Discurso del Santo Padre
a la Rota romana
en la apertura del año judicial,
1 de febrero de 2001

Es preciso luchar
contra la cultura individualista
que tiende a confinar el matrimonio
al ámbito privado

 

1. La inauguración del nuevo año judicial del Tribunal de la Rota romana me brinda una ocasión propicia para encontrarme una vez más con vosotros. Al saludar con afecto a todos los presentes, me complace particularmente expresaros, queridos prelados auditores, oficiales y abogados, mi más sincero aprecio por el prudente y arduo trabajo que realizáis en la administración de la justicia al servicio de esta Sede apostólica. Con gran competencia estáis comprometidos en la tutela de la santidad e indisolubilidad del matrimonio y, en definitiva, de los sagrados derechos de la persona humana, según la tradición secular del glorioso Tribunal rotal.

Doy las gracias a monseñor decano, que se ha hecho intérprete y portavoz de vuestros sentimientos y de vuestra fidelidad. Sus palabras nos han hecho revivir oportunamente el gran jubileo, recién concluido.

Un gran desafío

2. En efecto, las familias han figurado entre los grandes protagonistas de las jornadas jubilares, como afirmé en la carta apostólica Novo Millennio Ineunte (cf. n. 10). En ella recordé los riesgos a los que está expuesta la institución familiar, subrayando que "in hanc potissimam institutionem diffusum absolutumque discrimen irrumpit" (n. 47: "se está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución fundamental"). Uno de los desafíos más arduos que afronta hoy la Iglesia es el de una difundida cultura individualista que, como ha dicho muy bien monseñor decano, tiende a circunscribir y confinar el matrimonio y la familia al ámbito privado. Por tanto, considero oportuno volver a tocar esta mañana algunos temas de los que traté en nuestros encuentros anteriores (cf. Discursos a la Rota del 28 de enero de 1991: AAS 83 [1991] 947-953, cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de febrero de 1991, p. 9; y del 21 de enero de 1999: AAS 91 [1999] 622-627, cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de febrero de 1999, p. 13), para reafirmar la enseñanza tradicional sobre la dimensión natural del matrimonio y de la familia.

El magisterio eclesiástico y la legislación canónica contienen abundantes referencias a la índole natural del matrimonio. El concilio Vaticano II, en la Gaudium et spes, después de reafirmar que "el mismo Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con varios bienes y fines" (n. 48), afronta algunos problemas de moralidad matrimonial, remitiéndose a "criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos" (n. 51). A su vez, los dos Códigos que promulgué, al formular la definición del matrimonio, afirman que el "consortium totius vitae" está "ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole" (Código de derecho canónico, c. 1055; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 776,  1).

En el clima creado por una secularización cada vez más marcada y por una concepción totalmente privatista del matrimonio y de la familia, no sólo se descuida esta verdad, sino que también se la contesta abiertamente.

Fundamento objetivo de la cultura

3. Se han acumulado muchos equívocos en torno a la misma noción de "naturaleza". Sobre todo, se ha olvidado el concepto metafísico, al que precisamente hacen referencia los documentos de la Iglesia citados antes. Por otra parte, se tiende a reducir lo que es específicamente humano al ámbito de la cultura, reivindicando una creatividad y una operatividad de la persona completamente autónomas tanto en el plano individual como en el social. Desde este punto de vista, lo natural sería puro dato físico, biológico y sociológico, que se puede manipular mediante la técnica según los propios intereses.

Esta contraposición entre cultura y naturaleza deja a la cultura sin ningún fundamento objetivo, a merced del arbitrio y del poder. Esto se observa de modo muy claro en las tentativas actuales de presentar las uniones de hecho, incluidas las homosexuales, como equiparables al matrimonio, cuyo carácter natural precisamente se niega.

Esta concepción meramente empírica de la naturaleza impide radicalmente comprender que el cuerpo humano no es algo extrínseco a la persona, sino que constituye, junto con el alma espiritual e inmortal, un principio intrínseco del ser unitario que es la persona humana. Esto es lo que ilustré en la encíclica Veritatis Splendor (cf. n. 46-50: AAS 85 [1993] 1169-1174), en la que subrayé la relevancia moral de esa doctrina, tan importante para el matrimonio y la familia. En efecto, se puede buscar fácilmente en falsos espiritualismos una presunta confirmación de lo que es contrario a la realidad espiritual del vínculo matrimonial.

