Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 14 de mayo de 2003
Oración de Azarías en el horno
1. El cántico que se acaba de proclamar pertenece al texto griego del libro de Daniel y se presenta como súplica elevada al Señor con fervor y sinceridad. Es la voz de Israel que está sufriendo la dura prueba del exilio y de la diáspora entre los pueblos. En efecto, quien entona el cántico es un judío, Azarías, insertado en el horizonte babilónico en tiempos del exilio de Israel, después de la destrucción de Jerusalén por obra del rey Nabucodonosor.
Azarías, con otros dos fieles judíos, está "en medio del fuego" (Dn 3, 25), como un mártir dispuesto a afrontar la muerte con tal de no traicionar su conciencia y su fe. Fue condenado a muerte por haberse negado a adorar la estatua imperial.
2. Este cántico considera la persecución como un castigo justo con el que Dios purifica al pueblo pecador: "Con verdad y justicia has provocado todo esto -confiesa Azarías- por nuestros pecados" (v. 28). Por tanto, se trata de una oración penitencial, que no desemboca en el desaliento o en el miedo, sino en la esperanza.
Ciertamente, el punto de partida es amargo, la desolación es grave, la prueba es dura, el juicio divino sobre el pecado es severo: "En este momento no tenemos príncipes ni profetas ni jefes; ni holocausto ni sacrificios ni ofrendas ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia" (v. 38). El templo de Sion ha sido destruido y parece que el Señor ya no habita en medio de su pueblo.
3. En la trágica situación del presente, la esperanza busca su raíz en el pasado, o sea, en las promesas hechas a los padres. Así, se remonta a Abraham, Isaac y Jacob (cf. v. 35), a los cuales Dios había asegurado bendición y fecundidad, tierra y grandeza, vida y paz. Dios es fiel y no dejará de cumplir sus promesas. Aunque la justicia exige que Israel sea castigado por sus culpas, permanece la certeza de que la misericordia y el perdón constituirán la última palabra. Ya el profeta Ezequiel refería estas palabras del Señor: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado (...) y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) Yo no me complazco en la muerte de nadie" (Ez 18, 23. 32). Ciertamente, Israel está en un tiempo de humillación: "Ahora somos los más pequeños de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados" (Dn 3, 37). Sin embargo, lo que espera no es la muerte, sino una nueva vida, después de la purificación.
4. El orante se acerca al Señor ofreciéndole el sacrificio más valioso y agradable: el "corazón contrito" y el "espíritu humillado" (v. 39; cf. Sal 50, 19). Es precisamente el centro de la existencia, el yo renovado por la prueba, lo que se ofrece a Dios, para que lo acoja como signo de conversión y consagración al bien.
Con esta disposición interior desaparece el miedo, se acaban la confusión y la vergüenza (cf. Dn 3, 40), y el espíritu se abre a la confianza en un futuro mejor, cuando se cumplan las promesas hechas a los padres.
La frase final de la súplica de Azarías, tal como nos la propone la liturgia, tiene una gran fuerza emotiva y una profunda intensidad espiritual: "Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro" (v. 41). Es un eco de otro salmo: "Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor" (Sal 26, 8).
Ha llegado el momento en que nuestros pasos ya no siguen los caminos perversos del mal, los senderos tortuosos y las sendas torcidas (cf. Pr 2, 15). Ahora ya seguimos al Señor, impulsados por el deseo de encontrar su rostro. Y su rostro no está airado, sino lleno de amor, como se ha revelado en el padre misericordioso con respecto al hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32).
5. Concluyamos nuestra reflexión sobre el cántico de Azarías con la oración compuesta por san Máximo el Confesor en su Discurso ascético (37-39), donde toma como punto de partida precisamente el texto del profeta Daniel.
"Por tu nombre, Señor, no nos abandones para siempre, no rompas tu alianza y no alejes de nosotros tu misericordia (cf. Dn 3, 34-35) por tu piedad, oh Padre nuestro que estás en los cielos, por la compasión de tu Hijo unigénito y por la misericordia de tu Santo Espíritu... No desoigas nuestra súplica, oh Señor, y no nos abandones para siempre. No confiamos en nuestras obras de justicia, sino en tu piedad, mediante la cual conservas nuestro linaje... No mires nuestra indignidad; antes bien, ten compasión de nosotros según tu gran piedad, y según la plenitud de tu misericordia borra nuestros pecados, para que sin condena nos presentemos ante tu santa gloria y seamos considerados dignos de la protección de tu Hijo unigénito".
San Máximo concluye: "Sí, oh Señor, Dios todopoderoso, escucha nuestra súplica, pues no reconocemos a ningún otro fuera de ti" (Umanità e divinità di Cristo, Roma 1979, pp. 51-52).
(L'Osservatore Romano - 16 de mayo de 2003)
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