Qo

Qo 1, 1-18. Preliminares, vanidad de la ciencia

Qo 1, 1-2.Título. Tema general

Comienza el prólogo del Eclesiastés presentando el título de la obra y el tema general o tesis fundamental de la misma. Aquél es enunciado en los términos: Razones del Cohelet, hijo de David, rey de Jerusalén. En la introducción dejamos indicada la significación del término Cohelet y hemos señalado la ficción literaria por la que el autor se presenta como el sabio rey Salomón. Por lo que al término con que se designa el contenido de la obra se refiere, ninguna versión mejor que la propuesta en el texto, dado que es un conjunto de sentencias y razonamientos con los que Cohelet intenta probar su tesis, que queda expresada en el repetido vanidad de vanidades del v.2. El término hebreo correspondiente significa soplo, hálito, vapor tenue que desaparece rápidamente, algo sin consistencia, sin duración. La repetición es un superlativo hebreo como cantar de los cantares o santo de los santos y significa suma vanidad. El dijo el sabio parece indicar se trata de una sentencia de Cohelet que introdujo un discípulo suyo, y el perfecto indicaría una acción que comienza y perdura, de modo que podría traducirse "doctrina de Cohelet".
Vanidad de vanidades y todo vanidad es el pensamiento con que el Eclesiastés abre su libro, el que irá aplicando a lo largo del libro a aquellas cosas que prometen al hombre la felicidad, y con el que pondrá punto final a su obra. "Si los poderosos -comenta San Juan Crisóstomo-, los que gozan de autoridad, comprendieran la verdad que esta sentencia del sabio encierra, lo escribirían en todas las paredes y en sus mismos vestidos; en las portadas de sus casas la harían grabar. Porque son muchas las meras apariencias, las imágenes falsas que engañan a los incautos, es preciso recordar cada día este verso saludable, y en los banquetes y en las reuniones susurrarlo cada uno a su prójimo y escucharlo con gusto de él, porque realmente vanidad de vanidades y todo vanidad". Vatablo añade que esta sola sentencia basta para condenar las opiniones de cuantos ponen su felicidad en cualquier cosa que no sea Dios.

Qo 1, 3-Qo 1, 12. Consideración Preliminar

Qo 1, 3-11. El hombre pasa, mientras la tierra y los elementos permanecen

Sigue al título y enunciación del tema general esta consideración preliminar a sus observaciones sobre la vanidad de las cosas. La idea central de la misma parece ser la siguiente: las generaciones humanas pasan, mientras que la tierra permanece y los elementos de la naturaleza perseveran en un círculo monótono que los hace volver, recorrido su camino, al punto de partida para volver a recorrer aquél; y esto de una manera indefinida, de modo que en realidad no hay nada nuevo bajo el sol. Cierto que las generaciones se suceden unas a otras; pero los hombres, que son los que viven y buscan ansiosamente la felicidad, duran un día y mueren para no volver. No pueden, por lo mismo, contemplar más que el presente; ignoran el pasado y el porvenir, que no pueden, en consecuencia, ordenar a su propio gusto en orden a conseguir la felicidad.
A la pregunta con que comienza la perícopa: ¿Qué provecho obtiene el hombre por cuanto se afana debajo del sol? da todo el libro la respuesta negativa que ella deja entrever. No quiere decir el autor que todo esfuerzo del hombre sea completamente inútil. Expresiones como ésta han de ser tomadas con cierta reserva, dado que él mismo, razonando después, se encarga de mitigarlas. Por lo demás, advirtamos ya desde el principio, con Girotti, que, si Dios daba al Eclesiastés, y con él a los hombres de su tiempo, la sensación intensa de la vanidad del mundo presente, era sólo para despertar en ellos el anhelo por otro más estable y duradero, y si le invitaba a reflexionar sobre la incapacidad de las cosas de la tierra para proporcionar la verdadera felicidad que el corazón humano ansia, era para irlos preparando a la revelación de los bienes ultraterrenos en que aquélla se encuentra. Y, en efecto, constata el autor con cierto dejo de amargura el hecho de que los hombres se encuentren en continuo caminar hacia su ocaso, para dejar sus bienes a los venideros, mientras que la tierra, creada precisamente para él, permanece, gozando el señor de menor estabilidad que la servidora. "¿Puede haber mayor vanidad que ésta -exclama San Jerónimo-, que perdure la tierra, creada por causa del ser humano, y el ser humano, señor de la tierra, se convierta tan presto en polvo?" Evidentemente no se trata en este verso de la inmovilidad local de la tierra respecto del sol, que afirmaban los antiguos, ni, por supuesto, de su eternidad, como podía dar lugar a entender la versión de la Vulgata: "in aeternum" -cosas de que prescinde Cohelet aquí-, sino sencillamente de la permanencia en su duración frente a las generaciones que pasan. No fue oportuno aducir este texto contra Galileo.
Los tres versos siguientes presentan otros tantos elementos de la naturaleza que, estando en continuo y uniforme movimiento, perseveran lo mismo que la tierra. Así, el sol sale por oriente, cubre su carrera sobre el firmamento y desaparece en occidente. Pero a través de sendas misteriosas desconocidas para los antiguos volvía al punto de origen para emprender al día siguiente idéntica carrera. Pensaban ellos que el sol durante la noche retornaba a su lugar de origen a través de caminos subterráneos, como afirma el Targum. También el viento se dirige hacia el sur, vuelve hacia el norte para dirigirse de nuevo al mediodía, sujeto a la misma actividad monótona e incesante del sol. Igualmente los ríos: corren mansa o presurosamente hacia el mar, sin que éste jamás se llene; de donde vinieron las aguas de allí surgen de nuevo para mantener su incesante carrera hacia el océano. La idea principal de estos versos no es la vanidad de estos elementos, que han de comenzar siempre de nuevo su actividad como si nada hubieren hecho, que sería secundaria en este pasaje, sino desarrollar el pensamiento del v.4, haciendo resaltar más la caducidad del hombre, que vive un día y muere para no volver jamás, con la permanencia de la tierra y los elementos de la naturaleza, que en su movimiento continuo perseveran perpetuamente.
Todas estas cosas y otras que podría enumerar, desarrollan una actividad incesante mayor que cuanto el hombre, que ha de entremezclar el trabajo con el descanso, puede ponderar. Pero también con la actividad humana ocurre algo parecido: el hombre lleva impreso en su alma el deseo de saber, y su ojo no se sacia de ver ni su oído de oír, de modo que también se da en el hombre, en cierto sentido, esa repetición indefinida de una misma actividad. Los autores de vida espiritual utilizan estos pensamientos para probar que las cosas materiales no pueden llenar el alma, que, cuando las comprende con la inteligencia o las posee con el corazón, jamás queda saciada. San Agustín lo expresó magistralmente en sus Soliloquios: "Cuando el alma desea la criatura, tiene un hambre continua, porque, aunque llegue a conseguir lo que desea de las criaturas, permanece insaciada, pues nada hay que pueda llenarla sino tú, Señor, a cuya imagen fue creada".
Lo que antes ha expresado con ejemplos lo formula ahora en un principio general: lo que fue, eso será, que algunos refieren a los fenómenos naturales; lo que ya se hizo, eso es lo que se hará, que los mismos entienden de las acciones del hombre; no se hace nada nuevo bajo el sol (v.8), que comprende unos y otras y resume la idea central de la perícopa que sirve de base a su razonamiento. Es claro que la frase no ha de entenderse en un sentido absoluto, sino que se aplica sólo a ese conjunto de fenómenos y hechos que se desarrollan conforme a leyes uniformes y monótonas a que antes ha aludido. Pero muchas veces oímos decir: "He aquí una cosa nueva". Así lo parece, mas en realidad no es así. Todo aquello que nos causa maravilla por su supuesta novedad, ha tenido lugar ya en tiempos anteriores. El presente es una repetición del pasado, y el futuro lo será del presente. Y no sólo de las cosas, incluso de las generaciones humanas pasadas, no queda memoria en las que vienen después.

