Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

68. LA COMUNION SACERDOTAL
(4.VIII.93)

1. En las catequesis anteriores hemos reflexionado sobre la importancia que tienen las propuestas, o consejos evangélicos, de virginidad y pobreza en la vida sacerdotal, y sobre la medida y los modos de practicarlas según la tradición espiritual y ascética cristiana y según la ley de la Iglesia. Hoy es bueno recordar que Jesús, a quienes querían seguirlo mientras ejercía su ministerio mesiánico, no dudó en decir que para ser verdaderamente discípulos suyos, era necesario "negarse a sí mismo y tomar su cruz" (Mt 16, 24; Lc 9, 23). Es una gran máxima de perfección, válida universalmente para la vida cristiana como criterio definitivo sobre la heroicidad que caracteriza la virtud de los santos. Vale sobre todo para la vida sacerdotal, en la que adquiere formas más rigurosas, justificadas por la vocación particular y el carisma especial de los ministros de Cristo.
El primer aspecto de esa negación de sí mismo se manifiesta en las renuncias relacionadas con el compromiso de la comunión, que los sacerdotes están llamados a poner en práctica entre sí y con el obispo (cfr Lumen gentium, 28; Pastores dabo vobis, 74). La institución del sacerdocio ministerial tuvo lugar en el marco de una comunidad y comunión sacerdotal. Jesús reunió un primer grupo, el de los Doce, llamándolos a formar una unidad en el amor mutuo. A esa primera comunidad sacerdotal, quiso que se agregaran cooperadores. Al enviar en misión a sus setenta y dos discípulos, así como también a los doce Apóstoles, los mandó de dos en dos (cfr Lc 10, 1; Mc 6, 7), tanto para que se ayudaran recíprocamente en la vida y en el trabajo, como para que se creara la costumbre de la acción común y nadie actuara como si estuviese solo, independiente de la comunidad-Iglesia y de la comunidad-Apóstoles.
2. La reflexión sobre la llamada de Cristo, origen de la vida y del ministerio sacerdotal de cada uno, confirma lo que acabamos de decir. Todo sacerdocio en la Iglesia tiene su origen en una vocación. Ésa está dirigida a una persona particular, pero está ligada a las llamadas que se dirigen a los demás, en el ámbito de un mismo designio de evangelización y de santificación del mundo. También los obispos y los sacerdotes, como los Apóstoles, son llamados juntos, aun en la multiplicidad de las vocaciones personales, por aquel que quiere comprometerlos a todos profundamente en el misterio de la Redención. Esa comunidad de vocación implica, sin duda, una apertura de unos a otros y de cada uno a todos, para vivir y actuar en la comunión.
Eso no sucede sin renuncia al individualismo siempre vivo y resurgiente y sin una práctica de esa "negación de sí mismos" (Mt 16, 24) mediante la victoria de la caridad sobre el egoísmo. Sin embargo, el pensamiento de la comunidad de vocación, traducida en comunión, debe alentar a todos y a cada uno al trabajo concorde y al reconocimiento de la gracia concedida individual y colectivamente a obispos y presbíteros: gracia otorgada a cada uno no por sus méritos y cualidades personales, y no sólo para su santificación personal, sino con vistas a la "edificación del Cuerpo" (Ef 4, 12. 16).
La comunión sacerdotal está enraizada profundamente también en el sacramento del orden, en el que la negación de sí mismo se hace una participación espiritual aún más íntima en el sacrificio de la cruz. El sacramento del orden implica la respuesta libre de cada uno a la llamada que se le ha dirigido personalmente. La respuesta es asimismo personal. Pero en la consagración, la acción soberana de Cristo, que actúa en la ordenación mediante el Espíritu Santo, crea casi una personalidad nueva, transfiriendo a la comunidad sacerdotal, además de la esfera de la finalidad individual, mentalidad, conciencia e intereses de quien recibe el sacramento. Es un hecho psicológico que deriva del reconocimento del vínculo ontológico de cada presbítero con todos los demás. El sacerdocio conferido a cada uno deberá ejercerse en el ámbito ontológico, psicológico y espiritual de esa comunidad. Entonces se tendrá verdaderamente la comunión sacerdotal, don del Espíritu Santo, pero también fruto de la respuesta generosa del presbítero.
En particular la gracia del orden establece un vínculo especial entre los obispos y los sacerdotes, porque del obispo se recibe la ordenación sacerdotal, de él se propaga el sacerdocio, es él el que hace entrar a los nuevos ordenados en la comunidad sacerdotal, de la que él mismo es miembro.
