Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

50. EL OBISPO DE ROMA SUCESOR DE PEDRO
(27.I.93)

1. La intención de Jesús de hacer de Simón Pedro la "piedra" de fundación de su Iglesia (cfr Mt 16, 18) tiene un valor que supera la vida terrena del Apóstol. En efecto, Jesús concibió y quiso que su Iglesia estuviese presente en todas las naciones y que actuase en el mundo hasta el último momento de la historia (cfr Mt 24, 14; Mt 28, 19; Mc 16, 15; Lc 24, 47; Hch 1, 8). Por eso, como quiso que los de más Apóstoles tuvieran sucesores que continuaran su obra de evangelización en las diversas partes del mundo, de la misma manera previó y quiso que Pedro tuviera sucesores, que continuaran su misma misión temporal y gozaran de los mismos poderes, comenzando por la misión y el poder de ser Piedra, o sea, principio visible de unidad en la fe, en la caridad, y en el ministerio de la evangelización, santificación y guía, confiado a la Iglesia.
Es lo que afirma el Concilio Vaticano I: "Lo que Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de las ovejas, instituyó en el bienaventurado apóstol Pedro para perpe tua salud y bien perenne de la Iglesia, menester es que dure perpetuamente por obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la consumación de los siglos" (Cons. Pastor aeternus, 2; DS 3056).
El mismo Concilio definió como verdad de fe que "es de institución de Cristo mismo, es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal" (ibid.; DS 3058). Se trata de un elemento esencial de la estructura orgánica y jerárquica de la Iglesia, que el hombre no puede cambiar. A lo largo de la existencia de la Iglesia, habrá, por voluntad de Cristo, sucesores de Pedro.
2. El Concilio Vaticano II recogió y repitió esa enseñanza del Vaticano I, dando mayor relieve al vínculo existente entre el primado de los sucesores de Pedro y la colegialidad de los sucesores de los Apóstoles, sin que eso debilite la definición del primado, justificado por la tradición cristiana más antigua, en la que destacan sobre todo San Ignacio de Antioquía y San Ireneo de Lión.
Apoyándose en esa tradición, el Concilio Vaticano I definió también que "el Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado" (DS 3058). Esta definición vincula el primado de Pedro y de sus sucesores a la sede romana, que no puede ser sustituida por ninguna otra sede, aunque puede suceder que, por las condiciones de los tiempos o por razones especiales, los obispos de Roma establezcan provisionalmente su morada en lugares diversos de la ciudad eterna. Desde luego, las condiciones políticas de una ciudad pueden cambiar amplia y profundamente a lo largo de los siglos; pero permanece, como ha permanecido en el caso de Roma, un espacio determinado, en el que se puede considerar establecida una institución, como una sede episcopal; en el caso de Roma, la sede de Pedro.
A decir verdad, Jesús no especificó el papel de Roma en la sucesión de Pedro. Sin duda quiso que Pedro tuviese sucesores, pero el Nuevo Testamento no da a entender que desease explícitamente la elección de Roma como sede del primado. Prefirió confiar a los acontecimientos históricos, en los que se manifiesta el plan divino sobre la Iglesia, la determinación de las condiciones concretas de la sucesión a Pedro.
El acontecimiento histórico decisivo es que el pescador de Betsaida vino a Roma y sufrió el martirio en esta ciudad. Es un hecho de gran valor teológico, porque manifiesta el misterio del plan divino, que dispone el curso de los acontecimientos humanos al servicio de los orígenes y del desarrollo de la Iglesia.
3. La venida y el martirio de Pedro en Roma forman parte de la tradición más antigua, expresada en documentos históricos fundamentales y en los descubrimientos arqueológicos sobre la devoción a Pedro en el lugar de su tumba, que se convirtió rápidamente en lugar de culto. Entre los documentos escritos debemos recordar, ante todo, la carta a los Corintios del Papa Clemente (entre los años 89-97), donde la Iglesia de Roma es considerada como la Iglesia de los bienaventurados Pedro y Pablo, cuyo martirio durante la persecución de Nerón recuerda el Papa (5, 1-7). Es importante subrayar, al respecto, que la tradición se refiere a ambos Apóstoles, asociados a esta Iglesia en su martirio. El obispo de Roma es el sucesor de Pedro, pero se puede decir que es también el heredero de Pablo, el mejor ejemplo del impulso misionero de la Iglesia primitiva y de la riqueza de sus carismas. Los obispos de Roma, por lo general, han hablado, enseñado, defendido la verdad de Cristo, realizados los ritos pontificales, y bendecido a los fieles, en el nombre de Pedro y Pablo, los "príncipes de los Apóstoles", "olivae binae pietatis unicae", como canta el himno de su fiesta, el 29 de junio. Los Padres, la liturgia y la iconografía presentan a menudo esta unión en el martirio y en la gloria.
