Jueves Santo 1990, sobre el Espíritu Santo y el sacerdocio
(12-lV-1990)

1. ¡Ven Espíritu Creador! Con estas palabras la Iglesia ha rezado el día de nuestra ordenación sacerdotal. Hoy, cuando comienza elTriduo Pascual del año del Señor 1990, recordamos juntos el día de nuestra ordenación. Nos dirigimos al Cenáculo con Cristo y los Apóstoles para celebrar la Eucaristía in cena Domini y para encontrar las comunes raíces que unen en sí la Eucaristía de la PascuadeCristo y nuestro sacerdocio sacramental heredado de los Apóstoles: "Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).
¡Ven, Espíritu Creador! En este Jueves Santo,al volver a los orígenes del sacerdocio de la nueva y eterna Alianza, cada uno de nosotros recuerda, al mismo tiempo, aquel día que está grabado en la historia de nuestra propia vida como comienzo de su sacerdocio sacramental, como servicio en la Iglesia de Cristo. La voz de la Iglesia, que invoca al Espíritu Santo en este día decisivo para nosotros, hace mención de la promesa de Cristo en el Cenáculo: "Yo pediré al Padre (por vosotros) y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad" (Jn 14, 16-17). ¡EI Consolador, el Paráclito! La Iglesia está convencida de su presencia salvífica y santificadora. Él "es el que da vida" (Jn 6, 63). "EI Espíritu de la verdad, que procede del Padre... que Yo os enviaré de junto al Padre" (cf. Jn 15, 26), precisamente Él ha engendrado en nosotros aquella nueva vida que se llama y es el sacerdocio ministerial de Cristo. Él mismo dice: "Él... recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros" (Jn 16, 14). Así ha sucedido concretamente. El Espíritu de la verdad, el Paráclito, "ha recibido" de aquel único sacerdocio de Cristo y nos lo ha revelado como el camino de nuestra vocación y de nuestra vida. Fue aquel el día en que cada uno de nosotros se vio a sí mismo, en el sacerdocio de Cristo en el Cenáculo como ministro de la Eucaristía y, viéndose así, comenzó a caminar en esa dirección. Fue aquel el día en que cada uno de nosotros, en virtud del sacramento, vio este sacerdocio como realizado en uno mismo, como impreso en la propia alma bajo la forma de un sello indeleble: "Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec" (Hb 5, 6).
2. Todo esto se presenta de nuevo cada año ante nuestros ojos el día del aniversario de nuestra ordenación; pero vuelve a presentarse también el día del Jueves Santo. Hoy, en efecto, en la liturgia matutina de la Misa crismal, nos reunimos, en nuestras respectivas comunidades sacerdotales, en torno a nuestros obispos para fortalecer la gracia sacramental del Orden. Nos reunimos para renovar, ante el pueblo sacerdotal de la Nueva Alianza, aquellas promesas que desde el día de la ordenación constituyen el carácter específico de nuestro ministerio en la Iglesia.
Y, al renovar estas promesas, invocamos al Espíritu de la verdad -el Paráclito- para que conceda la fuerza salvífica y santificadora a las palabras que la Iglesia pronuncia en su himno de invocación:
"Visita las almas de tus fieles
y llena de la divina gracia los corazones,
que Tú mismo creaste".

¡Sí! Hoy abrimos nuestros corazones, estos corazones que Él ha vuelto a crear con su obrar divino. Él los ha vuelto a crear con la gracia de la vocación sacerdotal y en ellos actúa constantemente. Él crea cada día; crea en nosotros, siempre de nuevo, aquella realidad que constituye la esencia de nuestro sacerdocio, que confiere a cada uno de nosotros la plena identidad y autenticidad en el servicio sacerdotal que nos permite "ir y dar fruto" y que este fruto "permanezca" (cf. Jn 15, 16).
