Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 22 de septiembre de 1999

Reconciliación con Dios y con los hermanos

1. Prosiguiendo la reflexión sobre el sacramento de la penitencia, queremos hoy profundizar en una dimensión que lo caracteriza intrínsecamente: la reconciliación. Este aspecto del sacramento se presenta como antídoto y medicina con respecto al carácter lacerante propio del pecado. En efecto, al pecar, el hombre no sólo se aleja de Dios; también siembra gérmenes de división dentro de sí mismo y en las relaciones con sus hermanos. Por ello, el movimiento de regreso a Dios implica una reintegración de la unidad dañada por el pecado.

2. La reconciliación es don del Padre. Sólo él puede realizarla. Por eso, representa ante todo una llamada que viene de lo alto: "En nombre de Cristo, os suplicamos: reconciliaos con Dios" (2Co 5, 20). Como Jesús nos explica en la parábola del Padre misericordioso (cf. Lc 15, 11-32), para él perdonar y reconciliar es una fiesta. El Padre, en ese pasaje evangélico, como en otros muchos, no sólo ofrece perdón y reconciliación; también muestra que esos dones son fuente de alegría para todos.

En el Nuevo Testamento es significativo el vínculo que existe entre la paternidad divina y la gran alegría del banquete. Se compara el reino de Dios a un banquete donde el que invita es precisamente el Padre (cf. Mt 8, 11; 22, 4; 26, 29). La culminación de toda la historia salvífica se expresa asimismo con la imagen del banquete preparado por Dios Padre para las bodas del Cordero (cf. Ap 19, 6-9).

3. En Cristo, Cordero sin mancha, entregado por nuestros pecados (cf. 1 P 1, 19; Ap 5, 6; 12, 11) se concentra la reconciliación que procede del Padre. Jesucristo no sólo es el reconciliador, sino también la reconciliación. Como enseña san Pablo, el que hayamos llegado a ser criaturas nuevas, renovadas por el Espíritu, "proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación" (2Co 5, 18-19).

Precisamente por el misterio de la cruz de nuestro Señor Jesucristo se supera el drama de la división que existía entre el hombre y Dios. En efecto, con la Pascua, el misterio de la misericordia infinita del Padre penetra en las raíces más oscuras de la iniquidad del ser humano. Allí tiene lugar un movimiento de gracia que, si se acoge libremente, lleva a gustar la dulzura de una plena reconciliación.

El abismo del dolor y de la renuncia de Cristo se transforma así en una fuente inagotable de amor compasivo y pacificador. El Redentor abre un camino de vuelta al Padre que permite experimentar de nuevo la relación filial perdida y confiere al ser humano las fuerzas necesarias para conservar esta comunión profunda con Dios.

4. Por desgracia, también en la existencia redimida existe la posibilidad de volver a pecar, y eso exige una continua vigilancia. Además, incluso después del perdón, quedan las "huellas del pecado" que han de borrarse y combatirse mediante un programa penitencial de compromiso más intenso por el bien. Ese compromiso exige, en primer lugar, la reparación de las injusticias, físicas o morales, infligidas a grupos o personas. La conversión se transforma así en un camino permanente, en el que el misterio de la reconciliación realizado en el sacramento se presenta como punto de llegada y punto de partida.

El encuentro con Cristo que perdona desarrolla en nuestro corazón el dinamismo de la caridad trinitaria, que el Ordo paenitentiae describe así: "Por medio del sacramento de la penitencia el Padre acoge al hijo arrepentido que vuelve a él, Cristo toma en sus hombros a la oveja perdida para llevarla al redil, y el Espíritu Santo santifica nuevamente su templo o intensifica en él su presencia. Signo de eso es la participación, renovada y más fervorosa, en la mesa del Señor, en la gran alegría del banquete que la Iglesia de Dios convoca para festejar el regreso del hijo alejado" (n. 6; cf. también n. 5 y 19).

5. El "Rito de la penitencia" expresa en la fórmula de absolución el vínculo que existe entre el perdón y la paz, que Dios Padre ofrece en la Pascua de su Hijo y "por el ministerio de la Iglesia" (ib  46). El sacramento, a la vez que significa y realiza el don de la reconciliación, pone de relieve que no sólo atañe a nuestra relación con Dios Padre, sino también a la relación con nuestros hermanos. Son dos aspectos de la reconciliación íntimamente vinculados entre sí. La acción reconciliadora de Cristo tiene lugar en la Iglesia. Ésta no puede reconciliar por sí misma, sino como instrumento vivo del perdón de Cristo, en virtud de un mandato preciso del Señor (cf. Jn 20, 23; Mt 18, 18). Esta reconciliación en Cristo se realiza de modo eminente en la celebración del sacramento de la penitencia. Pero todo el ser íntimo de la Iglesia en su dimensión comunitaria se caracteriza por la apertura permanente a la reconciliación.

Es preciso superar cierto individualismo al concebir la reconciliación: toda la Iglesia contribuye a la conversión de los pecadores, a través de la oración, la exhortación, la corrección fraterna y el apoyo de la caridad. Sin la reconciliación con los hermanos la caridad no se hace realidad en la persona. De la misma manera que el pecado daña el tejido del Cuerpo de Cristo, así también la reconciliación restablece la solidaridad entre los miembros del pueblo de Dios.

6. La práctica penitencial antigua ponía de relieve el aspecto comunitario-eclesial de la reconciliación, especialmente en el momento final de la absolución por parte del obispo, con la readmisión plena de los penitentes en la comunidad. La enseñanza de la Iglesia y la disciplina penitencial promulgada después del concilio Vaticano II exhortan a redescubrir y a destacar de nuevo la dimensión comunitaria-eclesial de la reconciliación (cf. Lumen gentium, 11; y también Sacrosanctum concilium, 27), sin descuidar la doctrina sobre la necesidad de la confesión individual.

En el marco del gran jubileo del año 2000 será importante proponer al pueblo de Dios itinerarios de reconciliación adecuados y actualizados, que ayuden a redescubrir la índole comunitaria no sólo de la penitencia, sino también de todo el proyecto de salvación del Padre sobre la humanidad. Así se hará realidad la enseñanza de la constitución Lumen gentium: "Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo, para que lo conociera de verdad y le sirviera con una vida santa" (n. 9).

(L'Osservatore Romano - 24 de septiembre de 1999)