Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 10 de noviembre de 2004
Dios, única esperanza del justo
1. Acaban de resonar las dulces palabras del salmo 61, un canto de confianza, que comienza con una especie de antífona, repetida a mitad del texto. Es como una jaculatoria serena y fuerte, una invocación que es también un programa de vida: "Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación; sólo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré" (vv. 2-3. 6-7).
2. Sin embargo, este salmo, en su desarrollo, contrapone dos clases de confianza. Son dos opciones fundamentales, una buena y una mala, que implican dos conductas morales diferentes. Ante todo, está la confianza en Dios, exaltada en la invocación inicial, donde entra en escena un símbolo de estabilidad y seguridad, como es la roca, "el alcázar", es decir, una fortaleza y un baluarte de protección.
El salmista reafirma: "De Dios viene mi salvación y mi gloria, él es mi roca firme; Dios es mi refugio" (v. 8). Lo asegura después de aludir a las tramas hostiles de sus enemigos, que tratan de "derribarlo de la altura" (cf. vv. 4-5).
3. Luego, el orante fija con insistencia su atención crítica en otra clase de confianza, fundada en la idolatría. Es una confianza que lleva a buscar la seguridad y la estabilidad en la violencia, en el robo y en la riqueza.
Por eso, hace una exhortación clara y nítida: "No confiéis en la opresión, no pongáis ilusiones en el robo; y aunque crezcan vuestras riquezas, no les deis el corazón" (v. 11).
Son tres los ídolos que aquí se citan y proscriben como contrarios a la dignidad del hombre y a la convivencia social.
4. El primer dios falso es la violencia, a la que por desgracia la humanidad sigue recurriendo también en nuestros días ensangrentados. Este ídolo va acompañado por un inmenso séquito de guerras, opresiones, prevaricaciones, torturas y crímenes execrables, cometidos sin el más mínimo signo de remordimiento.
El segundo dios falso es el robo, que se manifiesta mediante el chantaje, la injusticia social, la usura, la corrupción política y económica. Demasiada gente cultiva la falsa "ilusión" de que va a satisfacer de este modo su propia codicia.
Por último, la riqueza es el tercer ídolo, en el que el hombre "pone el corazón" con la engañosa esperanza de que podrá salvarse de la muerte (cf. Sal 48) y asegurarse un primado de prestigio y poder.
5. Sirviendo a esta tríada diabólica, el hombre olvida que los ídolos son inconsistentes, más aún, dañinos. Al confiar en las cosas y en sí mismo, se olvida de que es "un soplo.. una apariencia"; más aún, si se pesa en una báscula, resulta "más leve que un soplo" (Sal 62, 10; cf. Sal 38, 6-7).
Si fuéramos más conscientes de nuestra caducidad y del límite propio de las criaturas, no elegiríamos la senda de la confianza en los ídolos, ni organizaríamos nuestra vida de acuerdo con una escala de pseudo-valores frágiles e inconsistentes. Más bien, nos orientaríamos hacia la otra confianza, la que se funda en el Señor, fuente de eternidad y paz. En efecto, sólo él "tiene el poder"; sólo él es fuente de gracia; sólo él es artífice de justicia: "paga a cada uno según sus obras" (cf. Sal 62, 12-13).
6. El concilio Vaticano II aplicó a los sacerdotes la invitación del salmo 61 a "no poner el corazón en las riquezas" (v. 11). El decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros exhorta: "Los sacerdotes no deben de ninguna manera poner su corazón en las riquezas y han de evitar siempre toda codicia y abstenerse cuidadosamente de todo tipo de negocios" (Presbyterorum ordinis, 17).
Sin embargo, esta invitación a evitar la confianza perversa, y a elegir la que nos lleva a Dios, vale para todos y debe convertirse en nuestra estrella polar en la vida diaria, en las decisiones morales y en el estilo de vida.
7. Ciertamente, se trata de un camino arduo, que conlleva también pruebas para el justo y opciones valientes, pero siempre marcadas por la confianza en Dios (cf. Sal 61, 2). A esta luz, los Padres de la Iglesia vieron en el orante del salmo 61 la prefiguración de Cristo, y pusieron en sus labios la invocación inicial de adhesión y confianza total en Dios.
A este respecto, en su Comentario al salmo 61, san Ambrosio argumenta así: "Nuestro Señor Jesucristo, al tomar la carne del hombre para purificarla en su persona, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer inmediatamente sino borrar el influjo maléfico del antiguo pecado? Por la desobediencia, es decir, violando los mandamientos divinos, se había infiltrado el pecado. Por eso, ante todo tuvo que restablecer la obediencia, para apagar el foco del pecado... Él personalmente tomó sobre sí la obediencia, para transmitírnosla a nosotros" (Commento a dodici Salmi, 61, 4: SAEMO, VIII, Milán-Roma 1980, p. 283).
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