Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
132. EL PROBLEMA ECUMENICO
(12.VII.95)
1. Para el cristiano el compromiso ecuménico reviste una importancia fundamental. En efecto, como sabemos muy bien, Jesús en la Ultima Cena rogó con gran intensidad por la unidad de sus discípulos: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21).
Jesús no dudó en pedir al Padre que los discípulos fueran "perfectamente uno" (Jn 17, 23), aunque conocía las dificultades y las tensiones que deberían afrontar. Él mismo había constatado las disensiones que surgieron entre los Doce, incluso durante la Ultima Cena, y preveía las que pronto se manifestarían en la vida de las comunidades cristianas, esparcidas en un mundo tan vasto y tan variado. Con todo, oró por la unidad perfecta de los suyos y ofreció el sacrificio de su vida por esa finalidad.
Así pues, la unidad es don del Señor a su Iglesia, "pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", como afirma certeramente San Cipriano (De orat. dom., 23: PL 4, 536). En efecto, "el modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas" (Unitatis redintegratio, 2).
En realidad, vemos que en la primera comunidad reunida después de Pentecostés reina una profunda unidad: Todos "acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hch 2, 42) y "la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32).
2. Leyendo las páginas de los Hechos de los Apóstoles que describen las primeras experiencias de vida en la comunidad apostólica, causa admiración constatar que la presencia de María era un precioso vínculo de esa unión y concordia (cfr Hch 1, 13- 14). Entre las mujeres presentes en la primera asamblea, ella es la única a quien San Lucas menciona por su nombre: la llama la madre de Jesús, presentándola casi como signo y fuerza íntima de la koinonia. Ese título le confiere un lugar único, relacionado con su nueva maternidad, proclamada por Cristo en la cruz. Por ello, no se puede ignorar que en ese texto la unidad de la Iglesia se manifiesta como fidelidad a Cristo, sostenida y protegida por la presencia maternal de María.
Esa unidad, realizada al inicio de la vida de la Iglesia, no podrá desaparecer nunca en su valor esencial. Lo ha repetido el Concilio Vaticano II: "La Iglesia fundada por Cristo Señor es una y única" (Unitatis redintegratio, 1). Ahora bien, es preciso constatar que esa unidad originaria ha sufrido profundos desgarros a lo largo de su historia. El amor a Cristo debe impulsar a sus discípulos de hoy a revisar juntos su pasado, para volver con renovado vigor al camino de la unidad.
3. Ya los escritos del Nuevo Testamento nos señalan que, desde el principio de la vida de la Iglesia, han existido divisiones entre los cristianos. Pablo habla de las discordias en la Iglesia de Corinto (cfr 1Co 1, 10- 12). Juan se lamenta de los que difunden falsas doctrinas (cfr 2Jn 1, 10) o los que ambicionan ocupar en la Iglesia el primer lugar (cfr 3Jn 1, 9-10). Es el inicio de una dolorosa historia, que en todas las épocas, al irse formando grupos particulares de cristianos separados de la Iglesia católica, ha visto brotar cismas y herejías y nacer Iglesias separadas. Éstas no estaban en comunión ni con las demás Iglesias particulares ni con la Iglesia universal, constituida como "un solo rebaño" con "un solo pastor", Cristo (Jn 10, 16), representado por un solo Vicario universal, el Sumo Pontífice.
4. De la dolorosa comparación de esa situación histórica con la ley evangélica de la unidad surgió el movimiento ecuménico, que tiene como fin recuperar la unidad, incluso visible, entre todos los cristianos, "a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios" (Unitatis redintegratio, 1). El Concilio Vaticano II dio a ese movimiento la máxima importancia, destacando que implica, para quienes se comprometen en él, una comunión de fe en la Trinidad y en Cristo, y una aspiración común a la Iglesia una y universal (cfr ibid.). Pero el auténtico compromiso ecuménico exige, además, que todos los cristianos, impulsados por una sincera voluntad de comunión, renuncien a los prejuicios, que constituyen obstáculos para el desarrollo del diálogo de la caridad en la verdad.
El Concilio formula un juicio matizado sobre la evolución histórica de las separaciones. "Comunidades no pequeñas -afirma- se separaron de la comunión plena con la Iglesia católica y, a veces, no sin culpa de los hombres por ambas partes" (ibid., 3). Se trata del momento inicial de la separación. Más adelante, la situación es diversa: "Quienes ahora nacen en estas comunidades y son instruidos en la fe de Cristo no pueden ser acusados del pecado de la separación y la Iglesia católica los abraza con respeto y amor fraternos" (ibid.).
Con el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la búsqueda ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor. El camino ecuménico es ya el camino de la Iglesia.
5. Debemos observar, asimismo, que, según el Concilio, los que se han separado de la Iglesia católica conservan cierta comunión, incompleta pero real, con ella. En efecto, los que creen en Cristo, y han recibido el bautismo, son merecidamente reconocidos por los hijos de la Iglesia católica "como hermanos en el Señor", aunque existan divergencias "tanto en materia doctrinal y a veces también disciplinar, como en lo referente a la estructura de la Iglesia" (ibid.). Podemos permanecer unidos con ellos por medio de varios elementos de gran valor, como "la palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y otros dones interiores del Espíritu Santo, y los elementos visibles" (ibid.). Todo esto es patrimonio de la única Iglesia de Cristo, "que subsiste en la Iglesia católica" (Lumen gentium, 8).
Incluso con respecto a la obra evangelizadora y santificadora, la posición del Concilio es franca y respetuosa. Afirma que las Iglesias y comunidades eclesiales no carecen de significado y de peso en el misterio de la salvación. "El Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación" (Unitatis redintegratio, 3).
Todo ello conlleva la llamada apremiante a la unidad plena. No se trata simplemente de reunir todas las riquezas espirituales existentes en las comunidades cristianas, como si al hacerlo se pudiera llegar a una Iglesia más perfecta, a la Iglesia que Dios desearía para el futuro. Por el contrario, se trata de realizar con plenitud la Iglesia que Dios, en el acontecimiento de Pentecostés, ya ha manifestado en su realidad profunda. Ésta es la meta a la que todos debemos tender, unidos ya desde ahora en la esperanza, en la oración, en la conversión del corazón y, como a menudo se nos pide, en el sufrimiento que encuentra su valor en la cruz de Cristo.