Es Él, el Espíritu del Padre y del Hijo, quien nos permite descubrir cada vez con mayor profundidad el misterio de aquella amistad a la que Cristo nos ha llamado en el Cenáculo: "No os llamo ya siervos..., a vosotros os he llamado amigos" (Jn 15, 15). Pues si el siervo no sabe lo que hace su amo, el amigo, en cambio, conoce los secretos de su amo. El siervo sólo puede ser obligado a trabajar, mas el amigo se alegra de la elección hecha por aquél que se le ha entregado y al cual también él se entrega, y se le entrega totalmente.
Hoy, por tanto, pedimos al Espíritu Santo que esté siempre presente en nuestros pensamientos y en nuestros corazones. Su presencia es condición necesaria para mantener la amistad con Cristo y nos garantiza también un conocimiento cada vez más íntimo y conmovedor del misterio de nuestro Maestro y Señor. Nosotros participamos de este misterio de un modo singular: somos sus heraldos y,sobre todo, sus dispensadores. Este misterio penetra en nosotros y, por nuestro medio, a semejanza de la vid, hace nacer los sarmientos de la vida divina. Por consiguiente, ¡cuánto hemos de desear el tiempo de la venida de este Espíritu que "da la vida"! ¡Cuán profundamente debe estar unido a Él nuestro sacerdocio para "permanecer en la vida que es Cristo" (cf. Jn 15, 5)!

3. ¡Ven, Espíritu Creador! Dentro de unos meses estas mismas palabras del himno litúrgico inaugurarán la asamblea del Sínodo de los Obispos, dedicada al sacerdocio y a la formación sacerdotal en la Iglesia. Este tema surgió en la anterior asamblea del Sínodo celebrada hace tres años, en 1987. Fruto de los trabajos de aquella sesión sinodal ha sido la Exhortación Apostólica Christifideles laici, que en muchos ambientes ha sido acogida con gran satisfacción. Éste fue un tema obligado, y los trabajos del Sínodo, desarrollados con una notable participación del laicado católico -hombres y mujeres de todos los continentes- se revelaron particularmente útiles de cara a los problemas del apostolado en la Iglesia. Conviene añadir también que a las sugerencias sinodales debe su origen el documento Mulieris dignitatem, que constituyó, en cierto modo, el complemento del Año Mariano.
Pero ya entonces en el horizonte de aquellos trabajos estuvo presente el tema del sacerdocio y de la formación sacerdotal. "Sin los presbíteros, que pueden llamar a los laicos a desarrollar su cometido en la Iglesia y en el mundo, y que pueden ayudar en la formación de los laicos para el apostolado, sosteniéndoles en su difícil vocación, faltaría un testimonio esencial en la vida de la Iglesia". Con estas palabras un benemérito y experto representante del laicado se expresó sobre lo que sería luego el tema de la próxima asamblea sinodal de los obispos de todo el mundo. Pero esta voz no fue la única. Siente la misma necesidad el pueblo de Dios, tanto en los países donde el cristianismo y la Iglesia existen desde hace siglos, como en los países de misión donde la Iglesia y el cristianismo están echando sus raíces. Si en los primeros años después del Concilio se notó cierta desorientación en este aspecto por parte de los laicos y de los pastores de almas, hoy día la necesidad de sacerdotes es obvia y urgente para todos.
En esta problemática está implícita también la justa relectura de la misma enseñanza del Concilio sobre la relación entre el sacerdocio de los fieles -que deriva de su fundamental inserción, por medio del Bautismo, en la realidad de la misión sacerdotal de Cristo- y el "sacerdocio ministerial", del cual participan -en grado diverso- los obispos, los presbíteros y los diáconos (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 10 y 28). Esta relación corresponde a la estructura comunitaria de la Iglesia. El sacerdocio no es una institución que existe "junto" al laicado o bien "por encima" del mismo. El sacerdocio de los obispos y de los presbíteros, igual que el ministerio de los diáconos, es "para" los laicos y, precisamente por esto, posee su carácter "ministerial", es decir, "de servicio". Éste, además, hace resaltar también el mismo "sacerdocio bautismal", es decir, el sacerdocio común de todos los fieles: lo hace resaltar y al mismo tiempo ayuda a que se realice en la vida sacramental.