Qo 1, 12-Qo 12, 8. Cuerpo de la Obra

Qo 1, 12-Qo 2, 26. Primera Parte

Qo 1, 12-18. Vanidad de la ciencia

Una mirada superficial sobre el mundo y sobre la misma vida y actividad humana convence de la vanidad de las cosas en orden a proporcionar al hombre su plena felicidad. Tal vez una más atenta consideración de las mismas, un estudio más profundo y filosófico, pueda penetrar en las leyes que rigen los acontecimientos y disponerlos en orden a conseguir aquélla. Para ello Cohelet somete a examen todas aquellas cosas en las que el hombre suele buscar su gozo y satisfacción, comenzando por la ciencia. Mediante una ficción literaria que dejamos consignada al tratar la "atribución salomónica" del libro, el Eclesiastés se presenta de nuevo como rey de Israel en Jerusalén. La razón es clara: Salomón pasó a la posteridad como el tipo de rey sabio por excelencia y había tenido oportunidad como nadie de experimentar si la sabiduría puede dar al hombre o no la suprema felicidad. En su búsqueda afirma haberse dado a la ciencia, no precisamente a la sabiduría que investiga las últimas causas de las cosas, sino a la sabiduría práctica, que investiga las leyes que regulan la actividad humana, y cuyo conocimiento le permitiría orientarla siempre certeramente hacia el éxito. Pero pronto cayó en la cuenta de que ello supone una labor dura, que exige mucho esfuerzo. No hay en la afirmación queja alguna contra Dios; jamás Cohelet deja escapar una palabra contra El. Por lo demás, si esa ocupación resulta penosa, no lo es por voluntad antecedente de Dios, sino consiguiente al pecado original, en que el hombre, por su culpa, perdió el clon de ciencia, con lo que el Señor quiso dejar muchas cosas ocultas a la inteligencia humana con el fin de que así reconociese su impotencia y se humillase ante su Creador. Pero, además de penosa, tal investigación resulta vana e ineficaz, lo que expresa el autor con una fórmula sumamente gráfica: la actividad del hombre por alcanzar la sabiduría que le pudiera conducir a la felicidad plena es vanidad y persecución del viento: si quiero con mi mano coger el aire, éste escapa de entre ella, resultando inútil tal pretensión. Así de ineficaces son los esfuerzos del hombre en la búsqueda de la ciencia propuesta. Lo explica Cohelet todavía con un proverbio: Lo torcido no puede enderezarse, ni lo que falta puede contarse (v.15). La primera expresión podría entenderse de los defectos físicos y de los morales, dado que el término hebreo puede significar unos y otros. La segunda significa que lo que carece de existencia no puede contarse; contar es para el semita algo positivo que no puede verificarse sobre lo que no existe. La idea es en ambos casos la misma: los esfuerzos del hombre no pueden corregir los defectos inherentes a las cosas creadas, y menos todavía crear lo que les falta. Se trata de esas innumerables deficiencias que, como consecuencia del pecado original, advertimos en el orden físico y en el orden moral, respecto de las cuales nada podemos nosotros hacer.
Hasta aquí Cohelet ha considerado las cosas del mundo y la actividad humana, teniendo como instrumento de investigación su sabiduría, encontrándolo todo vano. Ahora va a reflexionar sobre su propia sabiduría, que afirma mayor que la de cuantos le precedieron en Jerusalén, conforme a la ficción literaria antes indicada, si es que no se trata de una expresión hecha para poner de relieve la grandeza de su ciencia y sabiduría, dado que a Salomón sólo precedieron en el trono Saúl y David. La ciencia podría designar el conocimiento práctico, por el que distinguimos el bien del mal, y la sabiduría el especulativo, que investiga el conocimiento de las causas. También podría tratarse de dos términos sinónimos, cuya repetición tendría por objeto poner más de manifiesto la amplitud de los conocimientos de Cohelet. Y, no contento con esto, el Eclesiastés, en su afán de profundizar en sus investigaciones, se ha dado a la locura y la necedad (v.17), pues las cosas se ilustran mejor con la consideración de sus contrarias, y así el conocimiento de éstas le dará un mejor discernimiento entre la sabiduría y la necedad, con la consiguiente mejor apreciación de aquélla. Pero también sobre ella Cohelet hace recaer su juicio inexorable: persecución del viento. Y da la razón: donde hay mucha ciencia hay mucha molestia. Para saber poco, dice el proverbio vulgar, es preciso estudiar mucho, y la experiencia constata que apenas hay proporción entre el esfuerzo que el estudio supone y los frutos intelectuales que aquél reporta. Por lo demás, cuanto más se investiga, más se descubre la ignorancia en que nos encontramos tanto respecto de los múltiples misterios de la naturaleza física como los que encierra el orden religiosa. Y "una ciencia siempre imperfecta -escribe el P. Colunga-, que ofrece más dificultades angustiosas que soluciones tranquilizadoras, es molesta para el hombre". Así concluye su primer razonamiento Cohelet. Después volverá sobre estas mismas ideas, temperando un poco estas expresiones duras, que no pueden entenderse en todo su rigor, sino que han de ser interpretadas en el contexto de todo el libro.

Qo 2, 1 - 26. Vanidad de los placeres y de la ciencia

Qo 2, 1-11. Vanidad de los placeres

Decepcionado por su primera investigación, que no le dio resultado positivo alguno, Cohelet va a intentar otro camino a ver si éste da tranquilidad a su espíritu. Pero ya antes de presentarnos sus experiencias anticipa la conclusión: los placeres -es éste el objeto de su nueva exploración- son vanidad, la risa es locura, y la alegría, ¿de qué sirve? En efecto, los placeres materiales no pueden dar al hombre esa felicidad completa que anhela su corazón, porque éste está hecho para Dios, y sólo los bienes celestiales pueden saciarlo. La risa y la alegría faltan muchas veces en la vida, y no pocas vienen para alejarse rápidamente; la vida está envuelta en demasiadas preocupaciones para poder dar al hombre una alegría continua y duradera que pueda constituir su felicidad.
Cohelet se propuso regalar su carne con el vino, es decir, se entregó a los placeres sensibles, simbolizados aquí en el vino, por ocupar éste un lugar preferente en los placeres de la mesa y contribuir más que ningún otro a alegrar el corazón del hombre; pero dando su mente a la sabiduría. Se ha entregado a los placeres, no llevado de la intemperancia, sino teniendo en cuenta que está haciendo una experiencia con el fin de descubrir si los placeres le pueden hacer feliz, experiencia que ha querido llevar hasta la locura, hasta el extremo que le permita probar los placeres en el mayor grado posible.
En los versos siguientes enumera los bienes en que ha buscado la felicidad: palacios, viñas, huertos y jardines, toda suerte de árboles frutales, estanques de agua, siervos y siervas, ganados, riquezas, mujeres sin número. El libro primero de los Reyes nos habla de las grandes construcciones llevadas a cabo por Salomón: su propio palacio, la casa denominada "Bosque del Líbano" por el gran número de columnas de madera de cedro de aquella región que tenía en su interior, el palacio de la hija del Faraón, que había tomado por esposa y a quien construyó su propia casa; construcciones militares en Jerusalén y otras ciudades estratégicas, con las que miraba a asegurarse el reino.
No nos hablan los citados libros de las viñas de Salomón, pero es seguro que las plantó, ya que el autor de las Crónicas habla de las viñas de David y en el Cantar se alude a la viña que en Bal-Hamón tenía el rey sabio. Tampoco hablan los libros sagrados expresamente de los huertos y jardines de Salomón, pero no hay duda de que un gran rey, suntuoso como él, que gozó de un largo reinado de paz, llevó a cabo plantaciones de este género, y las adornaría probablemente con árboles traídos de Arabia y Egipto. Por lo demás, el historiador sagrado afirma que Salomón disertó acerca de los árboles y las plantas, y en los libros siguientes se mencionan con frecuencia "los jardines del rey". En un país donde el agua escasea es preciso construir estanques para poder regar los jardines, y su abundancia es un motivo más de orgullo para el rey. Muchas veces se hace mención de los estanques en la Biblia, si bien no nos consta qué estanques construyó Salomón; las piscinas o pilones situados cuatro kilómetros al sudoeste de Belén, que se muestran aún en nuestros días, nada tienen que ver con el rey sabio; son del tiempo de los romanos, obra de Pilatos. A los que nuestro texto alude se hallarían, sin duda, en los jardines construidos por Salomón y se surtirían de la piscina situada en la parte oriental de la fortaleza de los jebuseos.
La grandeza de un personaje antiguo se reflejaba también en el número de sus siervos y ganados. Salomón compró muchos siervos y siervas y tuvo de ellos muchos nacidos en su casa, que le correspondían por derecho de nacimiento. La relación que da el texto sagrado del consumo alimenticio que cada día hacía la casa del rey puede dar idea de la cantidad de sus siervos, si bien tal vez se incluye la guarnición de la capital. También con ocasión de los sacrificios hace la Biblia mención de los numerosos ganados de Salomón: en Gabaón, antes de que fuese construido el templo, ofreció un gran número de víctimas, que ascendió a muchos miles de bueyes y ovejas en la dedicación de aquél. Poseía además numerosos caballos, que Cohelet no menciona seguramente porque en su tiempo no se hacía de ellos la estima que en los días del gran rey sabio. Cohelet afirma haber amontonado plata y oro (v.8). Salomón mantuvo un comercio floreciente que le procuraba enormes riquezas. El peso de oro que cada año llegaba a Salomón "era de 666 talentos de oro", lo que equivalía a 78 millones de pesetas oro. Y esto sin contar el que le provenía del tributo que recibía de los grandes y pequeños mercaderes, de los príncipes de los beduinos y de los intendentes de la tierra. Los reyes y provincias a que alude el texto, en el estado en que éste se encuentra, habría que referirlos a los reyes vasallos de Salomón, que "desde el río hasta la tierra de los filisteos y hasta la frontera de Egipto le pagaban tributo, y a las doce provincias en que estaba dividido el reino de Salomón, al frente de las cuales había otros tantos intendentes; cada uno de ellos tenía que suministrar un mes de cada año las provisiones de la casa del rey. Los cantores y cantoras son algo connatural a los banquetes. Ben Sirac hace estima de la música en ellos y recomienda el silencio o moderación en el hablar, que no impida percibir las melodías del canto. Menciona, finalmente, las princesas sin número. La expresión que traducimos de este modo es la más enigmática de todo el libro. No está de acuerdo el texto hebreo con las versiones, ni éstas entre sí. La versión escogida supone la corrección propuesta por Euringer, seguida por Podechard, Buzy y otros, que leen sarah wesaroth en lugar de siddah wesiddoth. La repetición del nombre, singular y plural, tendría como finalidad expresar el gran número de las mismas. En el cuadro de las delicias de Salomón no podía faltar una alusión a las mujeres, a cuyos placeres se entregó en los últimos años de su reino y que fue la causa de su ruina. Por lo demás, es en el trato con las mujeres donde los hombres experimentan las mayores satisfacciones de su carne. El término sarah es precisamente, advierten los autores citados, el que se emplea para designar la clase más elevada de las mujeres de Salomón en 1R 11, 3, donde se afirma que tuvo "700 mujeres de sangre real (saroth) y 300 concubinas".
También en este campo, como en el de la ciencia, Cohelet asegura haber superado a cuantos le precedieron en Jerusalén. Antes de dar su juicio sobre la nueva experiencia, afirma de nuevo que no ha negado cosa alguna a sus ojos, ni ha privado de gozo alguno a su corazón. Advierte que como en la investigación precedente, también en ésta ha tenido constantemente a la razón como guía: no se entregó a los placeres con la impetuosa avidez del que no ve ni anhela más que el placer material, sino con la conciencia de que realizaba una experiencia con el fin de comprobar si realmente los placeres materiales podían proporcionar a su espíritu la felicidad que ansia su corazón. En su experiencia, Cohelet encontró ciertas satisfacciones, y en algún momento consideró recompensada su labor, por lo que juzgó debía reflexionar si realmente había dado con el camino de la verdadera felicidad. Pero una más profunda reflexión ante el más espléndido cuadro de delicias que el mundo puede ofrecer, asegura haber experimentado profunda desilusión. Debió de caer entonces en la cuenta de que las alegrías todas y satisfacciones de esta vida se marchitan como las flores, pasan a veces como el humo, mientras que el corazón humano desea ser eternamente feliz. Y así, todo placer de esta vida encierra un dejo de amargura, por cuanto no podrá acompañar al hombre más allá de la muerte.

