Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
88. LA OBRA DE LOS LAICOS EN EL ORDEN TEMPORAL
(13.IV.94)
1. Existe un orden de realidades -instituciones, valores y actividades- que se suele llamar temporal, pues se refiere directamente a las cosas que pertenecen al ámbito de la vida actual, aunque también estén orientadas a la vida eterna. El mundo actual no está compuesto de apariencias o sombras engañosas, ni se puede considerar sólo en función del más allá. Como dice el Concilio Vaticano II, "Todo lo que constituye el orden temporal [...] no son solamente medios para el fin último del hombre, sino que tienen, además, un valor propio" (Apostolicam actuositatem, 7). El relato bíblico de la creación nos presenta este valor como reconocido, querido y fundado por Dios, el cual, según el libro del Génesis, "vio que (lo que había creado) era bueno" (Gn 1, 12. 18. 21); más aún, "muy bueno", después de la creación del hombre y la mujer (Gn 1, 31). Con la Encarnación y la Redención, el valor de las cosas temporales no queda anulado o reducido, como si la obra del Redentor se opusiera a la obra del Creador; al contrario, queda restablecido y elevado, según el plan de Dios de "hacer que todo tenga a Cristo por cabeza" (Ef 1, 10) "y reconciliar por Él y para Él todas las cosas" (Col 1, 20). Así pues, en Cristo todas las cosas encuentran su plena consistencia (cfr Col 1, 17).
2. Apesar de eso, no se puede ignorar la experiencia histórica del mal y, para el hombre, del pecado, que sólo puede explicar la revelación de la caída de nuestros primeros padres y de las sucesivas que se han producido en las generaciones humanas. "En el decurso de la historia -dice el Concilio-, el uso de los bienes temporales se ha visto desfigurado por graves aberraciones" (Apostolicam actuositatem, 7). Incluso hoy, no pocos, en vez de dominar las cosas según el plan y la ordenación de Dios, como podrían permitirlo los progresos de la ciencia y de la técnica, por su excesiva confianza en los nuevos poderes se convierten en sus esclavos y ocasionan daños, a veces graves.
La Iglesiatiene la misión de ayudar a los hombres a orientar bien todo el orden temporal y a dirigirlo a Dios por medio de Cristo (cfr ibid. ). La Iglesia se hace así servidora de los hombres y los laicos "participan en la misión de servir a las personas y a la sociedad" (Christifideles laici, 36).
3. Al respecto, es preciso recordar, ante todo, que los laicos están llamados a contribuir a la promoción de la persona, hoy especialmente necesaria y urgente. Se trata de salvar, y a menudo de restablecer, el valor central del ser humano que, precisamente porque es persona, no puede ser tratado nunca "como un objeto utilizable, un instrumento o una cosa" (ibid., 37).
Por lo que atañe a la dignidad personal, todos los hombres son iguales entre sí: no se puede admitir ningún tipo de discriminación racial, sexual, económica, social, cultural, política o geográfica. Las diferencias que provienen de las condiciones de lugar y tiempo en que cada uno nace y vive, por un deber de solidaridad se han de superar con una ayuda humana y cristiana efectiva, traducidas en formas concretas de justicia y caridad, como explicaba y recomendaba San Pablo a los corintios: "No que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino con igualdad [...]. Que vuestra abundancia remedie su necesidad, para que la abundancia de ellos pueda remediar también vuestra necesidad y reine la igualdad" (2Co 8, 13-14).
4. La promoción de la dignidad de la persona exige "el respeto, la defensa y la promoción de los derechos de la persona humana" (Christifideles laici, 38). Ante todo, el reconocimiento de la inviolabilidad de la vida humana: el derecho a la vida es esencial, y puede considerarse "derecho primero y fontal, condición de todos los otros derechos de la persona" (ibid.). De ahí se sigue que "cuanto atenta contra la vida [...]; cuanto viola la integridad de la persona humana [...]; cuanto ofende a la dignidad humana [...]; todas estas prácticas [...] son totalmente contrarias al honor debido al Creador" (Gaudium et spes, 27), que quiso hacer al hombre a su imagen y semejanza (cfr Gn 1, 26) y colocado bajo su soberanía.