No contraponer naturaleza y cultura

4. Cuando la Iglesia enseña que el matrimonio es una realidad natural, propone una verdad evidenciada por la razón para el bien de los esposos y de la sociedad, y confirmada por la revelación de nuestro Señor, que explícitamente pone en íntima conexión la unión matrimonial con el "principio" (cf. Mt 19, 4-8) del que habla el libro del Génesis: "Los creó varón y mujer" (Gn 1, 27), y "los dos serán una sola carne" (Gn 2, 24).

Sin embargo, el hecho de que el dato natural sea confirmado y elevado de forma autorizada a sacramento por nuestro Señor no justifica en absoluto la tendencia, por desgracia hoy muy difundida, a ideologizar la noción del matrimonio -naturaleza, propiedades esenciales y fines-, reivindicando una concepción diversa y válida de parte de un creyente o de un no creyente, de un católico o de un no católico, como si el sacramento fuera una realidad sucesiva y extrínseca al dato natural y no el mismo dato natural, evidenciado por la razón, asumido y elevado por Cristo como signo y medio de salvación.

El matrimonio no es una unión cualquiera entre personas humanas, susceptible de configurarse según una pluralidad de modelos culturales. El hombre y la mujer encuentran en sí mismos la inclinación natural a unirse conyugalmente. Pero el matrimonio, como precisa muy bien santo Tomás de Aquino, es natural no por ser "causado necesariamente por los principios naturales", sino por ser una realidad "a la que inclina la naturaleza, pero que se realiza mediante el libre arbitrio" (Summa Theol. Suppl  q. 41, a. 1, in c.). Por tanto, es sumamente tergiversadora toda contraposición entre naturaleza y libertad, entre naturaleza y cultura.

Al examinar la realidad histórica y actual de la familia, a menudo se tiende a poner de relieve las diferencias, para relativizar la existencia misma de un designio natural sobre la unión entre el hombre y la mujer. En cambio, resulta más realista constatar que, además de las dificultades, los límites y las desviaciones, en el hombre y en la mujer existe siempre una inclinación profunda de su ser que no es fruto de su inventiva y que, en sus rasgos fundamentales, trasciende ampliamente las diferencias histórico-culturales.

En efecto, el único camino a través del cual puede manifestarse la auténtica riqueza y la variedad de todo lo que es esencialmente humano es la fidelidad a las exigencias de la propia naturaleza. Y también en el matrimonio la deseada armonía entre diversidad de realizaciones y unidad esencial no es sólo una hipótesis, sino que está garantizada por la fidelidad vivida a las exigencias naturales de la persona. Por lo demás, el cristiano sabe que para ello puede contar con la fuerza de la gracia, capaz de sanar la naturaleza herida por el pecado.

 

Dimensión natural de la unión

5. El "consortium totius vitae" exige la entrega recíproca de los esposos (cf. Código de derecho canónico, c. 1057,  2; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 817, 1). Pero esta entrega personal necesita un principio de especificidad y un fundamento permanente. La consideración natural del matrimonio nos permite ver que los esposos se unen precisamente en cuanto personas entre las que existe la diversidad sexual, con toda la riqueza, también espiritual, que posee esta diversidad a nivel humano. Los esposos se unen en cuanto persona-hombre y en cuanto persona-mujer. La referencia a la dimensión natural de su masculinidad y femineidad es decisiva para comprender la esencia del matrimonio. El vínculo personal del matrimonio se establece precisamente en el nivel natural de la modalidad masculina o femenina del ser persona humana.

El ámbito del obrar de los esposos y, por tanto, de los derechos y deberes matrimoniales, es consiguiente al del ser, y encuentra en este último su verdadero fundamento. Así pues, de este modo el hombre y la mujer, en virtud del acto singularísimo de voluntad que es el consentimiento (cf. Código de derecho canónico, c. 1057, 2; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 817, 1), establecen entre sí libremente un vínculo prefigurado por su naturaleza, que ya constituye para ambos un verdadero camino vocacional a través del cual viven su personalidad como respuesta al plan divino.