Qo 2, 12-17. Nueva reflexión sobre la ciencia.

Cohelet vuelve al tema de la sabiduría, esta vez para compararla con la necedad y comprobar si, desde este punto de vista práctico, vale la pena poner el corazón en la sabiduría. En un principio descubrió que la sabiduría tiene sus ventajas sobre la necedad. Lo manifiesta con la comparación, frecuente en los libros sapienciales, de la luz y las tinieblas y con el expresivo aforismo del v.14: el sabio tiene ante sus ojos la luz de la sabiduría y dirige conforme a ella todos los pasos de su vida, mientras que el necio camina en tinieblas y tropieza mil veces en la vida. Pero, reflexionando después sobre la suerte final que a uno y otro espera, Cohelet se ha sentido profundamente desilusionado al ver que no media entre ambos diferencia alguna. Como afirma el salmista, "mueren los sabios, desaparecen el necio y el estulto, dejan a otros sus haciendas". Cierto que el sabio, después de su muerte, goza de buen nombre entre las generaciones venideras, mientras que la memoria del necio es execrada; pero quien juzgó vanidad en su vida la ciencia y los placeres no verá saciado su corazón con el pasajero recuerdo que unas cuantas generaciones puedan tributarle. Y en un momento de profunda decepción, Cohelet llega a proclamar que aborrece la vida y que cuanto en ella hay es vanidad.
Para comprender esta manera de reaccionar hay que tener en cuenta que el autor del libro juzga las cosas en aquella oscuridad en que él, como sus contemporáneos, se hallaba respecto de la recompensa de ultratumba, que reserva suerte muy distinta a los mortales, y fijando su atención al lado pesimista de las cosas. No es de su parecer el salmista cuando escribe que "es cosa preciosa a los ojos de Yahvé la muerte de sus justos", mientras que "la desgracia matará al impío, y los que odian al justo serán castigados". Y menos, claro está, el autor del libro de la Sabiduría, que conoció el premio y castigo del más allá, para quien "los justos viven para siempre y su recompensa está en el Señor", mientras que los impíos "serán oprobio sempiterno entre los muertos..., serán del todo desolados y serán sumergidos en el dolor y perecerá su memoria".

Qo 2, 18-23. Nueva reflexión sobre la riqueza

Nuevas consideraciones convencen a Cohelet de la vanidad de las riquezas. En primer lugar, quien trabajó, tal vez con sudores, cuando llega la hora de la muerte, tiene que dejar el fruto de sus trabajos a sus herederos, sin que pueda llevarse más allá del sepulcro nada de cuanto con sus afanes logró acumular. Es el pensamiento que frecuentemente tortura a quienes consumieron su vida en el afán de conseguir bienes terrenos. Pero hay además incertidumbres que aumentan esa desilusión: ¿irán a parar sus riquezas a manos de un sabio, que hará con ellas honor a sus antepasados, o a las de un necio, que disipará en poco tiempo la herencia que sus padres le legaron? Esto último acaeció a Salomón con su hijo Roboam, a quien el Targum aplica estos versos. Igualmente le desilusiona el pensamiento de que riquezas conseguidas con su inteligencia y destreza sean heredadas tal vez por quienes no pusieron en su consecución ni el más mínimo esfuerzo. Y así resulta que la consecución de las riquezas supone destreza y esfuerzo prolongado; su posesión no está exenta de angustia y temor ante la posibilidad de que un azar desfavorable las arrebate; y la incertidumbre sobre la suerte de tantos trabajos y ansiedades es causa de profunda desilusión. Evidentemente, el afán por las riquezas es también vanidad e intentar perseguir el viento.
Nos encontramos todavía en el ambiente del Antiguo Testamento, en que las perspectivas del más allá permanecían aún en la oscuridad para los autores sagrados. Nosotros sabemos que los trabajos humanos, aun privados de éxito material, ofrecidos por un motivo sobrenatural por quienes viven en la amistad de Dios, contribuyen a una eternidad más feliz. El libro del Eclesiastés viene a ser, en sentido negativo, una preparación para la revelación del Nuevo Testamento. La constatación de la vanidad de las cosas del mundo y su incapacidad para llenar las ansias de felicidad que el Creador ha puesto en el corazón humano, hace añorar bienes superiores y lo preparan para la revelación de los mismos, que comienza con los últimos libros del Antiguo Testamento y se culmina con las enseñanzas de Jesucristo en el Evangelio.

Qo 2, 24-26. Conclusión

Qo 2, 24-26. El hombre tiene que contentarse con una felicidad relativa

Las precedentes afirmaciones dan a primera vista la impresión de que Cohelet es un pesimista convencido, que no deja al hombre esperanza alguna de poder conseguir la felicidad. Nuestro protagonista ha buscado la felicidad, que llene plenamente el corazón del hombre, en aquellas cosas que más parecían prometérsela, la sabiduría y los placeres, y ha considerado como vanos e inútiles sus esfuerzos. Pero ha descubierto en sus experiencias que existe en el mundo una felicidad relativa que puede compensar en algún modo los trabajos y hacer más llevaderas las adversidades de esta vida. Y esta felicidad consiste en comer y beber y gozar del trabajo. La expresión "comer y beber" es un hebraísmo que significa las alegrías y placeres que la vida ordinaria puede ofrecer al hombre, entre los cuales, por lo demás, los placeres de la mesa ocupan un destacado lugar. El "gozar del trabajo" alude a los bienes y riquezas que el trabajo nos puede proporcionar, y de que el hombre puede gozar si toma el trabajo con la debida moderación y no adopta la actitud del avaro, que acumula sus bienes para que luego disfruten de ellos sus herederos.
Y esa felicidad relativa, afirma Cohelet, es un don de Dios (v.25). Este solo versículo, como advierten los comentaristas, bastaría para descartar de nuestro libro todo reproche de ateísmo o materialismo. Cohelet no es un ateo, admite aun prácticamente la existencia de Dios al considerar como don suyo esa felicidad de cada día que las cosas de la tierra pueden proporcionar al hombre. Ni es tampoco un materialista epicúreo, sino un hombre que no encontró la felicidad plena y perfecta en las cosas de este mundo, y recomienda contentarse con esa felicidad relativa que ellas, por disposición de Dios, le pueden proporcionar. El cristianismo no condena el gozo honesto de los bienes que El mismo concede, y sólo recomienda su renuncia por bienes de orden superior. El continúa el pensamiento anterior. La sabiduría y las alegrías no están en nuestra mano, ya que no todos tienen la inteligencia suficiente para alcanzar la sabiduría, ni el éxito sonríe a cada hombre en sus empresas. Es Dios quien concede esas fuentes de relativa felicidad, y no conforme a nuestro albedrío, sino a su voluntad soberana, que proporciona sabiduría y gozo a quien le es grato, mientras que permite al pecador amontonar bienes para otros que con el agrado de Dios disfrutarán de ellos. Se trata de esa ley de dispensación divina, conforme a la cual Dios a unos concede aptitudes para la ciencia, el éxito en sus empresas que niega a otros. Cohelet dice que Yahvé se agrada en los primeros y llama pecadores a los segundos. No acierta a desprenderse de la tesis judía de la retribución temporal, no obstante los muchos ejemplos que la vida de cada día le ofrecía en contra.

Qo 3, 1-22. Vanidad de los Esfuerzos Humanos

Existe en el mundo un orden establecido por Dios que el hombre no puede comprender, y hay en la sociedad injusticias manifiestas que él no puede evitar. Y así no le es posible ordenar sus esfuerzos con la seguridad de que serán coronados por el éxito. Por otra parte, el hombre siente la preocupación de los destinos del más allá, pero ignora lo que ocurre después de la muerte, por lo que no le queda otra cosa que gozar de los bienes de este mundo en la medida que Dios se lo conceda.

