. 9). Este trono se define "sagrado", porque es inaccesible para el hombre limitado y pecador. Pero también es trono celestial el Arca de la alianza presente en la zona más sagrada del templo de Sión. De ese modo el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se hace cercano a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1R 8, 27. 30).

5. El salmo concluye con una nota sorprendente por su apertura universalista: "Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Se remonta a Abraham, el patriarca que no sólo está en el origen de Israel, sino también de otras naciones. Al pueblo elegido que desciende de él se le ha encomendado la misión de hacer que todas las naciones y todas las culturas converjan en el Señor, porque él es Dios de la humanidad entera. Proviniendo de oriente y occidente se reunirán entonces en Sión para encontrarse con este rey de paz y amor, de unidad y fraternidad (cf. Mt 8, 11). Como esperaba el profeta Isaías, los pueblos hostiles entre sí serán invitados a arrojar a tierra las armas y a convivir bajo el único señorío divino, bajo un gobierno regido por la justicia y la paz (cf. Is 2, 2-5). Los ojos de todos contemplarán la nueva Jerusalén, a la que el Señor "asciende" para revelarse en la gloria de su divinidad. Será "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas (...). Todos gritaban a gran voz: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero"" (Ap 7, 9-10).

6. La carta a los Efesios ve la realización de esta profecía en el misterio de Cristo redentor cuando afirma, dirigiéndose a los cristianos que no provenían del judaísmo: "Recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, (...) estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad" (Ef 2, 11-14).

Así pues, en Cristo la realeza de Dios, cantada por nuestro salmo, se ha realizado en la tierra con respecto a todos los pueblos. Una homilía anónima del siglo VIII comenta así este misterio: "Hasta la venida del Mesías, esperanza de las naciones, los pueblos gentiles no adoraron a Dios y no conocieron quién era. Y hasta que el Mesías los rescató, Dios no reinó en las naciones por medio de su obediencia y de su culto. En cambio, ahora Dios, con su Palabra y su Espíritu, reina sobre ellas, porque las ha salvado del engaño y se ha ganado su amistad" (Palestino anónimo, Homilía árabe cristiana del siglo VIII, Roma 1994, p. 100).

(L'Osservatore Romano - 7 de septiembre de 2001)