Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
85. LOS CARISMAS DE LOS LAICOS
(9.III.94)
1. En la catequesis anterior pusimos de relieve el fundamento sacramental de los ministerios y de las funciones de los laicos en la Iglesia: el bautismo, la confirmación y, para muchos, el sacramento del matrimonio. Es un punto esencial de la teología del laicado, vinculado a la estructura sacramental de la Iglesia. Pero debemos agregar ahora que el Espíritu Santo, dador de todo don y principio primero de la vitalidad de la Iglesia, no sólo obra en ella por medio de los sacramentos. El Espíritu Santo, que, como dice San Pablo, distribuye a cada uno sus dones según su voluntad (cfr 1Co 12, 11), derrama en el pueblo de Dios una gran riqueza de gracias mediante la oración, la contemplación y la acción. Son los carismas. También los laicos son beneficiarios de estos carismas, especialmente con miras a su misión eclesial y social. Lo ha afirmado el Concilio Vaticano II, remitiéndose a San Pablo: el Espíritu Santo -escribe- "distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, con las que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras (de San Pablo): A cada uno... se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad (1Co 12, 7)" (Lumen gentium, 12).
2. San Pablo había destacado la multiplicidad y variedad de los carismas en la Iglesia primitiva: algunos extraordinarios, como el don de realizar curaciones, el don de profecía o el don de lenguas; otros más sencillos, concedidos para el cumplimiento ordinario de las tareas encomendadas en la comunidad (cfr 1Co 12, 7-10).
A la luz del texto de San -Pablo, los carismas han sido considerados a menudo como dones extraordinarios, sobre todo característicos del comienzo de la vida de la Iglesia. El Concilio Vaticano II quiso poner de relieve el hecho de que los carismas son dones que pertenecen a la vida ordinaria de la Iglesia y que no tienen necesariamente un carácter extraordinario o maravilloso. También la exhortación apostólica Christifideles laici habla de los carismas como dones que pueden ser "extraordinarios o simples o sencillos" (n. 24). Además, es preciso tener presente que muchos carismas no tienen como finalidad primaria o principal la santificación personal de quien los recibe, sino el servicio a los demás y el bien de la Iglesia. No cabe duda de que tienden y sirven también al desarrollo de la santidad personal, pero en una perspeciva esencialmente altruista y comunitaria, que en la Iglesia se coloca en una dimensión orgánica, en cuanto que atañe al crecimiento del cuerpo místico de Cristo.
3. Como nos ha dicho San Pablo y nos ha repetido el Concilio, esos carismas son fruto de la libre elección y generosidad del Espíritu Santo, del que reciben su propiedad de Don primero y sustancial en el ámbito de la vida trinitaria. Dios uno y trino manifiesta de modo especial en los dones su soberana potestad, que no está sometida a ninguna regla anterior, ni a una disciplina particular, ni tampoco a un esquema de intervenciones establecido de una vez para siempre: como dice San Pablo, el Espíritu distribuye a cada uno sus dones "según su voluntad" (1Co 12, 11). Es una eterna voluntad de amor, cuya libertad y gratuidad se manifiesta en la acción llevada a cabo por el Espíritu Santo-Don en la economía de la salvación. Por esta soberana libertad y gratuidad, los carismas son concedidos también a los laicos, como lo atestigua la historia de la Iglesia (cfr Christifideles laici, 24).
No podemos por menos de admirar la gran riqueza de dones concedidos por el Espíritu Santo a los laicos como miembros de la Iglesia, también en nuestros tiempos. Cada uno de ellos tiene la capacidad necesaria para asumir las funciones a que está llamado para el bien del pueblo cristiano y la salvación del mundo, si está abierto y es dócil y fiel a la acción del Espíritu Santo.
4. Ahora bien, es preciso prestar atención también a otro punto de la doctrina de San Pablo y de la Iglesia, que vale tanto para toda especie de ministerio como para los carismas: su diversidad y variedad no pueden ir en perjuicio de la unidad. "Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo" (1Co 12, 4-5). San Pablo pedía que se respetaran esas diversidades, porque no todos pueden querer desempeñar la misma función, contra el plan de Dios y el don del Espíritu, e incluso contra las leves más elementales de toda estructura social. Sin embargo, el Apóstol subrayaba asimismo la necesidad de la unidad, que respondía también a una exigencia de orden sociológico, pero con mayor razón debía ser, en la comunidad cristiana, reflejo de la unidad divina. Un solo Espíritu, un solo Señor. Y, por tanto, una sola Iglesia.
5. Al comienzo de la era cristiana, se realizaron cosas extraordinarias bajo el influjo de los carismas, tanto de los extraordinarios, como de los que se podrían llamar simples, sencillos carismas de todos los días. Así ha sucedido siempre en la Iglesia, y así acontece también en nuestra época, generalmente de forma oculta, pero a veces, cuando Dios lo quiere por el bien de su Iglesia, también de modo notable. Y, al igual que en el pasado, también en nuestros días ha habido numerosos laicos que han contribuido en gran medida al desarrollo espiritual y pastoral de la Iglesia. Podemos decir que también hoy abundan los laicos que, gracias a los carismas, actúan como buenos y veraces testigos de la fe y de la caridad.
Es de desear que todos caigan en la cuenta de este valor trascendente de vida eterna que encierra su trabajo, si lo llevan a cabo con fidelidad a su vocación, siendo dóciles al Espíritu Santo que vive y actúa en sus corazones. Este pensamiento no puede por menos de servir de estímulo, apoyo y consuelo, de manera especial para quienes, por fidelidad a una vocación santa, se comprometen al servicio del bien común, para establecer la justicia, mejorar las condiciones de vida de los pobres y los indigentes, asistir a los minusválidos, acoger a los prófugos y lograr que reine la paz en el mundo entero.
6. En la vida comunitaria y en la práctica pastoral de la Iglesia resulta necesario el reconocimiento de los carismas, pero también su discernimiento, como recordaron los padres en el Sínodo de 1987 (cfr Christifideles laici, 24). Desde luego, el Espíritu Santo sopla donde quiere, y no se ha de pretender imponerle reglamentos y condicionamientos. Pero la comunidad cristiana tiene derecho a que sus pastores le señalen la autenticidad de los carismas y el crédito que merecen los que afirman poseerlos. El Concilio recordó la necesidad de la prudencia en este campo, de manera especial cuando se trate de carismas extraordinarios (cfr Lumen gentium, 12).
La exhortación apostólica Christifideles laici también ha subrayado que "ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los pastores de la Iglesia" (n. 24). Son normas de prudencia fácilmente comprensibles, y valen para todos, tanto clérigos como laicos.
7. Dicho esto, nos complace repetir, con el Concilio y con la Exhortación citada, que "los carismas han de ser acogidos con gratitud, tanto por parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia" (Christifideles laici, 24). De esos carismas brota "el derecho y el deber de ejercitarlos para bien de la humanidad y edificación de la Iglesia" (Apostolicam actuositatem, 3). Es un derecho que se funda en el don del Espíritu y en la confirmación de la Iglesia. Es un deber motivado por el hecho mismo del don recibido, que crea una responsabilidad y exige un compromiso.
La historia de la Iglesia atestigua que, cuando los carismas son reales, antes o después son reconocidos y pueden ejercitar su función constructiva y unitiva. Función, recordémoslo una vez más, que la mayor parte de los miembros de la Iglesia, tanto clérigos como laicos, en virtud de carismas silenciosos, desempeña eficazmente cada día por el bien de todos nosotros.