Qo 3, 1-8. Todo a un Tiempo

En esta enumeración, San Jerónimo vio una descripción de la vanidad de las cosas humanas: todo es temporal y transitorio. Algunos aplicaron cada uno de sus términos a diversos episodios de la historia de Israel. La intención del autor en el contexto del libro es, sin duda, demostrar que los acontecimientos de la vida humana, los trascendentales y los de la vida ordinaria, dependen de la Providencia divina, no de la voluntad humana, por lo que no queda otra prudente actitud que la de someterse dócilmente a los designios de aquélla.
El nacer y el morir son los acontecimientos más importantes de nuestra vida, sobre los que Dios ha tendido misteriosos velos que la sabiduría humana no acierta a descorrer. Uno y otro tienen su momento señalado por Dios, y en ese mismo momento tendrán realización, sin que el hombre pueda adelantarlos o retrasarlos. En un pueblo agrícola como el hebreo, plantar y arrancar lo plantado es una de las ocupaciones más frecuentes. Dios, al disponer las diversas estaciones, ha establecido las condiciones atmosféricas que determinan el tiempo en el que el hombre debe llevar a cabo las diferentes faenas del campo. Acciones desagradables, como herir y, en consecuencia, curar; las mismas obras encaminadas a destruir y edificar están dentro de los planes de Dios, que en sus inescrutables designios ha permitido las circunstancias que determinaron tales hechos. No existe la casualidad, y atribuir a ella supuestos efectos es sencillamente reconocer nuestra ignorancia. De la misma manera, es Dios quien nos proporciona una veces alegrías, y entonces reímos y danzamos; otras motivos de tristeza, y entonces lloramos y nos lamentamos. Lo primero tenía lugar sobre todo en las fiestas de bodas; lo segundo, en los días de luto.
El v.5 contiene la expresión más oscura de la perícopa: hay tiempo de esparcir las piedras y tiempo de amontonarlas. Dado que los términos no son muy precisos y el contexto no da luz alguna, no es del todo claro a qué se refiere el autor. Los comentaristas suelen referirlo a la acción del enemigo, que esparce piedras por el campo para hacerlo estéril, y la del dueño, que las recoge para que pueda ser cultivado. También esto cae bajo la ordenación divina, que castiga cuando quiere por la acción del enemigo y dispone las condiciones atmosféricas que hacen oportuna la siembra, a que ha de preceder la escarda. Como también prepara las circunstancias que determinan la convivencia de los familiares o el viaje a tierras lejanas que impone la separación. Acciones involuntarias e importantes, de las que depende el ganar o el perder, están asimismo en la mano de Yahvé, que hace que el trabajo fructifique unas veces y se quede estéril otras; cosas tan insignificantes como el guardar y el tirar están reguladas por la divina Providencia, pues es Dios quien da a las cosas las propiedades que las hacen útiles y dignas de ser guardadas y quien ha puesto un límite a aquéllas, que hace se deterioren y resulten un día completamente inútiles.
Los verbos rasgar y coser del v.7 se refieren, sin duda, a la costumbre de los judíos de rasgar las vestiduras como manifestación exterior de los sentimientos internos causados por ciertos episodios desagradables. En los tiempos posteriores, la rasgadura era pequeña, y al final del duelo, al menos en la mayor parte de los casos, se cosía. Fue Yahvé quien permitió las circunstancias que motivaron tales hechos, y también quien ha establecido el tiempo en que se debe callar y las ocasiones en que se debe hablar, conforme transmite la prudencia humana. Saber hablar y callar a su debido tiempo es uno de los deberes y una de las recomendaciones más frecuentes de los sabios. También los sentimientos más íntimos del hombre, como el amar y el aborrecer, y las mismas relaciones amistosas y hostiles de unos pueblos con otros, caen bajo los planes de la Providencia divina. Tal vez los términos del v.8 significan no los meros sentimientos que ellos expresan, sino toda la conducta o comportamiento de unos individuos con otros, de unas naciones con las otras, en cuyo caso tendríamos afirmado que la vida humana, en todas sus relaciones, depende de Dios.

Qo 3, 9-15. Incertidumbre de lo por venir

Todo ocurre a su tiempo, determinado por Dios; pero nosotros desconocemos la hora que ha señalado a cada acontecimiento. De ahí que sea incierto al hombre el porvenir y no pueda disponer las cosas en orden a su propia utilidad. Cohelet ha estudiado el trabajo que Dios ha dado a los hombres (v.11); el estudio del gobierno divino respecto de la actividad humana con el fin de asegurar el éxito de las acciones; en el capítulo primero afirmó que su trabajo no había tenido el resultado apetecido, y añade ahora que la razón es debida a que aquél no depende de sus afanes, sino de las diversas circunstancias favorables o desfavorables que Dios en su providencia ha determinado, y que el hombre muchas veces ignora. Y así, el hombre no puede descubrir la obra de Dios desde el principio hasta el fin. Las cosas tienen lugar en el tiempo y circunstancias prefijadas por Dios; a los ojos de los hombres van apareciendo en el mundo como aisladas unas de otras, en el tiempo y en el espacio. El hombre siente el deseo -lo ha puesto Dios en su corazón- de conocerlas en su continuidad, es decir, anhela un conocimiento más profundo de las cosas que se eleve por encima del momento presente y pueda dar con las causas mismas de las cosas. Pero no puede el hombre comprender la obra de Dios en su conjunto, ni los principios o leyes por las que se rige, por lo que se ve obligado a obrar con esa incertidumbre que no le permite entrever un éxito seguro en el que pueda confiar y poner su corazón.
Dado que el hombre ignora los planes de Dios en el gobierno del mundo y no puede, por lo mismo, ordenar los acontecimientos con miras a asegurar el éxito de sus acciones, no le queda otra cosa más que gozar de esas pequeñas alegrías que cada día le proporciona Dios, y que él ha de buscar con la debida moderación, sin querer penetrar en los inaccesibles e inescrutables designios de Dios y sin ese afán desmedido de acumular riquezas que impide gozar de ellas. Cohelet afirma de nuevo que el gozo que las cosas de esta vida proporcionan es un don de Dios (?.13). Es el pensamiento de Qo 2, 24, a que llega por un razonamiento parecido. Lo advertimos entonces e insistimos ahora: esta afirmación bastarda para excluir toda sospecha de ateísmo o epicureismo en el Eclesiastés. "Un autor no es ateo -comenta Buzy- si busca y halla a Dios en medio de su felicidad; no es epicúreo si recibe su dicha y goza de ella como venida de la mano de Dios".
Concluye la perícopa haciendo resaltar la impotencia del hombre frente al orden de cosas establecido por Dios. La afirmación de que cuanto Dios hace es permanente (v.14) quiere decir que aquél se realiza conforme a una leyes constantes que el hombre no puede alterar, el cual, en consecuencia, ha de buscar su felicidad dentro de esas disposiciones divinas respecto de las acciones humanas. Esa distancia inmensa que separa al hombre de Dios, frente a cuyo poder nada puede, ha de llevarle al reconocimiento de la majestad divina, a ese temor reverencial que implica respeto y veneración, a la práctica de la religión. No hay motivo suficiente para atribuir el pensamiento a un autor distinto de Cohelet. En quien, como él, está penetrado de la idea de Dios y de su majestad, es natural el pensamiento del temor de Dios. El último verso recuerda 1, 9; como dijo allí, las cosas se suceden como persiguiéndose unas a otras, moviéndose en una especie de círculo; pero lo hacen conforme a unas leyes fijas e inmutables, que el hombre no puede disponer conforme a su provecho, no quedándole, como quedó indicado, otra actitud prudente que gozar de esas gotas de felicidad que cada día le caen de la mano de Dios.

Qo 3, 16-17. Desórdenes sociales

Otra cosa ha llamado profundamente la atención de Cohelet: las injusticias que cada día contemplamos con nuestros ojos. Le ha impresionado en particular el que en el trono de la justicia y del derecho tengan tan frecuentemente asiento la injusticia y la tiranía. Esto plantea un enigma más a la mente humana y proporciona una desilusión más al corazón del hombre, que busca inquieto la felicidad. Esta constatación hace pensar a Cohelet que Dios juzgará al justo y al injusto. También para esto hay un tiempo determinado. Las injusticias reinantes están clamando la intervención de Dios como juez supremo. El bien debe ser premiado y el mal debe recibir su castigo. Las injusticias no pueden durar siempre. ¿De qué retribución se trata? No se trata directamente ni de la retribución final ni de la temporal en este mundo. Cohelet se contenta con afirmar que hay un tiempo determinado en el cual Dios juzgará a los justos y a los injustos y dará a cada uno su merecido, pero desconoce las circunstancias de modo y tiempo. El hecho de que las anomalías duren hasta el fin de la vida, hay buenos que mueren sin haber recibido en esta vida el premio de su virtud y malos que triunfan hasta el fin de sus días, debió hacer pensar a Cohelet en la retribución del más allá. Pero la revelación no había iluminado todavía las mentes israelitas sobre la diversa suerte de los justos y de los injustos después de la muerte, y Cohelet se contenta con afirmar la supervivencia de las almas en el seol. Intuye que Dios tiene que juzgar toda acción para darle su merecido, pero ignora cómo y cuándo.