Queda claro, con todo, que los Romanos Pontífices han ejercido su autoridad en Roma y, según las condiciones y las posibilidades de los tiempos, en áreas más vastas e incluso universales, en virtud de la sucesión a Pedro. Cómo tuvo lugar esa sucesión en el primer anillo de unión entre Pedro y la serie de los obispos de Roma, no se encuentra explicado en documentos escritos. Ahora bien, se puede deducir considerando lo que dice el Papa Clemente en esa carta a propósito del nombramiento de los primeros obispos y sus sucesores. Después de haber recordado que los Apóstoles "predicando por los pueblos y las ciudades, probaban en el Espíritu Santo a sus primeros discípulos y los constituían obispos y diáconos de los futuros creyentes" (42, 4), San Clemente precisa que, con el fin de evitar futuras disputas acerca de la dignidad episcopal, los Apóstoles "instituyeron a los que hemos citado y a continuación ordenaron que, cuando éstos hubieran muerto, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio" (44, 2). Los modos históricos y canónicos mediante los que se transmitió esa herencia pueden cambiar, y de hecho han cambiado a lo largo de los siglos, pero nunca se ha interrumpido la cadena de anillos que se remontan a ese paso de Pedro a su primer sucesor en la sede romana.
4. Este camino, que podríamos afirmar que da origen a la investigación histórica sobre la sucesión petrina en la Iglesia de Roma, queda afianzado por otras dos consideraciones: una negativa, que, partiendo de la necesidad de una sucesión a Pedro en virtud de la misma institución de Cristo (y, por tanto, iure divino, como se suele decir en el lenguaje teológico-canónico), constata que no existen señales de una sucesión similar en ninguna otra Iglesia. A esa consideración se añade otra, que podríamos calificar como positiva: consiste en destacar la convergencia de la señales que en todos los siglos dan a entender que la sede de Roma es la sede del sucesor de Pedro.
5. Sobre el vínculo entre el primado del Papa y la sede romana es significativo el testimonio de Ignacio de Antioquía, que pone de relieve la excelencia de la Iglesia de Roma. Este testigo autorizado del desarrollo organizativo y jerárquico de la Iglesia que vivió en la primera mitad del siglo II, en su Carta a tos Romanos se dirige a la Iglesia "que preside en el lugar de la región de los Romanos, digna de Dios, digna de honor, con razón llamada bienaventurada, digna de éxito, dignamente casta, que preside la caridad" (proemio). Caridad (agapé) se refiere, según el lenguaje de San Ignacio, a la comunidad eclesial. Presidir la caridad expresa el primado en la comunión de la caridad, que es la Iglesia, e incluye necesariamente el servicio de la autoridad, el ministerium petrinum. De hecho, Ignacio reconoce que la Iglesia de Roma posee autoridad para enseñar: "Vosotros no habéis envidiado nunca a nadie; habéis enseñado a los demás. Yo quiero que se consoliden también esas enseñanzas que, con vuestra palabra, dais y ordenáis" (3, 1).
El origen de esta posición privilegiada se señala con aquellas palabras que aluden al valor de su autoridad de obispo de Antioquía, también venerable por su antiguedad y su parentesco con los Apóstoles. "Yo no os lo mando como Pedro y Pablo" (4, 3). Más aún, Ignacio encomienda la Iglesia de Siria a la Iglesia de Roma: "recordad en vuestra oración a la Iglesia de Siria que, a través de mí, tiene a Dios por pastor. Sólo Jesucristo la gobernará como obispo, y vuestra caridad" (9, 1).
6. San Ireneo de Lyon, a su vez, queriendo establecer la sucesión apostólica de las Iglesias, se refiere a la Iglesia de Roma como ejemplo y criterio, por excelencia, de dicha sucesión. Escribe: "Dado que en esta obra sería demasiado largo enumerar las sucesiones de todas las Iglesias, tomaremos la Iglesia grandiosa y antiquísima, y por todos conocida, la Iglesia fundada y establecida en Roma por los dos gloriosos apóstoles Pedro y Pablo. Mostrando la tradición recibida de los Apóstoles y la fe anunciada a los hombres, que llega a nosotros a través de las sucesiones de los obispos, confundimos a todos los que, de alguna manera, por engreimiento o vanagloria, o por ceguera y error de pensamiento, se reúnen más allá de lo que es justo. En efecto, con esta Iglesia, en virtud de su origen más excelente, debe ponerse de acuerdo toda Iglesia, es decir, los fieles que vienen de todas partes: en esa Iglesia, para el bien de todos los hombres, se ha conservado siempre la tradición que viene de los Apóstoles" (Adv. haereses, 3, 2).
A la Iglesia de Roma se le "reconoce un origen más excelente", pues proviene de Pedro y Pablo, los máximos representantes de la autoridad y del carisma de los Apóstoles: el Claviger Ecclesiae y el Doctor Gentium. Las demás Iglesias no pueden menos de vivir y obrar de acuerdo con ella: ese acuerdo implica unidad de fe, de enseñanza y de disciplina, precisamente lo que se contiene en la tradición apostólica. La sede de Roma es, pues, el criterio y la medida de la autenticidad apostólica de las diversas Iglesias, la garantía y el principio de su comunión en la "caridad" universal, el cimiento (Kefas) del organismo visible de la Iglesia fundada y gobernada por Cristo resucitado como "Pastor eterno" de todo el redil de los creyentes.