En esta defensa de la dignidad personal y del derecho a la vida tienen una responsabilidad especial los padres, los educadores, los agentes sanitarios y todos los que poseen el poder económico y político (cfr Christifideles laici, 38). En particular, la Iglesia exhorta a los laicos a afrontar con valentía los desafíos planteados por los nuevos problemas de la bioética (cfr ibid. ).
5. Entre los derechos de la persona, que es preciso defender y promover, se encuentra el de la libertad religiosa, la libertad de conciencia y la libertad de culto (cfr ibid., 39). La Iglesia sostiene que la sociedad tiene el deber de asegurar el derecho de la persona a profesar sus convicciones y a practicar su religión dentro de los límites debidos, establecidos por el justo orden público (cfr Dignitatis humanae, 2. 7). En todos los tiempos ha habido mártires por la defensa y la promoción de este derecho.
Los laicos están llamados a comprometerse en la vida política, según las capacidades y las condiciones de tiempo y lugar, para promover el bien común en todas sus exigencias, y especialmente para realizar la justicia al servicio de los ciudadanos, en cuanto personas. Como leemos en la exhortación apostólica Christifideles laici, "una política para la persona y para la sociedad encuentra su rumbo constante de camino en la defensa y promoción de la justicia" (n. 42). Es evidente que en ese compromiso, que corresponde a todos los miembros de la ciudad terrena, los laicos cristianos están llamados a dar ejemplo de comportamiento político honrado, sin buscar ventajas personales y sin ponerse al servicio de grupos o partidos con medios ilícitos, por caminos que, de hecho, llevan al derrumbe incluso de los ideales más nobles y sagrados.
6. Los laicos cristianos han de unirse a los esfuerzos de la sociedad para restablecer la paz en el mundo. Para ellos se trata de hacer realidad la paz dada por Cristo (cfr Jn 14, 27; Ef 2, 14), en sus dimensiones sociales y políticas, en los diversos países y en el mundo, como lo exige cada vez más la conciencia de los pueblos. Para este fin, deben llevar a cabo una amplia obra educativa, destinada a derrotar la antigua cultura del egoísmo, la rivalidad, el atropello y la venganza, y a promover la de la solidaridad y el amor al prójimo (cfr Christifideles laici, 42).
A los laicos cristianos corresponde también comprometerse en el desarrollo económico y social. Es una exigencia del respeto a la persona, de la justicia, de la solidaridad y del amor fraterno. Deben colaborar con todos los hombres de buena voluntad para encontrar la manera de asegurar el destino universal de los bienes, cualquiera que sea el régimen social que esté vigente de 1lecho (cfr ibid., 43). Y también han de defender los derechos de los trabajadores, buscando soluciones adecuadas a los gravísimos problemas del desempleo cada vez mayor y luchando por hacer desaparecer todas las injusticias. Como laicos cristianos, son en el mundo expresión de la Iglesia que pone en práctica la propia doctrina social. Pero deben ser conscientes de su libertad y responsabilidad personales en las cuestiones opinables, en las que sus decisiones, aunque han de estar siempre inspiradas en los valores evangélicos, no se deben presentar como las únicas posibles para los cristianos. También el respeto a las legítimas opiniones y elecciones diversas de las propias es una exigencia de la caridad.
7. Los laicos cristianos, por último, tienen la misión de contribuir al desarrollo de la cultura humana, con todos sus valores. Presentes en los diversos campos de la ciencia, la creación artística, el pensamiento filosófico, la investigación histórica, etc., han de aportar la inspiración necesaria que viene de su fe. Y, dado que el desarrollo de la cultura implica cada vez más el compromiso de los medios de comunicación social, instrumentos tan importantes para la formación de la mentalidad y de las costumbres, deben tener un vivo sentido de responsabilidad en su compromiso en la prensa, el cine, la radio, la televisión y el teatro, proyectando sobre su trabajo la luz del mandato de anunciar en todo el mundo el Evangelio, particularmente actual en el mundo de hoy, en el que es urgente mostrar los caminos de la salvación que abrió a todos Jesucristo (cfr ibid., 44).