Qo 3, 18-22. La suerte del hombre, semejante a la de las bestias

A la incomprensibilidad de las leyes con que Dios gobierna el mundo y a las injusticias sociales, muy frecuentes en los días de Cohelet, añade el autor otro hecho en esta perícopa, la más oscura de todo el libro, que contribuye a aumentar el triste cuadro de la condición del hombre sobre la tierra. Hay un conjunto de semejanzas entre el hombre y las bestias, a través de las cuales parece como que Dios ha querido convencer al hombre de su miseria. Cohelet se refiere al idéntico fin que espera a ambos: la muerte y la disolución del cuerpo en el polvo: la muerte del hombre es la muerte de las bestias y no hay más que un hálito para todos (v.19). Lo que ocurre al animal, que un día muere y le es retirado el hálito vital, sucede también al hombre. En lo que a este punto se refiere, no tiene el hombre ventaja alguna sobre los animales. El hálito es el aire que, entrando por la nariz, hincha los pulmones y vivifica nuestra sangre desde el primer instante de nuestra vida hasta que exhalamos el último suspiro. Y ese hálito es de la misma naturaleza en el hombre y en las bestias y termina igualmente en ambos el día de la muerte. Cohelet no compara la vida de uno y otras, sino la muerte, que les es común, y con la cual parecen terminar las ventajas que durante la vida aquél tenía sobre éstas. El v.20, continuando el mismo pensamiento, constata otra semejanza: ambos han salido del mismo polvo, y al polvo vuelven todos. Es una alusión a Gn 3, 9, donde se afirma que Dios creó al hombre del polvo de la tierra. Terminado el curso de su vida, tanto el cuerpo del hombre como el de los animales quedan a los pocos días reducidos a polvo. Tampoco en esto tiene el hombre ventaja alguna sobre los animales. Idéntica, en consecuencia, es la suerte del hombre y la de la bestia en cuanto a la muerte y respecto de los que después de ella espera a los cuerpos. Pero los seres vivientes tienen, además del cuerpo, el hálito vital. ¿No será en este punto el hombre de mejor condición que los animales? Cohelet responde con una proposición, nada fácil de interpretar, en forma interrogativa: ¿quién sabe si el hálito del hombre sube arriba, y el de la bestia baja abajo, a la tierra? Comencemos advirtiendo que los antiguos hacían distinción entre el hálito vital (ruaj) y el alma (nefesh). Aquél es el soplo vital que entra y sale por la nariz, la fuerza vital por la que el hombre vive; el nefes es, en cambio, lo que constituye al hombre ser viviente racional, el "alma individual y racional" (Podechard). Cohelet, que habla conforme al lenguaje y concepciones de su tiempo, afirma que el alma, después de la muerte del hombre, baja al seol (Qo 9, 10). En cuanto al hálito vital, pone en duda si el del hombre sube a los cielos y el de los animales baja a la tierra. El autor del libro de Job y el salmista decían que el hálito del hombre y el de las bestias subía a Dios. En los días del Eclesiastés, más bien parece se opinaba que el del los animales se perdía en la tierra, mientras que el del hombre, conforme parece requerir su dignidad, volvía a Dios. Cohelet se permite poner en duda esta manera de pensar y, en consecuencia, pone en tela de juicio el que exista, desde este punto de vista, diferencia entre el hombre y la bestia. Dado que al final del libro el autor afirma que el espíritu del hombre retorna a Dios, tal vez la duda de Cohelet recaiga principalmente en si el espíritu de la bestia baja a la tierra o sube, como el del hombre, a Dios, conforme a la opinión de los autores sagrados antes mencionados, en cuyo caso la suerte del hombre y la de la bestia sería idéntica no sólo en cuanto a la muerte y la disolución del cuerpo en el polvo, sino también en cuanto al mismo hálito vital; triple constatación que pone al hombre de manifiesto su miseria.
Cohelet no toca la diferencia fundamental entre el animal y el hombre, que coloca a éste en un orden superior a aquél: la posesión por parte del hombre de un alma racional destinada a una inmortalidad del todo feliz. La razón es que el Eclesiastés intenta constatar, como indicamos, aquello que repercute más bien en detrimento de la dignidad del hombre, para lo que le interesa hacer resaltar, no lo que distingue y ennoblece al ser humano sobre los animales, sino lo que tiene de común con ellos.
El último verso presenta las conclusiones a que le llevaron ya las consideraciones precedentes. El ser humano no puede buscar la felicidad en los planes misteriosos de Dios, que no puede ordenar a su propio provecho, ni tampoco en el gobierno de los hombres, en aquel entonces lleno de injusticias. Sujeto, por otra parte, a la muerte como la bestia, su cuerpo vuelve a la tierra, el alma baja al seol, donde no hay distinción entre el bueno y el malo, y el espíritu, ¿quién sabe adónde va? No queda al hombre otra solución razonable que, dejando a un lado las preocupaciones especulativas y evitando los afanes y trabajos excesivos, gozar de los bienes que su trabajo moderado le proporcione. Tal gozo afirmó antes que es un don de Dios, pensamiento fundamental del libro sobre el que volverá más veces. El inciso de la segunda parte del verso, lo que ha de venir después de él, se refiere no a lo que acaecerá después de la muerte en el más allá, sino de lo que tendrá lugar después de la misma en la tierra respecto del fruto de su trabajo; la expresión hace siempre en el libro referencia a perspectivas terrestres, en las que, por lo demás, se mueve continuamente Cohelet, que jamás se preocupa de la suerte que le espera después de la muerte.

Qo 4, 1-17. Diversas Anomalías y Sentencias Varias.

Este capítulo, en perícopas yuxtapuestas sin relación alguna, presenta diversas anomalías: violencias, envidias, negligencias en el trabajo, avaricias incomprensibles, que confirman a Cohelet en su tesis de que el hombre no puede hallar en este mundo la verdadera felicidad. Entremezcla unas sentencias sobre las ventajas de las compañías y termina recomendando la reverencia y docilidad con que el buen israelita debe acercarse al templo a escuchar la explicación de la Ley.

Qo 4, 1-3. Las violencias

La primera de las anomalías que menciona nuestro autor es la triste condición de los oprimidos, que no tienen quien los defienda y consuele frente a los poderosos que los oprimen. Cohelet escribe en una época en que el pueblo se veía oprimido por una cadena de subordinados que se enriquecían a costa suya; estado de cosas que existía no sólo en los tiempos preexílicos, sino también después del destierro. El es un hombre bueno, tiene sentido de la justicia, y siente profundamente la situación de aquellas gentes, a quienes falta incluso un poco de afecto y comprensión que hiciera un poco más llevadera su pesada carga. "La falta de una palabra de consuelo es la nota más trágica de la vida de los pobres y de los infelices y la gota más amarga de su cáliz" (Grimotti).
Ante este estado de cosas y la imposibilidad en que se encuentra el hombre para evitarlas, el sabio proclama a los muertos más dichosos que los vivos, porque ya no sufren la opresión ni son víctimas de las violencias; y más todavía a quienes nunca conocieron y sintieron los males que padecieron los muertos y aquejan ahora a los vivos. Como advierte oportunamente San Jerónimo, Cohelet compara aquí solamente los sufrimientos de esta vida con el reposo y ausencia de los mismos en la otra, en cuyo sentido se expresaron de idéntica manera otros escritores sagrados y autores profanos. Si prescindimos de ese aspecto, observamos con frecuencia que la vida más miserable es preferible a la muerte aun entre nosotros, que tenemos una idea clara de la felicidad de la vida futura. El Eclesiastés mismo dirá después que es mejor perro vivo que león muerto y que la vida es dulce y agradable a los ojos al ver el sol; pero ahora está poniendo de manifiesto los aspectos más desagradables de la vida humana. Y así "se queja de todo y está descontento de todo, de la muerte lo mismo que de la vida, y declara alternativamente (sucesivamente) una peor que la otra. En aquella que piensa le parece siempre la más miserable... Las variaciones de Cohelet son simple y profundamente humanas; pueden desconcertar ante una lógica estrecha y formalista, pero no presentan misterio alguno para el menos psicólogo" (Podechard).

Qo 4, 4-6. El trabajo y las envidias

Una de las pasiones que más fácilmente siente el hombre ante una mayor prosperidad de sus semejantes es la envidia, que los lleva a trabajos y afanes excesivos que van más allá del justo medio recomendado por el sabio. Esta pasión no sólo no proporciona la felicidad -Aristóteles la llamaba "antagonista de los afortunados"-, sino que viene a ser aflicción y tormento para quienes se dejan corroer por este gusano venenoso de la envidia, que San Agustín llama "tina del alma". Es claro que Cohelet no quiere decir que todo trabajo mueva la envidia de los hombres, como también reconoce cierto éxito a la actividad humana, que, en consecuencia, puede contribuir a proporcionar cierta felicidad al hombre; pero, como advertimos en el capítulo precedente, también en casi todo éste Cohelet presenta el lado defectuoso de las cosas.
Con el trabajo están relacionadas las dos sentencias siguientes, que hacen referencia a los dos extremos, la del necio, que se cruza de brazos, y la del avaro, que se desvive en el trabajo. Del primero dice el autor que se come su carne; su extremada negligencia le aparta de todo trabajo y le priva del alimento necesario, lo que hace enflaquecer su cuerpo. "El perezoso es un suicida" (Bar-Ton). Al segundo advierte que es mejor el trabajo moderado, que permite gozar con paz y alegría de sus frutos, que el continuo y excesivo afán por amontonar más, que no deja un momento de reposo para gozar de los bienes adquiridos. Cohelet reprueba lo mismo la ociosidad que el trabajo inmoderado, adoptando una posición media entre ambos, el justo medio que con frecuencia recomienda en su obra.

Qo 4, 7-8. El avaro solitario

Es verdaderamente necia la actitud del hombre que se fatiga y trabaja sin descanso por amontonar unas riquezas de que ni él ni sus hijos o familiares cercanos, de que carece, van a disfrutar. El móvil de sus fatigas no puede ser otro que una despreciable avaricia. Su conducta es semejante a la de aquel rico avaro del Evangelio, a quien, cuando más cábalas hacía respecto de sus riquezas, le dijo el Señor: "Esta misma noche, insensato, te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado, ¿para quién será?". Al avaro a que hace referencia Cohelet no le quedará ni la satisfacción de dejar sus bienes a sus hijos. Podechard advierte que antes el Eclesiastés lamentaba el caso del que había de dejar sus bienes a su hijo heredero ante el pensamiento de que éste pudiese resultar un necio; ahora muestra lástima por quien no lo tiene y habrá de dejarlos a extraños. Hemos repetido que Cohelet en estos capítulos está recogiendo el lado desfavorable y pesimista de las cosas.

Qo 4, 9-12. Ventajas de la compañía

Los esfuerzos del solitario, de que habló en la perícopa anterior, sugirieron a Cohelet estas reflexiones sobre las ventajas de las buenas compañías en orden a un trabajo más fructífero y otras utilidades en la vida cuotidiana. La primera establece el principio conocido de que "la unión hace la fuerza", que ilustra con tres ejemplos tomados de la vida ordinaria. El primero supone dos caminantes, uno de los cuales cae, o tal vez los dos; aun en este caso podrán ayudarse mutuamente, mientras que el solitario no puede recibir ayuda alguna de los demás. El segundo está tomado de una costumbre existente aún en nuestros días en Palestina: en el invierno, en que las noches son en esta región frías y el manto resulta insuficiente para defenderse de su inclemencia, los viajeros, aun aquellos que, sin conocerse, se encuentran por casualidad, duermen gustosos juntos bajo una misma cobertura, ayudándose de este modo con su calor natural a defenderse del frío; ayuda de que se ve privado el que duerme solo. Un tercer ejemplo viene a ilustrar las ventajas de las compañías: un agresor podrá fácilmente vencer si sorprende a uno aislado, no así a dos compañeros que mutuamente se defienden. La última parte del verso parece un proverbio para indicar que los esfuerzos reunidos valen más que los solitarios, y que, si en lugar de dos, como en los casos enumerados, son más los que se unen, el resultado que se ha de conseguir será tanto más seguro.

