Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 20 de marzo de 2002

La alegría y la esperanza de los humildes está en Dios

1. Una voz de mujer nos guía hoy en la oración de alabanza al Señor de la vida. En efecto, en el relato del primer libro de Samuel, es Ana la persona que entona el himno que acabamos de proclamar, después de ofrecer al Señor su niño, el pequeño Samuel. Este será profeta en Israel y marcará con su acción el paso del pueblo hebreo a una nueva forma de gobierno, la monárquica, que tendrá como protagonistas al desventurado rey Saúl y al glorioso rey David. La vida de Ana era una historia de sufrimientos porque, como nos dice el relato, el Señor le había "hecho estéril el seno" (1S 1, 5).

En el antiguo Israel la mujer estéril era considerada como una rama seca, una presencia muerta, entre otras cosas porque impedía al marido tener una continuidad en el recuerdo de las generaciones sucesivas, un dato importante en una visión aún incierta y nebulosa del más allá.

2. Ana, sin embargo, había puesto su confianza en el Dios de la vida y había orado así: "Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré al Señor por todos los días de su vida" (1S 1, 11). Y Dios escuchó la plegaria de esta mujer humillada, precisamente dándole a Samuel: del tronco seco brotó un vástago vivo (cf. Is 11, 1); lo que resultaba imposible a los ojos humanos, era una realidad palpitante en aquel niño que se debía consagrar al Señor.

El canto de acción de gracias que eleva a Dios esta madre será recogido y refundido por otra madre, María, la cual, permaneciendo virgen, engendrará por obra del Espíritu de Dios. En efecto, en el Magníficat de la madre de Jesús se trasluce en filigrana el cántico de Ana que, precisamente por esto, suele definirse "el Magníficat del Antiguo Testamento".

3. En realidad, los estudiosos observan que el autor sagrado puso en labios de Ana una especie de salmo regio, tejido de citas o alusiones a otros salmos.

Resalta en primer plano la imagen del rey hebreo atacado por adversarios más poderosos, pero que al final es salvado y triunfa porque a su lado el Señor rompe los arcos de los valientes (cf. 1S 2, 4). Es significativo el final del canto, cuando, en una solemne epifanía, entra Dios en escena: "El Señor desbarata a sus contrarios, el Altísimo truena desde el cielo, el Señor juzga hasta el confín de la tierra. Él da fuerza a su rey, exalta el poder de su Ungido" (v. 10). En hebreo, la última palabra es precisamente "mesías", es decir, "consagrado", que permite transformar esta plegaria regia en canto de esperanza mesiánica.

4. Quiero subrayar dos temas en este himno de acción de gracias que expresa los sentimientos de Ana. El primero dominará también en el Magníficat de María y es el cambio radical de la situación realizado por Dios. Los poderosos son humillados, los débiles "se ciñen de valor"; los hartos se contratan por el pan, y los hambrientos engordan en un banquete suntuoso; el pobre es levantado del polvo y recibe "un trono de gloria" (cf. vv. 4. 8).

Es fácil percibir en esta antigua plegaria el hilo conductor de las siete acciones que María ve realizadas en la historia de Dios Salvador: "Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios (...), derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo" (Lc 1, 51-54).

Es una profesión de fe pronunciada por estas dos madres con respecto al Señor de la historia, que defiende a los últimos, a los miserables e infelices, a los ofendidos y humillados.

5. El otro tema que quiero poner de relieve se relaciona aún más con la figura de Ana: "la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía" (1S 2, 5). Dios, que cambia radicalmente la situación de las personas, es también el señor de la vida y de la muerte. El seno estéril de Ana era como una tumba; a pesar de ello, Dios pudo hacer que en él brotara la vida, porque "él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12, 10). En esta línea, se canta inmediatamente después: "El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta" (1S 2, 6).

La esperanza ya no atañe sólo a la vida del niño que nace, sino también a la que Dios puede hacer brotar después de la muerte. Así se abre un horizonte casi "pascual" de resurrección. Isaías cantará: "Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío y la tierra echará de su seno las sombras" (Is 26, 19).

(L'Osservatore Romano - 22 de marzo de 2002)