Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 3 de septiembre de 2003
Alabanza al Dios creador
1. Se nos ha propuesto el cántico de un hombre fiel al Dios santo. Se trata del salmo 91, que, como sugiere el antiguo título de la composición, se usaba en la tradición judía "para el día del sábado" (v. 1). El himno comienza con una amplia invitación a celebrar y alabar al Señor con el canto y la música (cf. vv. 2-4). Es un filón de oración que parece no interrumpirse nunca, porque el amor divino debe ser exaltado por la mañana, al comenzar la jornada, pero también debe proclamarse durante el día y a lo largo de las horas de la noche (cf. v. 3). Precisamente la referencia a los instrumentos musicales, que el salmista hace en la invitación inicial, impulsó a san Agustín a esta meditación dentro de la Exposición sobre el salmo 91: "En efecto, ¿qué significa tañer con el salterio? El salterio es un instrumento musical de cuerda. Nuestro salterio son nuestras obras. Cualquiera que realice con sus manos obras buenas, alaba a Dios con el salterio. Cualquiera que confiese con la boca, canta a Dios. Canta con la boca y salmodia con las obras. (...) Pero, entonces, ¿quiénes son los que cantan? Los que obran el bien con alegría. Efectivamente, el canto es signo de alegría. ¿Qué dice el Apóstol? "Dios ama al que da con alegría" (2Co 9, 7). Hagas lo que hagas, hazlo con alegría. Si obras con alegría, haces el bien y lo haces bien. En cambio, si obras con tristeza, aunque por medio de ti se haga el bien, no eres tú quien lo hace: tienes en las manos el salterio, pero no cantas" (Esposizioni sui Salmi, III, Roma 1976, pp. 192-195).
2. Esas palabras de san Agustín nos ayudan a abordar el centro de nuestra reflexión, y afrontar el tema fundamental del salmo: el del bien y el mal. Uno y otro son evaluados por el Dios justo y santo, "el excelso por los siglos" (v. 9), el que es eterno e infinito, al que no escapa nada de lo que hace el hombre.
Así se confrontan, de modo reiterado, dos comportamientos opuestos. La conducta del fiel celebra las obras divinas, penetra en la profundidad de los pensamientos del Señor y, por este camino, su vida se llena de luz y alegría (cf. vv. 5-6). Al contrario, el malvado es descrito en su torpeza, incapaz de comprender el sentido oculto de las vicisitudes humanas. El éxito momentáneo lo hace arrogante, pero en realidad es íntimamente frágil y, después del éxito efímero, está destinado al fracaso y a la ruina (cf. vv. 7-8). El salmista, siguiendo un modelo de interpretación típico del Antiguo Testamento, el de la retribución, está convencido de que Dios recompensará a los justos ya en esta vida, dándoles una vejez feliz (cf. v. 15) y pronto castigará a los malvados.
En realidad, como afirmaba Job y enseñó Jesús, la historia no se puede interpretar de una forma tan uniforme. Por eso, la visión del salmista se transforma en una súplica al Dios justo y "excelso" (cf. v. 9) para que entre en la serie de los acontecimientos humanos a fin de juzgarlos, haciendo que resplandezca el bien.
3. El orante vuelve a presentar el contraste entre el justo y el malvado. Por una parte, están los "enemigos" del Señor, los "malvados", una vez más destinados a la dispersión y al fracaso (cf. v. 10). Por otra, aparecen en todo su esplendor los fieles, encarnados por el salmista, que se describe a sí mismo con imágenes pintorescas, tomadas de la simbología oriental. El justo tiene la fuerza irresistible de un búfalo y está dispuesto a afrontar cualquier adversidad; su frente gloriosa está ungida con el aceite de la protección divina, transformada casi en un escudo, que defiende al elegido proporcionándole seguridad (cf. v. 11). Desde la altura de su poder y seguridad, el orante ve cómo los malvados se precipitan en el abismo de su ruina (cf. v. 12).
Así pues, el salmo 91 rebosa felicidad, confianza y optimismo, dones que hemos de pedir a Dios, especialmente en nuestro tiempo, en el que se insinúa fácilmente la tentación de desconfianza e, incluso, de desesperación.
4. Nuestro himno, en la línea de la profunda serenidad que lo impregna, al final echa una mirada a los días de la vejez de los justos y los prevé también serenos. Incluso al llegar esos días, el espíritu del orante seguirá vivo, alegre y activo (cf. v. 15). Se siente como las palmeras y los cedros plantados en los patios del templo de Sión (cf. vv. 13-14).
El justo tiene sus raíces en Dios mismo, del que recibe la savia de la gracia divina. La vida del Señor lo alimenta y lo transforma haciéndolo florido y frondoso, es decir, capaz de dar a los demás y testimoniar su fe. En efecto, las últimas palabras del salmista, en esta descripción de una existencia justa y laboriosa, y de una vejez intensa y activa, están vinculadas al anuncio de la fidelidad perenne del Señor (cf. v. 16). Así pues, podríamos concluir con la proclamación del canto que se eleva al Dios glorioso en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis: un libro de terrible lucha entre el bien y el mal, pero también de esperanza en la victoria final de Cristo: "Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones! (...) Porque sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti, porque han quedado de manifiesto tus justos designios. (...) Justo eres tú, aquel que es y que era, el Santo, pues has hecho así justicia. (...) Sí, Señor, Dios todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos" (Ap 15, 3-4; 16, 5. 7).
(L'Osservatore Romano - 5 de septiembre de 2003)
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