Qo 4, 13-16. El joven pobre y sabio que llegó a ser rey

Después de una breve interrupción, el autor continúa enumerando anomalías, tema del capítulo. Ahora se trata de un hombre joven que llegó a ser rey, en lo que también Cohelet halló vanidad. La oposición que establece entre el mozo pobre y sabio y el rey viejo y necio, declarando sus preferencias por el primero, se comprende mejor si tenemos en cuenta que los sabios consideran la sabiduría como el ornato más precioso de la vejez y que al de nuestro caso le faltaba la docilidad precisa para escuchar sus consejos. Aquel joven se ganó la simpatía de sus conciudadanos por sus orígenes humildes, que tal vez le privaron del trono, por la injusticia que sin duda se cometió contra él recluyéndolo en una prisión, y lo elevaron a la dignidad real, viniendo a suplantar al rey viejo. Todo el pueblo lo aclamó por rey. El autor insiste en reseñar la entusiasta acogida que tuvo el nuevo monarca. Su sabiduría era de todos conocida, y sus súbditos cifraron en él sus mejores esperanzas.
A uno le viene al instante el pensamiento: Cohelet ha encontrado el hombre que halló en este mundo su plena felicidad. Pero él no lo juzga así. Cae en la cuenta de que los aplausos y aclamaciones del pueblo son cosa pasajera, que no dura muchos días. Y advierte que los que vendrán después no sentirán por él la admiración descrita, y un día el descontento se apoderará de sus corazones. Tampoco el joven rey, con su sabiduría y habilidad, dio con la verdadera felicidad.
¿Se trata de un personaje histórico o es un caso imaginado por Cohelet en su intento de poner de relieve, mediante la supuesta anomalía, la vanidad de la sabiduría y dignidad real en orden a asegurar una dicha duradera? Quienes se inclinan por lo primero no se ponen de acuerdo en señalar el rey a cuya historia alude Cohelet. Williams enumera siete sentencias, que señalan otros tantos personajes, advirtiendo después que en los días de nuestro autor hubo muchos reyes y reyezuelos, por lo que afirma podría incluso tratarse de un rey muy conocido para los lectores, pero completamente desconocido para nosotros. Bien podría tratarse de un caso imaginario que Cohelet finge basándose en datos históricos de algún personaje. No pocos piensan en la historia del patriarca José. Por razón de su contenido comentamos el v.1y con la primera perícopa del capítulo siguiente.

Qo 4, 17 - Qo 5, 1-6. Deberes para con Dios

Comienza Cohelet recomendando la docilidad al acercarse a la casa de Dios, La expresión se refiere a las ocasiones o días en que los sacerdotes explicaban la Ley, e inculca la reverencia y buenas disposiciones con que hay que acercarse a escuchar la palabra de la Ley para aprender a practicar el bien y evitar el mal. Afirma que ello vale más que los sacrificios de los insensatos, lo que no quiere decir que la docilidad recomendada dispense de la obligación de ofrecer los debidos sacrificios a Yahvé, sino que ella da las disposiciones necesarias para que éstos sean agradables al Señor; las cuales faltan en los sacrificios de los impíos, que se preocupan solamente de la materialidad de los mismos y no de la observancia de la Ley, que debe acompañarlos.
A continuación da un importante consejo respecto de la oración: no seas precipitado en tus palabras ante Dios (v.1). Creían los gentiles que los dioses dormían y que, ocupados con sus quehaceres, se distraían del cuidado de los mortales. Con el fin de despertarlos o a fin de conseguir estuviesen atentos a sus plegarias, oraban con muchos y grandes clamores, como vemos hacían los profetas de Baal. Esperaban, por otra parte, los orientales la eficacia de sus oraciones de acertar con el nombre propio y peculiar de la divinidad, y con el fin de dar con él multiplicaban largamente aquéllas. Cohelet aconseja ser parco en las palabras, como lo recomendó también el Señor en el Evangelio cuando enseñaba: "Cuando oréis, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar". La primera razón en que Cohelet apoya su consejo es que Él está en los cielos, y tú en la tierra, de modo que Dios lo ve todo, hasta el fondo mismo de los corazones, por lo que no es preciso multiplicar las palabras para manifestarle sus íntimos sentimientos. Además, su majestad infinita exige que nos acerquemos a Él con un cierto temor reverencial en nuestras súplicas, que es incompatible con la charlatanería en las mismas. La segunda razón viene indicada por medio de una expresión proverbial en el v.2: como las muchas ocupaciones suscitan en sueños muchas imágenes que sin orden ni concierto van desfilando por la fantasía, así el mucho hablar lleva consigo imprudencias inevitables, por lo que los sabios recomiendan con mucha insistencia el buen uso de la lengua.
Los versos siguientes (3-6) hacen unas advertencias referentes a los votos. Su emisión era muy frecuente entre los judíos, por lo que los libros sagrados tratan con frecuencia de los mismos, y el Talmud tiene todo un tratado (Nedarim) sobre ellos. La primera recomendación de Cohelet es el pronto cumplimiento de los votos emitidos, conforme al precepto del Deuteronomio: "cuando hicieres un voto a Yahvé, no retardes el cumplirlo". Lo contrario desagrada a Dios, cuya dignidad y respeto exigen pronto cumplimiento de la palabra dada. La negligencia lleva a veces a dejar de cumplir las promesas, por lo que advierte nuestro autor que es mejor no prometer que dejar de cumplir; lo primero no crea obligación alguna, lo segundo ofende gravemente la majestad de Dios. Otra recomendación de Cohelet advierte que no se obre a la ligera en la emisión de los votos, profiriéndolos sin la debida deliberación, lo que luego induce a buscar pretextos y escapatorias para eludir la obligación contraída. Tal actitud provoca la indignación de Dios, cuyo castigo afirma Cohelet, sin determinar su naturaleza. Los autores de vida espiritual recomiendan a este propósito no hacer promesas en momentos de devoción y fervor, sino dejar que pasen éstos y después, con calma y prudencia, deliberar qué es lo que conviene prometer, cuándo y por qué tiempo; y especialmente en cuanto a los votos, no emitirlos sin el asentimiento previo de un prudente consejero.
La primera parte del v.6 es a todas luces una glosa traída del v.4. El teme, pues, a Dios contiene la conclusión del ?.5 ? tal vez de toda la perícopa. Es evidente que quien teme a Dios será cauto y reverente en sus palabras y en sus promesas y diligente en el cumplimiento de las mismas, sin andar buscando vanas excusas. El autor de Proverbios y Ben Sirac afirman que el temor de Dios es el principio de la sabiduría, pues él lleva al cumplimiento de los preceptos, en el cual aquélla consiste, según el pensamiento de los sabios israelitas. Esta vez Cohelet no concluye con el "vanidad y persecución del viento" que aplicó a las precedentes consideraciones; estos actos de religión son buenos y hacen al hombre grato a Dios, si bien no resuelve el enigma de la auténtica felicidad del hombre, porque ignora el premio del más allá, que Jesucristo, con su redención, merecería para quienes los practicasen.

Qo 5, 1-19. Deberes para Con Dios. Mas anomalías

Sin conexión alguna con lo que precede o con lo que le sigue, Cohelet nos habla de los deberes para con Dios en una perícopa que llama la atención en medio del pesimismo que invade estos capítulos en que está encuadrada. Quienes afirman la pluralidad de autores, naturalmente no la atribuyen a Cohelet, sino al hásid. No olvidemos que nuestro autor es profundamente religioso y está hondamente penetrado de la majestad divina, de la que concluye nuestra obligación de dar culto a Dios, cuyos principales actos son la oración, el sacrificio, los votos... Respecto de ellos, va a dar unas provechosas advertencias.

Qo 5, 7-8. Más sobre las injusticias

Concluidas las advertencias en torno a los actos de culto mencionados, vuelve al tema de las opresiones. Debían de ser éstas uno de los males más notables en los días de Cohelet. Por lo demás, "esta opresión del pobre, como anota Colunga, y esta conculcación de la justicia era ya en la antigüedad, y lo es todavía para las almas de poca fe, una prueba torturadora". Nuestro autor no se sorprende de ello. La sociedad de su tiempo, advierte, era una cadena de opresores superiores unos a otros, cada uno de los cuales oprimía a sus subalternos para su propio provecho. Quién sea el personaje que está por encima de todos ellos, no están de acuerdo los autores en determinarlo. Algunos lo interpretan de Dios o del rey, en cuyo caso Cohelet intentaría dar ánimo a los oprimidos, advirtiéndoles que por encima de todos esos funcionarios opresores está Dios, que hará triunfar a los justos y castigará a los impíos, o el rey, que pondrá fin al desorden existente. Parece que el plural hebreo ha de ser retenido como tal, en cuyo caso designaría a los funcionarios más elevados; dada la propensión de Cohelet a ver el lado adverso de las cosas, los presentaría como los más opresores de todos, de modo que cada uno, desde los más altos funcionarios, oprime a sus subordinados, y todos, en último término, a la colectividad.
El v.8 es "crux interpretum". El texto está mal conservado y se dan sobre él muy diversas interpretaciones. Siguiendo la doble orientación señalada en el verso anterior, unos interpretan en sentido favorable: es una ventaja para el país tener un rey que se da al cultivo del campo y no a la guerra, o un rey que defienda al país cultivado de las incursiones de los enemigos, que con sus razzias destrozaban la agricultura. Pero en medio de tantas críticas y en su intención de poner de manifiesto las injusticias sociales, no es de esperar en esta ocasión un juicio favorable de Cohelet respecto de la autoridad suprema; por lo que, siguiendo la interpretación más probable del verso precedente, creemos que el sentido de éste es que de los frutos del campo ha de salir para toda esa cadena mencionada de opresores y para el mismo rey, añade ahora, de modo que desde el primero al último todos son a oprimir.

