Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

137. LA UNIDAD VENCE LAS DIVISIONES
(30.VIII.95)

1. Frente a las actuales divisiones de los cristianos, podríamos tener la tentación de considerar que no existe la unidad de la Iglesia de Cristo, o que sigue siendo sólo un hermoso ideal hacia el que hay que tender, pero que únicamente se realizará en la escatología. Sin embargo, la fe nos dice que la unidad de la Iglesia no es solamente una esperanza del futuro; ya existe. Jesucristo no rezó en vano por ella. Con todo, la unidad no ha alcanzado aún su realización visible en los cristianos, sino que, como es sabido, ha sufrido a lo largo de los siglos diversas dificultades y pruebas.
Del mismo modo, hay que decir que la Iglesia es santa, pero su santidad requiere un proceso continuo de conversión y renovación por parte de cada fiel y de las comunidades. Aquí se inserta también la humilde petición de perdón por las culpas cometidas. Más aún: la Iglesia es católica, pero su dimensión universal debe manifestarse cada vez más gracias a la actividad misionera, a la inculturación de la fe y al esfuerzo ecuménico guiado por el Espíritu Santo, hasta la completa realización de la llamada divina a la fe en Cristo.
2. El problema del ecumenismo no consiste, por tanto, en crear de la nada una unidad que aún no existe, sino en vivir plena y fielmente, bajo la acción del Espiritu Santo, la unidad en la que Cristo fundó su Iglesia. Se aclara así el verdadero sentido de la oración por la unidad y de los esfuerzos realizados para lograr la comprensión entre los cristianos (cfr carta encíclica Ut unum sint, 21). No se trata simplemente de que se reúnan personas de buena voluntad para establecer acuerdos. Es necesario, más bien, acoger simplemente la unidad querida por Cristo y donada continuamente por el Espíritu. No se puede llegar a ella simplemente con convergencias concordadas desde la base. Por el contrario, es preciso que cada uno se abra para acoger sinceramente el impulso que viene desde lo alto, siguiendo con docilidad la acción del Espíritu, que quiere reunir a los hombres en "un solo rebaño", bajo "un solo pastor" (cfr Jn 10, 16), Cristo Señor.
3. Así pues, la unidad de la Iglesia ha de considerarse sobre todo como un don que viene de lo alto. La Iglesia, pueblo de los redimidos, tiene una estructura singular, que se diferencia de la que regula las sociedades humanas. Éstas, una vez que alcanzan la madurez necesaria a través de procesos propios, se dan a sí mismas una autoridad para que las gobierne y trate de asegurar la contribución de todos al bien común.
La Iglesia, por el contrario, recibe su institución y su estructura de su Fundador, Jesucristo, Hijo de Dios encarnado. Él la edificó con su propia autoridad, eligiendo a doce hombres, que constituyó apóstoles, es decir, enviados, para que en su nombre continuaran su obra. Entre esos Doce, eligió a uno, el apóstol Pedro, a quien dijo: "Simón (...), yo he rogado por ti. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 31-32).
Pedro es, pues, uno de los Doce, con las mismas tareas de los otros Apóstoles. Sin embargo, a él Cristo quiso confiarle otra tarea más: la de confirmar a sus hermanos en la fe y en la solicitud de la caridad recíproca. El ministerio del sucesor de Pedro es un don que Cristo hizo a su esposa, para que en todos los tiempos se conserve y promueva la unidad de todo el pueblo de Dios. Por ello, el Obispo de Roma es el servus servorum Dei, constituido por Dios como "principio y fundamento perpetuo y visible de unidad" (Lumen gentium, 23; cfr Ut unum sint, 88-96).
4. La unidad de la Ig!esia sólo se manifestará plenamente cuando los cristianos hagan suya la voluntad de Cristo, acogiendo, entre los dones de gracia, también la autoridad que Él dio a los Apóstoles, la misma que hoy ejercen los obispos, sus sucesores, en comunión con el ministerio del Obispo de Roma, Sucesor de Pedro. Alrededor de este "cenáculo de apostolicidad", de institución divina, está llamada a rearlizarse de modo visible, mediante la fuerza del Espíritu Santo, la misma unidad de todos los fieles en Cristo, por la que Él oró intensamente.
No estaría en conformidad con la Escritura y la Tradición pensar para la Iglesia un tipo de autoridad según el modelo de los ordenamientos políticos que se han desarrollado a lo largo de la historia de la humanidad. Al contrario, según el pensamiento y el ejemplo de su Fundador, a los que son llamados para formar parte del colegio apostólico, se le pide servir precisamente como Cristo, que en el Cenáculo comenzó la Ultima Cena lavando los piés a los Apóstoles. "El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida" (Mc 10, 45).
¡Servir al pueblo de Dios para que todos sean un solo corazón y una sola alma!
5. Ésta es la base de la estructura de la Iglesia. Pero la llistoria nos recuerda que en la memoria de los cristianos de las otras Iglesias y comunidades eclesiales este ministerio ha dejado algunos recuerdos dolorosos, que hay que P1rificar. La debilidad humana de Pedro (cfr Mt 16, 23), de Pablo (cfr 2Co 12, 9-10) y de los Apóstoles pone de relieve el valor de la misericordia de Dios y del poder de su gracia. En efecto, las tradiciones evangélicas nos enseñan que precisamente este poder de gracia transforma a los llamados a seguir al Señor y los hace uno en Él.
El ministerio de Pedro y de sus sucesores, dentro del colegio de los Apóstoles y de sus sucesores, es "un ministerio de misericordia nacido de un acto de misericordia de Cristo" (Ut unum sint, 93).
El buen Pastor quiso que toda la grey, que había adquirido mediante su sacrificio, escuchara a lo largo de los siglos su voz de verdad. Por esa razón, encomendó a los Once, con Pedro a la cabeza, y a sus sucesores, la misión de velar como centinelas, para que en cada una de las Iglesias particulares confiadas a ellos se encarne la una, Sancta, catholica et apostolica Ecclesia. Por tanto, en la comunión de los pastores con el Obispo de Roma se da el testimonio de la verdad, que es también servicio a la unidad, en el que el ministerio del Sucesor de Pedro ocupa un puesto muy particular.
6. En los albores del nuevo milenio, ¿cómo no invocar para todos los cristianos la gracia de la unidad, que el Señor Jesús les obtuvo a un precio tan alto? La unidad de la fe, en la adhesión a la verdad revelada; la unidad de la esperanza, en el camino hacia la realización del reino de Dios; y la unidad de la caridad, con sus múltiples formas y aplicaciones en todos los campos de la vida humana. En esta unidad todos los conflictos pueden encontrar solución, y todos los cristianos divididos, su reconciliación, para alcanzar la meta de la comunión plena y visible.
"Si nos preguntamos si todo esto es posible, la respuesta sería siempre: sí. La misma respuesta que escuchó María de Nazaret, porque para Dios nada hay imposible": (ibid., 102). Al concluir este ciclo de catequesis, me viene a la memoria la exhortación del apóstol Pablo: "Hermanos, alegraos; sed perfectos, animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz es tará con vosotros (...). La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2Co 13, 11. 13). Amén.