Se ve así cómo el tema del sacerdocio y de la formación sacerdotal surge de la misma temática del precedente Sínodo de los Obispos. Se ve también cómo este tema, en ese sentido, es algo tan justificado y obligado como urgente.

4. Por tanto, conviene que el Triduo Pascual de este año de manera especial el Jueves Santo, sea una cita clave para la preparación de la próxima asamblea del Sínodo de los Obispos. Durante la fase preparatoria, que dura desde hace casi dos años, se ha pedido a los presbíteros diocesanos y religiosos que intervengan activamente y presenten observaciones, sugerencias y conclusiones. Aunque el tema atañe a la Iglesia en su conjunto, sin embargo, son los sacerdotes del mundo entero los que tienen el derecho y el deber de considerar este Sínodo como "propio": verdaderamente, res nostra agitur!
Y ya que todo esto es, al mismo tiempo, res sacra,conviene entonces que la preparación para el Sínodo se apoye no solamente sobre el intercambio de reflexiones, experiencias y sugerencias, sino que tenga también un carácter sacral. Es necesario rezar mucho por los trabajos del Sínodo. De ellos depende mucho para un ulterior proceso de renovación, iniciado con el Concilio Vaticano II. En este campo, mucho depende de aquellos operarios que "el Dueño envíe a su mies" (cf. Mt 9, 38).Hoy, cercanos ya al tercer Milenio de la venida de Cristo, quizá experimentamos de manera más profunda la magnitud y las dificultades de la mies: "La mies es mucha"; pero vemos también la escasez de obreros: "Los obreros son pocos" (Mt 9, 37)."Pocos": y esto atañe no sólo a la cantidad sino también a la calidad. De ahí, pues, la necesidad de la formación. Por eso tienen un significado decisivo las palabras del Maestro: "Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38).
El Sínodo al que nos preparamos debe tener un carácter de oración. Sus trabajos deben transcurrir en una atmósfera de oración por parte de los mismos participantes. Pero no basta. Conviene que estos trabajos estén acompañados por la oración de todos los sacerdotes de la Iglesia entera. Las reflexiones que he propuesto en el Ángelus dominical, desde hace algunas semanas, están encaminadas a suscitar esa oración.
5. Por esto, el Jueves Santo de 1990 -dies sacerdotalis de toda la Iglesia- tiene en este período preparatorio un significado fundamental. Desde hoy es necesario invocar al Espíritu Santo que da la vida: ¡Ven, Espíritu Creador! Ningún otro tiempo ayuda a percibir tan íntimamente la profunda verdad sobre el sacerdocio de Cristo, Aquél, que "con su propia sangre penetró en el santuario una vez para siempre, consiguiendo una redención eterna" (cf. Hb 9, 12), es el sacerdote de la nueva y eterna Alianza, que al mismo tiempo "amó hasta el extremo a los suyos que estaban en el mundo" (cf. Jn 13, 1). Y la medida de este amor es el don de la Última Cena: la Eucaristía y el sacerdocio.
Reunidos en torno a este don mediante la liturgia de hoy, y en la perspectiva del Sínodo dedicado al sacerdocio, dejemos actuar en nosotros al Espíritu Santo para que la misión de la Iglesia siga madurando hasta llegar a la plenitud en Jesucristo (cf. Ef 4, 13). Que podamos conocer cada vez más perfectamente "el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento" (Ef 3, 19). Que en Él y por Él podamos ser colmados "hasta la total plenitud de Dios" (Ibid.) en nuestra vida y en nuestro servicio sacerdotal.
A todos los hermanos en el sacerdocio de Cristo deseo manifestar mi estima y mi amor con una especial bendición apostólica.
Vaticano, 12 de abril, Jueves Santo del año 1990, duodécimo de mi Pontificado.
Joannes Paulus PP. II