Qo 5, 9-16. Vanidad de las riquezas

Un nuevo razonamiento nos presenta en esta perícopa Cohelet, que tiene por objeto poner de manifiesto la vanidad de las riquezas. Comienza c?n el retrato clásico del avaro, sugerido tal vez por la rapacidad de los opresores a que se refirió en los versos precedentes, que nunca se ven satisfechos de sus riquezas. Los autores comparan la avaricia a la hidropesía: el hidrópico, cuanto más agua toma, más siente la sed; el avaro, cuanto más obtiene, más quiere, y su ardiente deseo de riquezas nunca se ve satisfecho. Si nunca se sacia el avaro y siempre está deseando más, es claro que sus afanes son vanos en orden a asegurarle la verdadera felicidad.
Supongamos que ese rico, en lugar de acumular riquezas, se hace con grandes posesiones y hacienda. ¿Esto lo haría más feliz? No; porque ellas suponen un gran número de criados a su servicio, todos los cuales han de vivir a base de sus frutos, de modo que muchas veces no quedará otro consuelo que ver cómo sus bienes son consumidos por los demás. Cierto que el rico tiene muchas ventajas sobre el pobre, lo que afirman con frecuencia los sabios.
En nuestro caso podría gozarse de hacer con sus bienes el bien a los demás; pero esto no cuenta para Cohelet, empeñado en descubrir los fallos que tienen las cosas en orden a proporcionar al ser humano la felicidad plena. Y juzga de mejor condición al trabajador que, contentándose con lo necesario, no codicia las riquezas, con lo que se ve libre de preocupaciones y desvelos, que impiden gozar incluso de esa felicidad relativa que Dios concede al hombre en esta vida, "Cuando las riquezas sobrepasan un cierto límite -escribe Podechard-, vienen a convertirse en un peso y un fastidio tal, que ya no se goza de ellas; el propietario tiene que rodearse de personal interesado, que se aprovecha de sus bienes; no es tanto el señor de su fortuna cuanto el esclavo; el cuidado de los bienes supone trabajo, inquietudes, que hacen perder el sueño".
Las riquezas tienen otro serio inconveniente. Hay quienes, después de pasarse años y años acumulando más y más riquezas, las perdieron todas un día en un mal negocio, o una noche le fueron arrebatadas por los ladrones. Y los que fueron antes ricos, reducidos ahora a la miseria más humillante, sufren una desilusión tanto mayor cuanto más halagadores fueron los cálculos que sobre sus riquezas habían hecho. Nada podrán dejar a sus hijos de aquella espléndida fortuna con la que muchas veces soñaron enriquecerlos. El v.14 pone de relieve el extremo de indiferencia a que puede llegar quien tanto se afanó por acumular bienes, y los 15-16 presentan la reflexión que sobre lo anterior se hace Cohelet: todos los mortales comprenderán la vanidad de las cosas de la tierra al tener que dejarlas todas a la hora de la muerte; pero ésta tiene que resultar más dolorosa para quienes tuvieron el corazón apegado a ellas, y más todavía para quienes, como el avaro de nuestra perícopa, no puede sentir ni el consuelo de poder dejar a sus hijos unos bienes con que labrarse un buen porvenir. Y esto después de una vida de duro trabajo, privaciones y sacrificios con el fin de enriquecerse. La vida en tinieblas significa una vida triste y miserable.

Qo 5, 17-19. Conclusión de las precedente reflexiones

Las precedentes reflexiones llevaron a Cohelet a la conclusión que ya conocemos, y que es la actitud lógica y prudente de quien desconoce los misterios del más allá y considera la actitud miserable del avaro, que soporta toda clase de privaciones para acumular unas riquezas de que al fin y al cabo no disfruta. La mejor parte del hombre en esta vida es aprovecharse de los bienes que Dios le concede y gozar de ellos todo el tiempo de vida que Dios le otorga. Después de sus críticas, nuestro autor reconoce que existe en la tierra una felicidad relativa que las cosas de aquí abajo pueden dar, e insiste en afirmar que tanto los bienes que la constituyen como la misma facultad de gozar de ellas son un don de Dios. Hemos repetido que Cohelet es un judío profundamente religioso, a quien abruma la majestad y el temor de Dios.
Y esas alegrías que cada día le proporcionan los bienes de la tierra le hacen olvidar las miserias de esta vida, le recompensan en cierto modo los trabajos y contrariedades de la misma y hacen gozar de una relativa felicidad. Dios no ha puesto en las cosas de la tierra la felicidad plena y completa del ser humano, a quien ha creado para el cielo; pero ha querido que encuentre, en las pequeñas satisfacciones que ellas por su designio le confieren, alivio y fortaleza en medio de una vida llena muchas veces de contrariedades y sufrimientos, en que tiene que purgar un pecado y merecer una bienaventuranza eterna y totalmente feliz.

Qo 6, 1-12. Mas Sobre la Vanidad de las Riquezas y Fatigas por Conseguirlas

Qo 6, 1-6. Riquezas sin gozo

La afirmación precedente de que es Dios quien concede no sólo las riquezas y hacienda, sino también la facultad de gozar de ellas, ha sugerido estas reflexiones a Cohelet, en que continúa exponiendo la vanidad de las riquezas y, en consecuencia, de los esfuerzos por conseguirlas. Impresiona a nuestro autor el caso del rico a quien no permite disfrutar de sus riquezas. No es raro encontrarse con personas que abundan en bienes de fortuna a quienes una desgracia física o una pena moral no deja gozar de sus riquezas y sentirse felices. Otras veces, y a éstas más bien parece aludir Cohelet, una muerte prematura arranca al hombre de sus riquezas en el momento en que el éxito acababa de coronar sus esfuerzos y podía comenzar a disfrutar de una copiosa fortuna. Se fue al sepulcro sin poder dejar un hijo que heredase el fruto de su ingenio, y tal vez sudores, que vino a parar a manos extrañas.
Pero supongamos el caso del hombre a quien Dios concediese largos años de vida y una posteridad numerosa, dos beneficios que los israelitas estimaban sobremanera, Si luego Dios no le concede gozar de esos bienes y su alma no siente alegría y satisfacción, y al fin de su vida no halla digna sepultura -lo que constituía la mayor deshonra para un judío-, es mejor la condición del abortivo, que no llegó a ver la luz del sol, y, por lo mismo, no ha sufrido los trabajos y privaciones, las inquietudes y desilusión del que, habiendo conseguido reunir inmensas riquezas, no puede disfrutar de ellas. Semejantes pensamientos profirieron Job y Jeremías en la dura prueba y tormentos a que fueron sometidos. Las riquezas, en consecuencia, no pueden dar al hombre ni siquiera esa felicidad relativa, única que pueden proporcionar las cosas de la tierra, si Dios no concede juntamente con ellas la facultad de disfrutarlas.

Qo 6, 7-12. Codicia insaciable y afanes inútiles

La sentencia del v.7, según la cual todo el trabajo del hombre es para su boca, no tiene relación inmediata con lo que precede, ni tampoco con lo que sigue; pero la tiene con el contexto del capítulo. Significa que todo el trabajo que el hombre pone se ordena, de una u otra manera, fundamentalmente a procurarse el alimento y satisfacer sus necesidades materiales. Pero el avaro no se ve satisfecho con lo necesario, y siente constantemente un deseo de acumular más y más, que nunca se ve saciado, de modo que, por mucho que trabaje y se fatigue, nunca llegará a sentirse feliz.
Se pregunta Cohelet en el v.8, que los autores relacionan con los v.1-6, qué ventaja pueda tener el sabio -el pobre de la segunda frase viene a ser sinónimo suyo-, que sabe obtener provecho de la vida mediante su trabajo, sobre el necio, que renuncia al esfuerzo que éste supone. El tono de la pregunta deja entrever una respuesta negativa en la mente de Cohelet. Y la razón de la misma la coloca, sin duda, en el hecho de que ninguno de los dos encuentra en las cosas de esta vida la satisfacción plena de sus ansias de felicidad y a los dos espera una misma suerte al final.
La primera parte del V.9 reproduce la doctrina, ya varias veces expuesta por Cohelet, de que es mejor gozar moderada y honestamente de los bienes de la presente vida que andar constantemente a la caza de mayores riquezas sin gozar jamás de ellas. La segunda, si no es una glosa de un copista que colocó fuera de lugar el constante estribillo de la obra, habría que referirlo, no a toda la sentencia precedente, en cuyo caso Cohelet desaprobaría la tesis de su libro, sino al "perderse en deseos", con lo que el autor insistiría en la vanidad de los esfuerzos del sabio, que pondrán también de manifiesto los versos siguientes.
El ya tiene nombre del v.10 equivale a "existía". El más fuerte que el hombre se refiere sin duda a Dios. El sentido de la frase es que el hombre lo que fue ayer, es y será siempre, un hombre y nada más que un hombre, el cual nada puede contra el gobierno de Dios, cuyos planes no puede cambiar en orden a conseguir sus deseos, de modo que tenemos en este verso las ideas habituales del autor sobre la impotencia del hombre para prever y modificar el curso de los acontecimientos. Las muchas palabras a que alude el ?. 11 son, según los comentaristas, las investigaciones y discusiones en torno a los ocultos juicios de Dios y las disposiciones de su providencia. Afirmó antes que el hombre no puede contender contra el más fuerte; añade ahora que "el resultado físico de estas inquisiciones excesivas son la fatiga con sus consecuencias, el fastidio, el desaliento, la desesperación; el resultado moral es siempre idéntico: la vanidad" (?usy). Además que, no obstante todos sus esfuerzos, no logra descubrir qué es lo mejor a realizar en cada momento, en orden a asegurar el éxito de sus planes, ya que éste depende de una serie de circunstancias y acontecimientos futuros cuyo desarrollo él ignora. Mientras que las cosas se suceden en un movimiento uniforme y continuo, la vida del hombre sobre la tierra pasa fugaz, como una sombra, de modo que no puede él abarcarlas en su conjunto para poder conocer las leyes que las regulan, y así descubrir el porvenir. La expresión con que termina la perícopa, debajo del sol, indica a las claras que Cohelet no piensa en la retribución del más allá, sino en lo que ocurrirá en la tierra, en el decurso del tiempo, después de su muerte.

