Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
115. LA VIDA CONSAGRADA AL SERVICIO DE LA IGLESIA
(11.I.95)
1. El Concilio Vaticano II pone de manifiesto la dimensión eclesial de los consejos evangélicos (Lumen gentium, 44). Jesús, en el Evangelio, da a entender que sus llamadas a la vida consagrada tienen como finalidad la instauración del Reino: el celibato voluntario debe vivirse por el reino de los cielos (cfr Mt 19, 12) y la renuncia universal para seguir al Maestro se justifica con el "reino de Dios" (Lc 18, 29).
Jesús establece una relación muy estrecha entre la misión que confía a sus Apóstoles y la exigencia que les impone de abandonarlo todo para seguirlo: sus actividades profanas y sus bienes (ta idia), como se lee en Lc 18, 28. Pedro es consciente de ello; por eso, declara a Jesús, también en nombre de los demás Apóstoles: "Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mc 10, 28; cfr Mt 19, 27).
Lo que Jesús exige a sus Apóstoles, lo pide también a los que, en las diversas épocas de la historia de la Iglesia, aceptarán seguirlo en el apostolado por el sendero de los consejos evangélicos: la entrega de toda la persona y de todas las fuerzas para el desarrollo del reino de Dios sobre la tierra, desarrollo que compete principalmente a la Iglesia. Es preciso decir que, de acuerdo con la tradición cristiana, la vocación nunca tiene como fin exclusivo la santificación personal. Más aún, una santificación exclusivamente personal no sería auténtica, porque Cristo ha unido de forma muy íntima la santidad y la caridad. Así pues, los que tienden a la santidad personal lo deben hacer en el marco de un compromiso de servicio a la vida y a la santidad de la Iglesia. Incluso la vida puramente contemplativa, como hemos visto en una catequesis anterior, conlleva esta orientación eclesial.
De aquí brota, según el Concilio, la tarea y el deber de los religiosos de "trabajar [...] para que el reino de Cristo se asiente y consolide en las almas y para dilatarlo por todo el mundo" (Lunzen gentium, 44). En la gran variedad de los servicios que la Iglesia debe prestar, hay lugar para todos: y cada consagrado puede y debe poner todas sus fuerzas al servicio de la gran obra de la instauración y extensión del reino de Cristo en el mundo, según las capacidades y los carismas que ha recibido, en armonía constructiva con la misión de la propia familia religiosa.
2. Ala dilatación del reino de Cristo (cfr ibid.) mira, en particular, la actividad misionera. De hecho, la historia confirma que los religiosos han desempañado un papel importante en la expansión misionera de la Iglesia. Llamados y dedicados a una consagración total, los religiosos manifiestan su generosidad conprometiéndose a llevar por doquier el anuncio de la buena nueva de su Maestro y Señor, incluso hasta las regiones más alejadas de su propio país, como aconteció con los Apóstoles. Junto a los institutos en los que una parte de los miembros se dedican a la actividad misionera ad gentes, existen otros fundados expresamente para la evangelización de las poblaciones que no han recibido, o no habían recibido aún, el Evangelio.
El carácter misionero de la Iglesia se concreta así en una "vocación especial" (cfr Redemptoris Missio, 65), que lo hace efectivo más allá de todas las fronteras geográficas, étnicas y culturales, "in universo mundo" (cfr Mc 16, 15).
3. El decreto Perfectae caritatis del Concilio Vaticano II recuerda que "hay en la Iglesia muchísimos institutos, clericales o laicales, consagrados a las obras de apostolado, que tienen dones diferentes según la gracia que les ha sido dada" (n. 8). Es el Espíritu Santo quien distribuye los carismas en relación con las necesidades crecientes de la Iglesia y del mundo. No se puede menos de reconocer en este hecho uno de los signos más claros de la generosidad divina, que inspira e impulsa la generosidad humana Y es preciso alegrarse de verdad por el hecho de que este signo es tan frecuente en nuestro tiempo, precisamente porque indica que se ensancha y profundiza el sentido del servicio al reino de Dios y al desarrollo de la Iglesia. De acuerdo con la enseñanza del Concilio, la acción de los religiosos, tanto en el campo más directamente apostólico como en el de la caridad, no es obstáculo para su santificación, sino que, por el contrario, contribuye a alcanzarla, porque desarrolla el amor hacia Dios y hacia el prójimo, y hace que quien desempeña ese apostolado participe en la gracia que reciben los que se benefician de esa actividad.
