Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

63 - El Espiritu Santo y la unidad de la Iglesia
(5.XII.90)

1. Si el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, según la tradición cristiana fundada en la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles, como hemos visto en la catequesis precedente, debemos añadir de inmediato que San Pablo, al establecer su analogía de la Iglesia con el cuerpo humano, quiere subrayar que "en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (...) Y todos hemos recibido de un solo Espíritu (1Co 12, 13). Si la Iglesia es como un cuerpo, y el Espíritu Santo es como su alma, es decir, el principio de su vida divina; si el Espíritu, por otra parte, dio comienzo, el día de Pentecostés, a la Iglesia al venir sobre la primitiva comunidad de Jerusalén (cfr. Hch 1, 13), él ha de ser, desde aquel día. Y para todas las generaciones nuevas que se insertan en la Iglesia, el principio y la fuente de la unidad, como lo es el alma en el cuerpo humano.

2. Digamos enseguida que, según los textos del evangelio y de San Pablo, se trata de la unidad en la multiplicidad" Lo expresa claramente el Apóstol en la primera carta a los Corintios: "Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo" (1Co 12, 12). Puesta esta premisa de orden ontológico sobre la unidad al Corpus Christi, se explica la exhortación que hallamos en la carta a los Efesios: "Poned empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la pazo" (Ef 4, 3). Como se puede ver, no se trata de una unidad mecánica, y ni siquiera sólo orgánica (como la de todo ser viviente), sino de una unidad espiritual que exige un compromiso ético. En efecto, según San Pablo, la paz es fruto de la reconciliación mediante la cruz de Cristo, "pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2, 18). "Unos y otros": es una expresión que en este texto se refiere a los convertidos del judaísmo y del paganismo, cuya reconciliación con Dios, que de todos hace un solo pueblo, un solo cuerpo, en un solo Espíritu, el Apóstol sostiene y describe ampliamente (cfr. Ef 2, 11-18). Pero eso vale para todos los pueblos, las naciones, las culturas, de donde provienen los que creen en Cristo. De todos se puede repetir con San Pablo lo que se lee a continuación en el texto: "Así, pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros (convertidos del paganismo) estáis siendo juntamente edificados (con los demás, que proceden del judaísmo), hasta ser morada de Dios en el Espíritu" (Ef 2, 19-22).

3. "En quien toda edificación crece". Existe, por tanto, un dinamismo en la unidad de la Iglesia, que tiende a la participación cada vez más plena de la unidad trinitaria de Dios mismo. La unidad de comunión eclesial es una semejanza de la comunión trinitaria, cumbre de altura infinita, a la que se ha de mirar siempre. Es el saludo y el deseo que en la liturgia renovada tras el Concilio se dirige a los fieles al comienzo de la misa, con las mismas palabras de Pablo: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2Co 13, 13). Esas palabras encierran la verdad de la unidad en el Espíritu Santo como unidad de la Iglesia, que San Agustín comentaba así: "La comunión de la unidad de la Iglesia (...) es casi una obra propia del Espíritu Santo con la participación del Padre y del Hijo, pues el Espíritu mismo es en cierto modo la comunión del Padre y del Hijo (...). El Padre y el Hijo poseen en común el Espíritu Santo, porque es el Espíritu de ambos" (Sermo 71, 20. 33: PL 38, 463-464)4. Este concepto de la unidad trinitaria en el Espíritu Santo, como fuente de la unidad de la Iglesia en forma de "comunión", como repite con frecuencia el Concilio Vaticano II, es un elemento esencial en la eclesiología. Citemos aquí las palabras conclusivas del número 4 de la constitución Lumen gentium, dedicado al Espíritu santificador de la Iglesia, en donde se recoge un famoso texto de San Cipriano de Cartago (De Orat Dominica, 23: PL 4, 536): "Así la Iglesia universal se presenta como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Lumen gentium, 4; cfr. 9; Gaudium et spes, 24; Unitatis redintegratio, 2).