La ordenación a los fines naturales del matrimonio -el bien de los esposos y la generación y educación de la prole- está intrínsecamente presente en la masculinidad y en la femineidad. Esta índole teleológica es decisiva para comprender la dimensión natural de la unión. En este sentido, la índole natural del matrimonio se comprende mejor cuando no se la separa de la familia. El matrimonio y la familia son inseparables, porque la masculinidad y la femineidad de las personas casadas están constitutivamente abiertas al don de los hijos. Sin esta apertura ni siquiera podría existir un bien de los esposos digno de este nombre.

También las propiedades esenciales, la unidad y la indisolubilidad, se inscriben en el ser mismo del matrimonio, dado que no son de ningún modo leyes extrínsecas a él. Sólo si se lo considera como unión que implica a la persona en la actuación de su estructura relacional natural, que sigue siendo esencialmente la misma durante toda su vida personal, el matrimonio puede situarse por encima de los cambios de la vida, de los esfuerzos e incluso de las crisis que atraviesa a menudo la libertad humana al vivir sus compromisos. En cambio, si la unión matrimonial se considera basada únicamente en cualidades personales, intereses o atracciones, es evidente que ya no se manifiesta como una realidad natural, sino como una situación dependiente de la actual perseverancia de la voluntad en función de la persistencia de hechos y sentimientos contingentes. Ciertamente, el vínculo nace del consentimiento, es decir, de un acto de voluntad del hombre y de la mujer; pero ese consentimiento actualiza una potencia ya existente en la naturaleza del hombre y de la mujer. Así, la misma fuerza indisoluble del vínculo se funda en el ser natural de la unión libremente establecida entre el hombre y la mujer.

Visión humana y cristiana integral

6. Muchas consecuencias derivan de estos presupuestos ontológicos. Me limitaré a indicar las de relieve y actualidad particulares en el derecho matrimonial canónico. Así, a la luz del matrimonio como realidad natural, se capta fácilmente la índole natural de la capacidad para casarse: "Omnes possunt matrimonium contrahere, qui iure non prohibentur" (Código de derecho canónico, c. 1058; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 778). Ninguna interpretación de las normas sobre la incapacidad consensual (cf. Código de derecho canónico, c. 1095; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 818) sería justa si en la práctica no reconociera ese principio: "Ex intima hominis natura -afirma Cicerón- haurienda est iuris disciplina" (De Legibus, II).

La norma del citado canon 1058 se aclara aún más si se tiene presente que por su naturaleza la unión conyugal se refiere a la masculinidad y a la femineidad de las personas casadas, por lo cual no se trata de una unión que requiera esencialmente características singulares en los contrayentes. Si fuera así, el matrimonio se reduciría a una integración factual entre las personas, y tanto sus características como su duración dependerían únicamente de la existencia de un afecto interpersonal no bien determinado.

A cierta mentalidad, hoy muy difundida, puede parecerle que esta visión está en contraste con las exigencias de la realización personal. Lo que a esa mentalidad le resulta difícil de comprender es la posibilidad misma de un verdadero matrimonio fallido. La explicación se inserta en el marco de una visión humana y cristiana integral de la existencia. Ciertamente no es este el momento para profundizar las verdades que iluminan esta cuestión: en particular, las verdades sobre la libertad humana en la situación presente de naturaleza caída pero redimida, sobre el pecado, sobre el perdón y sobre la gracia.

Bastará recordar que tampoco el matrimonio escapa a la lógica de la cruz de Cristo, que ciertamente exige esfuerzo y sacrificio e implica también dolor y sufrimiento, pero no impide, en la aceptación de la voluntad de Dios, una plena y auténtica realización personal, en paz y con serenidad de espíritu.

El consentimiento

7. El mismo acto del consentimiento matrimonial se comprende mejor en relación con la dimensión natural de la unión. En efecto, este es el punto objetivo de referencia con respecto al cual la persona vive su inclinación natural. De aquí la normalidad y sencillez del verdadero consentimiento. Representar el consentimiento como adhesión a un esquema cultural o de ley positiva no es realista, y se corre el riesgo de complicar inútilmente la comprobación de la validez del matrimonio. Se trata de ver si las personas, además de identificar la persona del otro, han captado verdaderamente la dimensión natural esencial de su matrimonio, que implica por exigencia intrínseca la fidelidad, la indisolubilidad, la paternidad y maternidad potenciales, como bienes que integran una relación de justicia.