3. La comunión sacerdotal supone y comporta la adhesión de todos, obispos y presbíteros, a la persona de Cristo. Narra el Evangelio de Marcos que cuando Jesús quiso hacer partícipes a los Doce de su misión mesiánica, los llamó y constituyó "para que estuvieran con Él" (Mc 3, 14). En la Última Cena se dirigió a ellos como a quienes habían perseverado con Él en las pruebas (cfr Lc 22, 28), y les recomendó la unidad y pidió al Padre por ella. Permaneciendo todos unidos en Cristo, permanecían unidos entre sí (cfr Jn 15, 4-1 1 ). La conciencia de esa unidad y comunión en Cristo siguió viva en los Apóstoles durante la predicación que los llevó desde Jerusalén hacia las diversas regiones del mundo entonces conocido, bajo la acción impelente y, al mismo tiempo, unificadora del Espíritu de Pentecostés. Dicha conciencia se transparenta en sus Cartas, en los Evangelios y en el libro de los Hechos.
Jesucristo, al llamar a los nuevos presbíteros al sacerdocio, les pide también que entreguen su vida a su persona, porque de esa forma quiere unirlos entre sí gracias a un vínculo especial de comunión con Él. Ésa es la fuente verdadera del acuerdo profundo de la mente y el corazón, que une a los presbíteros y a los obispos en la comunión sacerdotal.
Esa comunión se alimenta de la colaboración en una misma obra: la edificación espiritual de la comunidad de salvación. Desde luego cada presbítero tiene un campo personal de actividad, en el que puede empeñar todas sus facultades y cualidades, pero ese campo forma parte del cuadro de la obra mucho más grande con la que cada Iglesia local tiende a desarrollar el reino de Cristo. La obra es esencialmente comunitaria, de suerte que cada uno debe actuar en cooperación con los demás obreros del mismo Reino.
Es sabido que la voluntad de trabajar en una misma obra puede sostener y estimular muchísimo el esfuerzo común de cada uno. Crea un sentimiento de solidaridad y permite aceptar los sacrificios que exige la cooperación, respetando al otro y aceptando sus diferencias. Es importante observar ya desde ahora que esa cooperación se articula alrededor de la relación entre el obispo y los presbíteros, cuya subordinación al primero es esencial para la vida de la comunidad cristiana. La obra en favor del reino de Cristo puede ponerse en práctica y desarrollarse únicamente según la estructura que Él mismo estableció.
4. Ahora quiero subrayar el papel que desempeña la Eucaristia en esa comunión. En la Ultima Cena Jesús quiso instituir -de la manera más completa- la unidad del grupo de los Apóstoles, los primeros a los que confiaba el ministerio sacerdotal. Frente a sus disputas por el primer puesto, Él, con el lavatorio de los pies (cfr Jn 13, 2-15), da el ejemplo del servicio humilde que resuelve los conflictos que causa la ambición, y enseña a sus primeros sacerdotes a buscar el último puesto más bien que el primero. Durante la cena Jesús enuncia asimismo el precepto del amor recíproco (cfr Jn 13, 34; Jn 15, 12), y abre la fuente de la fuerza de observarlo. En efecto, los Apóstoles por sí mismos no habrían sido capaces de amarse unos a otros como el Maestro los había amado; pero con la comunión eucanstica reciben la capacidad de vivir la comunión eclesial y, en ella, su comunión sacerdotal específica. Jesús, ofreciéndoles con el sacramento esa capacidad superior de amar, podía dirigir al Padre una súplica audaz, a saber, la de realizar en sus discípulos una unidad semejante a la que reina entre el Padre y el Hijo (cfr Jn 17, 21-23). Por último, en la cena Jesús confía solidariamente a los Apóstoles la misión y el poder de celebrar la eucaristía en memoria suya, profundizando así aún más el vínculo que los unía. La comunión del poder de celebrar la única Eucaristía no podía menos de ser para los Apóstoles -y para sus sucesores y colaboradores- signo y fuente de unidad.
5. Es significativo el hecho de que, en la oración sacerdotal de la Última Cena, Jesús ruega no sólo por la consagración (de sus Apóstoles) a la verdad (cfr Jn 17, 17), sino también por su unidad, que refleja la misma comunión de las Personas divinas (cfr Jn 17, 11). Esa oración, aunque se refiere ante todo a los Apóstoles a quienes Jesús quiso reunir de modo particular alrededor de Él, se extiende también a los obispos y a los presbíteros, además de a los creyentes de todos los tiempos. Jesús pide que la comunidad sacerdotal sea reflejo y participación de la comunión trinitaria: ¡qué ideal tan sublime! No obstante, las circunstancias en que Jesús elevó su oración permiten comprender que ese ideal, para realizarse, exige sacrificios. Jesús pide la unidad de sus Apóstoles y sus seguidores en el momento en el que ofrece su vida al Padre. Al precio de su sacrificio instituye la comunión sacerdotal en su Iglesia. Por esa razón, los presbíteros no pueden maravillarse de los sacrificios que la comunión sacerdotal les exige. Amaestrados por la palabra de Cristo, descubren en esas renuncias una concreta participación espiritual y eclesial en el sacrificio redentor del divino Maestro.