Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 3 de noviembre de 1999

Empeño por reducir la deuda externa
de los países pobres

1. "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber" (Mt 25, 34-35).

Estas palabras del evangelio nos ayudan a dar concreción a nuestra reflexión sobre la caridad, impulsándonos a poner por obra, de acuerdo con las indicaciones de la carta apostólica Tertio Millennio Adveniente (cf. n. 51), algunas líneas de compromiso particularmente acordes con el espíritu del gran jubileo que nos disponemos a celebrar.

Con este fin, es oportuno hacer referencia al jubileo bíblico, descrito en el libro del Levítico (capítulo 25). En ciertos aspectos recalca y expresa de modo más completo la función del año sabático (cf. Lv 25, 2-7. 18-22), que es el año en el que no se debe cultivar la tierra. El año jubilar cae después de un período de 49 años. También se caracteriza por la renuncia a cultivar la tierra (cf. Lv 25, 8-12), pero implica dos normas que benefician a los israelitas. La primera atañe a la recuperación de las propiedades de tierras y casas (cf. Lv 25, 13-17. 23-24); la segunda, a la liberación del esclavo israelita que se vendió por deudas a otro (cf. Lv 25, 39-55).

2. El jubileo cristiano, como se comenzó a celebrar a partir del Papa Bonifacio VIII en el año 1300, tiene una configuración específica, pero también elementos que se remontan al jubileo bíblico.

Por lo que concierne a la posesión de los bienes inmuebles, las normas del jubileo bíblico se fundaban en el principio según el cual la "tierra es de Dios" y, por tanto, fue dada para beneficio de la comunidad entera. Por eso, si un israelita había enajenado su terreno, el año jubilar le permitía recobrarlo. "La tierra no puede venderse para siempre, porque la tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes. En todo terreno de vuestra propiedad concederéis derecho a rescatar la tierra" (Lv 25, 23-24).

El jubileo cristiano se remonta cada vez más conscientemente a los valores sociales del jubileo bíblico, que quiere interpretar y volver a proponer en el marco contemporáneo, reflexionando sobre las exigencias del bien común y sobre el destino universal de los bienes de la tierra. Precisamente en esta perspectiva, en la carta apostólica Tertio Millennio Adveniente propuse que el jubileo se viva como "un tiempo oportuno para pensar, entre otras cosas, en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda externa, que grava sobre el destino de muchas naciones" (n. 51).

3. Pablo VI, en la encíclica Populorum progressio, a propósito de este problema, típico de numerosos países económicamente débiles, afirmó que hace falta un diálogo entre quienes aportan los medios y quienes se benefician de ellos, a fin de "medir las aportaciones no sólo de acuerdo con la generosidad y las disponibilidades de los unos, sino también en función de las necesidades reales y de las posibilidades de empleo de los otros. Con ello los países en vías de desarrollo no correrán en adelante el riesgo de estar abrumados de deudas, cuya satisfacción absorbe la mayor parte de sus beneficios" (n. 54). En la encíclica Sollicitudo Rei Socialis, advertí que, por desgracia, las nuevas circunstancias tanto en los países endeudados como en el mercado internacional que financia han hecho que la financiación misma resulte "contraproducente", y esto "ya sea porque los países endeudados, para satisfacer los compromisos de la deuda, se ven obligados a exportar los capitales que serían necesarios para aumentar o, incluso, para mantener su nivel de vida, ya sea porque, por la misma razón, no pueden obtener nuevas fuentes de financiación igualmente indispensables" (n. 19).

4. El problema es complejo y no tiene fácil solución. Sin embargo, debe quedar claro que no es sólo de índole económica, sino que afecta a los principios éticos fundamentales y es preciso que encuentre espacio en el derecho internacional, para que sea afrontado y resuelto de forma adecuada según perspectivas a medio y largo plazo. Es necesario aplicar una "ética de la supervivencia" que regule las relaciones entre acreedores y deudores, de modo que el deudor en dificultad no cargue con un peso insoportable. Se trata de evitar especulaciones abusivas, hallar soluciones mediante las cuales los que prestan tengan mejores garantías y los que reciben se sientan comprometidos a realizar reformas globales efectivas por lo que atañe al aspecto político, burocrático, financiero y social de sus países (cf. Comisión pontificia Justicia y paz, Al servicio de la comunidad humana. Una consideración ética de la deuda externa, II).

Hoy, en el marco de la economía "globalizada", el problema de la deuda externa resulta aún más complicado, pero la misma "globalización" exige que se siga el camino de la solidaridad, si se quiere evitar una catástrofe general.

5. Precisamente en el contexto de estas consideraciones acogemos la solicitud casi universal que nos llega de los recientes Sínodos, de muchas Conferencias episcopales o de diversos hermanos obispos, así como de numerosos religiosos, sacerdotes y laicos, para hacer un apremiante llamamiento a fin de que se condonen, parcial o totalmente, las deudas contraídas a nivel internacional. Especialmente, exigir el pago con intereses desmesurados obligaría a opciones políticas que reducirían al hambre y a la miseria a poblaciones enteras.

Esta perspectiva de solidaridad, que ya señalé en la encíclica Centesimus Annus (cf. n. 35), se ha vuelto aún más urgente en la situación mundial de los últimos años. El jubileo puede constituir una ocasión propicia para gestos de buena voluntad: los países más ricos deben dar señales de confianza con respecto al saneamiento económico de las naciones más pobres; los agentes de mercado deben saber que en el vertiginoso proceso de globalización económica no es posible salvarse por sí solos. El gesto de buena voluntad de condonar las deudas, o al menos reducirlas, ha de ser el signo de un modo nuevo de considerar la riqueza en función del bien común.

(L'Osservatore Romano - 5 de noviembre de 1999)