"Ni siquiera la más profunda o la más sutil ciencia del derecho -afirmó el Papa Pío XII, de venerada memoria- podría indicar otro criterio para distinguir las leyes injustas de las justas, el simple derecho legal del derecho verdadero, que el que se puede percibir ya con la sola luz de la razón por la naturaleza de las cosas y del hombre mismo, es decir, el de la ley escrita por el Creador en el corazón del hombre y expresamente confirmada por la revelación. Si el derecho y la ciencia jurídica no quieren renunciar a la única guía capaz de mantenerlos en el recto camino, deben reconocer las "obligaciones éticas" como normas objetivas válidas también para el orden jurídico" (Discurso a la Rota, 13 de noviembre de 1949: AAS 41 [1949] 607).

Es preciso remitirse al principio

8. Antes de concluir, deseo reflexionar brevemente sobre la relación entre la índole natural del matrimonio y su sacramentalidad, dado que, a partir del Vaticano II, con frecuencia se ha intentado revitalizar el aspecto sobrenatural del matrimonio incluso mediante propuestas teológicas, pastorales y canónicas ajenas a la tradición, como la de solicitar la fe como requisito para casarse.

Casi al comienzo de mi pontificado, después del Sínodo de los obispos de 1980 sobre la familia, en el que se trató este tema, me pronuncié al respecto en la Familiaris Consortio, escribiendo: "El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad con respecto a los otros: es el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; es el mismo pacto matrimonial instituido por el Creador "al principio"" (n. 68: AAS 73 [1981] 163). Por consiguiente, para identificar cuál es la realidad que desde el principio ya está unida a la economía de la salvación y que en la plenitud de los tiempos constituye uno de los siete sacramentos en sentido propio de la nueva Alianza, el único camino es remitirse a la realidad natural que nos presenta la Escritura en el Génesis (cf. Gn 1, 27; 2, 18-25). Es lo que hizo Jesús al hablar de la indisolubilidad del vínculo matrimonial (cf. Mt 19, 3-12; Mc 10, 1-2), y es lo que hizo también san Pablo, al ilustrar el carácter de "gran misterio" que tiene el matrimonio "con respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5, 32).

Por lo demás, el matrimonio, aun siendo un "signum significans et conferens gratiam", es el único de los siete sacramentos que no se refiere a una actividad específicamente orientada a conseguir fines directamente sobrenaturales. En efecto, el matrimonio tiene como fines, no sólo principales sino también propios "indole sua naturali", el bonum coniugum y la prolis generatio et educatio (cf. Código de derecho canónico, c. 1055).

Desde una perspectiva diversa, el signo sacramental consistiría en la respuesta de fe y de vida cristiana de los esposos, por lo que carecería de una consistencia objetiva que permita considerarlo entre los verdaderos sacramentos cristianos. Por tanto, oscurecer la dimensión natural del matrimonio y reducirlo a mera experiencia subjetiva conlleva también la negación implícita de su sacramentalidad. Por el contrario, es precisamente la adecuada comprensión de esta sacramentalidad en la vida cristiana lo que impulsa hacia una revalorización de su dimensión natural.

Por otra parte, introducir para el sacramento requisitos intencionales o de fe que fueran más allá del de casarse según el plan divino del "principio" -además de los graves riesgos que indiqué en la Familiaris Consortio (cf. n. 68: AAS 73 [1981] 164-165): juicios infundados y discriminatorios, y dudas sobre la validez de matrimonios ya celebrados, en particular por parte de bautizados no católicos-, llevaría inevitablemente a querer separar el matrimonio de los cristianos del de otras personas. Esto se opondría profundamente al verdadero sentido del designio divino, según el cual es precisamente la realidad creada lo que es un "gran misterio" con respecto a Cristo y a la Iglesia.

La protección de María

9. Queridos prelados auditores, oficiales y abogados, estas son algunas de las reflexiones que me urgía compartir con vosotros para orientar y sostener el valioso servicio que prestáis al pueblo de Dios.

Invoco sobre cada uno de vosotros y sobre vuestro trabajo diario la particular protección de María santísima, "Speculum iustitiae", y os imparto de corazón la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a vuestros familiares y a los alumnos del Estudio rotal.

(L'Osservatore Romano - 9 de febrero de 2001)

Inicio