4. Es preciso destacar que la "comunión" eclesial se manifiesta en la prontitud y en la constancia de la permanencia en la unidad, según la recomendación de San Pablo que hemos escuchado, independientemente de la múltiple pluralidad y diferencia entre personas, grupos étnicos, naciones y culturas. El Espíritu Santo, fuente de esta unidad, enseña la reciproca comprensión e indulgencia (o al menos la tolerancia), mostrando a todos la riqueza espiritual de cada uno; enseña la mutua concesión de los respectivos dones espirituales, cuyo fin es unir a los hombres, y no dividirlos entre si. Como dice el Apóstol: "Un solo cuerpo, y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Ef 4, 4-5). En el plano espiritual y ético, pero con profundos reflejos en el psicológico y en el social, la fuerza que une es sobre todo el amor compartido y practicado según el mandamiento de Cristo: "Amaos los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 13, 34; Jn 15, 12). Según San Pablo, este amor es el don supremo del Espíritu Santo (cfr. 1Co 13, 13)6. Por desgracia, esta unidad del Espíritu Santo y en el Espíritu Santo, que es propia del Cuerpo de Cristo, es obstaculizada por el pecado. Así, ha sucedido que, al paso de los siglos, los cristianos han sufrido no pocas divisiones, algunas de ellas muy grandes y estabilizadas. Esas divisiones se explican -pero no se justifican- por la debilidad y las limitaciones propias de la naturaleza humana herida, como permanece y se manifiesta también en los miembros de la Iglesia y en sus mismos pastores. Pero, de igual forma, debemos proclamar nuestra convicción, fundada en una certeza de fe y en la experiencia de la historia, de que el Espíritu Santo trabaja incansablemente en la edificación de la unidad y de la comunión, a pesar de la debilidad humana. Es la convicción expresada por el Concilio Vaticano II en el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, cuando reconoce que "hoy, en muchas partes del mundo, por inspiración del Espíritu Santo, se hacen muchos esfuerzos con la oración, la palabra y la acción para llegar a aquella plenitud de unidad que Jesucristo quiere" (n. 4). Unum corpus, unus Spiritus. El tender sinceramente a esta unidad en el Cuerpo de Cristo deriva del Espíritu Santo y sólo por obra suya puede llevar a la plena realización del ideal de la unidad.

5. Pero en la Iglesia el Espíritu Santo, además de la unidad de los cristianos, realiza la apertura universal hacia toda la familia humana, y es fuente de la comunión universal. En el plano religioso, de esta fuente excelsa y profunda brota la actividad misionera de la Iglesia, desde los tiempos de los Apóstoles hasta nuestros días. La tradición de los Padres nos muestra que, ya desde los primeros siglos, la misión se llevó a cabo con atención y comprensión hacia aquellas "semillas del Verbo" (Semina Verbi) contenidas en las diversas culturas y religiones no cristianas, a las que el último Concilio ha dedicado un documento (Nostra aetate: Cfr. de manera especial el n. 2, en relación con los Padres antiguos, entre los que está San Justino, II Apologia 10. Cfr. también Ad gentes, 15; Gaudium et spes, 22). Y eso es así porque el Espíritu que "sopla donde quiere" (cfr. Jn 3, 8) es fuente de inspiración para todo lo que es verdadero, bueno y bello, según la magnífica afirmación de un autor desconocido de los tiempos del Papa Dámaso (366-384), que afirma "Toda verdad, sea quien sea el que la haya enunciado, viene del Espíritu Santo" (cfr. PL 191, 1651). Santo Tomás, a quien gusta repetir con frecuencia en sus obras ese hermoso texto, lo comenta así en la Suma:"Cualquier verdad, sea quien sea el que la haya enunciado, viene del Espíritu Santo que infunde la luz natural (de la inteligencia) y mueve a entender y a expresar la verdad". Además, el Espíritu -prosigue el Aquinate- interviene con el don de la gracia, añadido al de la naturaleza, cuando se trata de "conocer y expresar ciertas verdades, y especialmente las verdades de fe, a las que se refiere el Apóstol cuando afirma que "nadie puede decir "Jesús es Señor!"sino con el Espíritu Santo" (1Co 12, 3") (S. Th. III, q. 109, a. 1, ad 1). Discernir y hacer surgir en toda su riqueza verdades y valores presentes en el tejido de las culturas es una tarea fundamental de la acción misionera, alimentada en la Iglesia por el Espíritu de Verdad, que como Amor lleva al conocimiento más perfecto en la caridad.

6. Es el Espíritu Santo quien se derrama a sí mismo en la Iglesia como Amor, energía salvífica, que tiende a alcanzar a todos los hombres y a toda la creación. Esta energía de amor acaba venciendo las resistencias, aunque, como sabemos por la experiencia y por la historia, debe luchar continuamente contra el pecado y contra todo lo que en el ser humano es contrario al amor, es decir, el egoísmo, el odio, la emulación envidiosa y destructiva. Pero el Apóstol nos asegura que "el amor edifica" (1Co 8, 1). También dependerá del amor la construcción de la unidad siempre nueva.