4. Pero el Concilio añade que toda la actividad apostólica debe estar animada por la unión con Cristo, a la que no pueden menos de tender los religiosos, en virtud de su profesión. "Por eso, toda la vida religiosa de sus miembros debe estar imbuida de espíritu apostólico; y toda la acción apostólica, informada de espíritu religioso" (ibid.). En la Iglesia, los consagrados deben ser los primeros en dar prueba de saber resistir a la tentación de sacrificar la oración en aras de la acción. A ellos corresponde demostrar que la acción alcanza su fecundidad apostólica gracias a una vida interior rica de fe y de experiencia de las cosas divinas: "ex plenitude contemplationis", como dice Santo Tomás de Aquino (Summa Theol., II-II, q. 28, a. 6; III, q.40, a. 1, ad 2).
El problema de armonizar la actividad apostólica con la oración se ha planteado varias veces en lo siglos pasados y también hoy, especialmente en los institutos monásticos. El Concilio rinde homenaje a "la venerable institución de la vida monástica, que en el largo curso de los siglos ha adquirido méritos preclaros en la Iglesia y en la sociedad humana" (Perfectae caritatis, 9). Asimismo, reconoce la posibilidad de matices diferentes en "el oficio principal de los monjes", que consiste en "rendir a la divina Majestad un servicio a la vez humilde y noble dentro de los muros del monasterio, ora se consagren íntegramente, en la vida religiosa, al culto divino, ora emprendan legítimamente algunas obras de apostolado o de cristiana caridad" (ibid.).
Más en general, el Concilio recomienda a todos los institutos que ajusten convenientemente sus observancias y prácticas con los requisitos del apostolado a que se consagran, pero teniendo en cuenta "las múltiples formas que reviste la vida religiosa dedicada a las obras apostólicas" y, por consiguiente, también la diversidad y la necesidad de que "en los diversos institutos, la vida de sus miembros en servicio de Cristo se sostenga por los medios propios y congruentes" (ibid., 8). En esta labor de adaptación, además, no conviene olvidar nunca que se trata ante todo de una obra del Espíritu Santo, al que, por tanto, es necesario ser dóciles al buscar los medios de una acción más eficaz y más fecunda.
5. Por esa múltiple contribución que prestan los religiosos, según la variedad de su vocación y sus carismas, con la oración y con la acción, a la dilatación y a la consolidación del reino de Cristo, la Iglesia -dice el Concilio "protege y favorece la índole propia de los diversos institutos religiosos" (Lumen gentium, 44) y "no sólo eleva mediante su sanción la profesión religiosa a la dignidad de estado canónico, sino que, además, con su acción litúrgica, la presenta como un estado consagrado a Dios [...], asociando su oblación al sacrificio eucarístico" (ibid., 45).
En particular, el Romano Pontífice, según el Concilio, busca el bien de los institutos religiosos y de sus miembros "para mejor proveer a las necesidades de toda la grey del Señor": dentro de esta finalidad entra la exención, por la que algunos institutos están sometidos directamente a la autoridad pontificia. Esta exención no dispensa a los religiosos de la "reverencia y obediencia a los obispos" (ibid.), pues tiene como único objetivo asegurar la posibilidad de una acción apostólica más eficaz para el bien de la Iglesia entera. Estando al servicio de la Iglesia, la vida consagrada queda más especialmente a disposición de las solicitudes y de los programas del Papa, cabeza visible de la Iglesia universal. Aquí la dimensión eclesial de la vida consagrada alcanza una cima que no es sólo de orden canónico, sino también espiritual: en ella se concreta la profesión de obediencia que los religiosos hacen a la autoridad de la Iglesia, en la función vicaria que le asignó Cristo.