Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 4 de septiembre de 2002
1. La liturgia diaria de Laudes, además de los salmos, propone siempre un cántico tomado del Antiguo Testamento. En efecto, ya se sabe que, junto al Salterio, auténtico libro de la oración de Israel y, luego, de la Iglesia, existe otra especie de "Salterio" esparcido por las diversas páginas históricas, proféticas y sapienciales de la Biblia. También está constituido por himnos, súplicas, alabanzas e invocaciones, a menudo de gran belleza e intensidad espiritual.
En nuestra peregrinación ideal a lo largo de las oraciones de la Liturgia de Laudes, ya hemos encontrado muchos de estos cánticos que se hallan esparcidos por las páginas bíblicas. Ahora reflexionamos sobre uno realmente admirable, obra de uno de los más grandes profetas de Israel, Isaías, que vivió en el siglo VIII antes de Cristo. Es testigo de tiempos difíciles para el reino de Judá, pero también cantor de la esperanza mesiánica con un lenguaje poético elevadísimo.
2. Es el caso del cántico que acabamos de escuchar y que se halla situado casi al inicio de su libro, en los primeros versículos del capítulo 2, precedidos por una nota redaccional posterior, que reza así: "Visión de Isaías, hijo de Amós, tocante a Judá y Jerusalén" (Is 2, 1). Así pues, el himno está concebido como una visión profética, que describe una meta hacia la cual tiende, en la esperanza, la historia de Israel. No es casual que las primeras palabras sean: "Al final de los días" (v. 2), es decir, en la plenitud de los tiempos. Por eso, es una invitación a no quedarse en el presente, tan miserable, sino a saber intuir bajo la superficie de los acontecimientos diarios la presencia misteriosa de la acción divina, que conduce la historia hacia un horizonte muy diverso de luz y de paz.
Esta "visión", de sabor mesiánico, volverá a presentarse en el capítulo 60 del mismo libro, en un escenario más amplio, signo de una ulterior meditación de las palabras esenciales e incisivas del profeta, precisamente las del cántico que acabamos de proclamar. El profeta Miqueas (cf. Mi 4, 1-3) recogerá el mismo himno, aunque con un final (cf. Mi 4, 4-5) diverso del que tiene el oráculo de Isaías (cf. Is 2, 5).
3. En el centro de la "visión" de Isaías se eleva el monte Sión, que dominará idealmente todos los demás montes, pues está habitado por Dios y, por consiguiente, es lugar de contacto con el cielo (cf. 1R 8, 22-53). De él, según el oráculo de Isaías 60, 1-6, saldrá una luz que rasgará y disipará las tinieblas, y hacia él se dirigirán procesiones de pueblos desde todos los rincones de la tierra.
Este poder de atracción de Sión se funda en dos realidades que brotan del monte santo de Jerusalén: la ley y la palabra del Señor. Realmente constituyen una sola realidad, que es fuente de vida, de luz y de paz, expresión del misterio del Señor y de su voluntad. Cuando las naciones llegan a la cima de Sión, donde se eleva el templo de Dios, sucede el milagro que desde siempre espera la humanidad y hacia el que suspira. Los pueblos renuncian a las armas, que son recogidas para forjar con ellas instrumentos pacíficos de trabajo: las espadas se transforman en arados, las lanzas en podaderas. Así surge un horizonte de paz, de shalôm (cf. Is 60, 17), como se dice en hebreo, palabra muy usada en la teología mesiánica. Cae, finalmente para siempre, el telón sobre la guerra y sobre el odio.
4. El oráculo de Isaías concluye con un llamamiento, que va en la línea de la espiritualidad de los cantos de peregrinación a Jerusalén: "Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor" (Is 2, 5). Israel no debe ser un mero espectador de esta transformación histórica radical; no puede rechazar la invitación puesta al inicio en labios de los pueblos: "Venid, subamos al monte del Señor" (Is 2, 3).
También a los cristianos nos interpela este cántico de Isaías. Al comentarlo, los Padres de la Iglesia de los siglos IV y V (Basilio Magno, Juan Crisóstomo, Teodoreto de Ciro, Cirilo de Alejandría) lo veían realizado con la venida de Cristo. Por consiguiente, identificaban la Iglesia con el "monte de la casa del Señor... encumbrado sobre las montañas", del que salía la palabra del Señor y hacia el que confluirán los pueblos paganos, en la nueva era de paz inaugurada por el Evangelio.
5. Ya el mártir san Justino, en su Primera Apología, escrita aproximadamente el año 153, proclamaba la realización del versículo del cántico, que dice: "de Jerusalén saldrá la palabra del Señor" (cf. v. 3). Escribía: "De Jerusalén salieron doce hombres hacia todo el mundo. Eran ignorantes; no sabían hablar, pero gracias al poder de Dios revelaron a todo el género humano que habían sido enviados por Cristo para enseñar a todos la palabra de Dios. Y nosotros, que antes nos matábamos los unos a los otros, no sólo no luchamos ya contra los enemigos, sino que, para no mentir y no engañar a los que nos interrogan, de buen grado morimos confesando a Cristo" (Primera Apología, 39, 3: Gli apologeti greci, Roma 1986, p. 118).
Por eso, de modo particular, los cristianos aceptamos la invitación del profeta y tratamos de poner los cimientos de la civilización del amor y de la paz, en la que ya no habrá ni guerra "ni muerte ni llanto ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21, 4).
(L'Osservatore Romano - 6 de septiembre de 2002)