Qo 7, 1-29. Reglas de Buena Conducta. Reflexiones

Qo 7, 1-14. Seriedad y dominio

Ante la dificultad de saber qué es lo mejor -constatación con que terminó la perícopa precedente-, Cohelet da unos consejos sobre la conducta que se debe seguir en algunas circunstancias. La primera sentencia da la preferencia al buen nombre sobre los perfumes, y al día de la muerte sobre el del nacimiento. Los orientales, y en particular los judíos, hacían frecuente uso de los perfumes tanto en el uso doméstico como en las ceremonias litúrgicas. Más estimable que ellos es la buena fama; los perfumes son cosa pasajera, mientras que ésta dura aun después de la muerte. Se funda, además, en la virtud, cuya práctica, por lo mismo, recomienda implícitamente Cohelet. "El fundamento de una perpetua estima y buen nombre -escribe Cicerón- es la justicia, sin la cual nada es digno de alabanza". Recordando las consideraciones del capítulo precedente sobre la vanidad y miserias de la vida, el Eclesiastés declara también preferible al día del nacimiento, que nos abre las puertas a ellas, el de la muerte, que libra de las mismas e introduce en la quietud del seol. Añadiríamos los cristianos que, mientras el primero nos proporciona una vida que muchas veces lleva consigo más contrariedades y sufrimientos que alegrías y satisfacciones, la segunda nos conduce a la patria donde el Cordero inmaculado enjuga toda lágrima, y seremos eternamente felices con una dicha que ni la misma imaginación humana puede intuir.
Nuestro autor prefiere la casa en luto, cuyos moradores lloran la ausencia de un ser querido que les arrebató la muerte, a la casa en fiesta, en que todos ríen y se divierten celebrando un fausto acontecimiento. El v.3, que formula el principio: es mejor la tristeza que la risa, da también la razón de las afirmaciones precedentes. La muerte hace al hombre reflexivo sobre la vanidad y fin de la vida y lo induce a una conducta sabia y prudente: gozar cada día de las alegrías que Dios concede, sin entregarse a la búsqueda de la sabiduría con esa fatiga que no deja gozar con tranquilidad de la vida, ni a los placeres con ese exceso que embota los sentidos y abre la puerta a los vicios, cuya consecuencia es, según el sentir de los sabios, la muerte prematura. A los cristianos nos habla del más allá que después de ella nos espera y nos induce a la vida virtuosa, que lo hace feliz y venturoso. Por eso la ascética considera el pensamiento de la muerte como uno de los más eficaces para apartar a los hombres del camino del mal y conducirlos por la senda del bien. Es claro que la alegría que excluye la reflexión y vida cristiana es aquella que lleva a la disipación y al pecado, no la alegría, sana y verdadera, que es una consecuencia lógica de la virtud.
Es doctrina común de los autores sapienciales que aprovecha más escuchar la reprensión del sabio, lo que resulta imprescindible para conseguir una buena educación, que escuchar los cantos de los necios, que halagan a los sentidos, pero no reportan beneficio positivo alguno. Una expresiva comparación ilustra la corta duración de sus efectos y hasta la molesta impresión que en los oídos del cuerdo producen los aplausos del necio: Cohelet los compara al chisporrotear del fuego debajo de la caldera (v.6). El estribillo parece está fuera de lugar; como frase muy grata a Cohelet, tal vez un copista la colocó también aquí siguiendo la inspiración del momento. De ser auténtica, contrapondría la vanidad de las cantilenas del necio al reproche del sabio, que produce efectos educativos en quienes dócilmente lo reciben. El v.7 no tiene relación alguna con lo que precede, no obstante la partícula ilativa con que comienza. Su contenido menciona dos cosas que pueden apartar al sabio del cumplimiento fiel de su misión: la opresión, con que los poderosos pueden forzarlo a pronunciar un dictamen falso, y las dádivas, con que los ricos consiguen corromper el corazón de los jueces en favor de sus negocios. Constataciones éstas que encontramos con frecuencia en los sabios.
Siguen dos sentencias referentes a la paciencia y dominio interior frente a la ira. Advierte antes Cohelet que el fin de las cosas es mejor que el principio; éste supone esfuerzo por conseguirla; aquél, en cambio, ofrece el fruto y premio del trabajo. El que sabe seguir la marcha de los acontecimientos con paciencia y dominio de espíritu, asegura el éxito de sus empresas más fácilmente que quien se deja en seguida dominar por la ira y la impaciencia ante las dificultades, con lo que echa aquél a perder. De ahí que el autor recomiende la calma y dominio de sí mismo, constatando que la ira es propia de necios y lleva a verdaderas locuras. Semejantes consejos dan San Pablo y Santiago.
Cohelet enseña también a enjuiciar los tiempos presentes con relación a los pasados. Los descontentos del momento que viven, desesperanzados respecto del porvenir, y sobre todo los ancianos, agobiados por las calamidades y achaques de la vejez, añoran los tiempos que les precedieron, juzgándolos mejores que los presentes. Tal manera de pensar no es propia de un sabio y arguye sencillamente ignorancia de los tiempos pasados. Siempre ha habido cosas buenas y cosas malas, tiempos de paz y días de guerra, reyes buenos, amantes de su pueblo, y príncipes tiranos que lo arruinaron con sus tributos. Quien estudia profundamente la historia de los tiempos pretéritos ve que no difieren mucho en esto de los presentes. San Jerónimo daba a este propósito un consejo acertado: "Debes vivir de tal manera que los tiempos presentes sean para ti siempre mejores que los pasados".
Los v.11-12 hacen un elogio de la sabiduría y de su utilidad, sobre todo si va acompañada de riquezas. Una y otra pueden contribuir en gran manera a la felicidad posible en esta vida y defendernos de ciertos males y desgracias que la ciencia puede prevenir y las riquezas pueden evitar. Pero entre ambas cosas es mejor la sabiduría, pues con ésta fácilmente se consiguen aquéllas; las riquezas, en cambio, sin sabiduría que las administre, pronto desaparecen. De ella dice Cohelet que da la vida al que la tiene; la frase se repite en Proverbios y se refiere a la vida larga y feliz que la sabiduría proporciona a quienes sigan sus postulados, que vienen a coincidir con los preceptos de la ley a los que Dios prometió idénticos beneficios.
El v.13 recuerda un pensamiento ya conocido: el hombre no puede modificar la obra de Dios, el gobierno de Dios en el mundo, conforme a sus deseos y necesidades. Y su providencia se extiende al bien y al mal. Es Él quien dispone los caminos prósperos y quien envía o permite la adversidad. Y ha entremezclado de tal manera el bien y el mal, que el hombre no puede saber con certeza si el día siguiente podrá continuar disfrutando de los bienes que hoy posee o si una desgracia o la muerte misma llamará a las puertas de su casa. Ante esta realidad, la conducta del hombre, concluye Cohelet, ha de ser disfrutar de los bienes cuando Dios los otorga, y sacar de los males, mediante la reflexión, los beneficios indicados al principio del capítulo. "Aprendamos -escribe San Gregorio a sus cristianos-, no sólo en la prosperidad, sino también en la adversidad, a dar gracias a Dios. Creador nuestro, se ha constituido, llevado de su amor a los hombres, en nuestro Padre, y a nosotros, hijos adoptivos, nos alimenta para la herencia del reino celestial, y no sólo nos restablece con los dones, sino que nos instruye por medio de los castigos".

Qo 7, 15-18. Ante la falta de sanción moral, el justo medio

Comienza constatando una realidad que está en oposición con la tesis judía, comúnmente aceptada, de que el justo y el impío reciben en esta vida el premio y castigo, respectivamente, de sus acciones. A veces muere el justo, a pesar de su justicia, en la flor de la vida, y los impíos, no obstante sus iniquidades, mueren llenos de días. Para los escritores anticotestamentarios, que ignoraban la recompensa y castigo que sigue a la muerte, esto constituía uno de los problemas más intrigantes. El hecho de que no hay en la tierra una sanción adecuada a las obras, dice a Cohelet que no puede el hombre buscar tampoco en ella su felicidad y le inspira una norma de conducta utilitaria, de acuerdo con la tesis de su libro: no quieras ser demasiado justo ni demasiado sabio (v.16). Ya nuestro autor había condenado el trabajo excesivo en la búsqueda de la sabiduría; ahora hace lo mismo respecto de la "justicia". Para interpretar bien esto, hay que tener en cuenta que, en los días en que fue compuesto el libro, existían ya las dos corrientes de ideas, de donde nacieron los fariseos rigoristas y los saduceos laxistas. Cohelet se refiere sin duda al celo desmedido en el cumplimiento de la ley, que con sus numerosas prescripciones hacía insoportable la vida a quienes con ánimo escrupuloso se daban al mismo; exceso que no es virtud y hace daño al espíritu. Pero tampoco hay que irse al extremo contrario; como critica el exceso de justicia y sabiduría, reprueba también el hacer excesivamente el mal. La razón es paralela a la anterior: ello agota las energías vitales antes de tiempo, e incluso expone a perder la vida en una mala acción. Pero ¿no legitimará con esta afirmación Cohelet el mal moderado? Ciertamente que no. Cohelet no estudia aquí los actos en su relación con la moral, sino que tiene ante sus ojos la conducta de aquellos que, al ver la falta de sanción moral, se entregan de lleno al mal, buscando en el exceso de pecado su felicidad. Para disuadirlos de tal conducta les da, corno antes, una razón de tipo utilitario: por ese camino llegarán a la muerte antes de tiempo. Al condenar, pues, los grandes desórdenes por los motivos indicados, no enseña, por lo mismo, que sean lícitos los pequeños; recomienda sencillamente un camino intermedio, que considera como el camino más acertado para conseguir la felicidad que es posible obtener en este mundo. El v.18, cuya primera parte recomienda los dos preceptos de los versos precedentes, indica en la segunda el motivo que mantendrá al hombre en ese justo medio sin desviarse hacia un fanatismo en el cumplimiento de la ley, que no es virtud, ni dejarse arrastrar por el mal y el pecado, que ofenden a Dios. Este motivo es el temor de Dios, que lleva a la observancia fiel de la voluntad de Dios, que se manifiesta en las prescripciones de la ley y recomendaciones de los sabios.

Qo 7, 19-22. Valor de la sabiduría. No hay justicia perfecta

La primera de estas afirmaciones sueltas, sin relación alguna con el contexto ni con el tema general del libro, puede haber sido sugerida por el afán de los sabios de poner de relieve aquí y allá el valor de la sabiduría, al que Cohelet no podría sustraerse no obstante su pretensión de realzar el lado deficiente de las cosas, que las incapacita para comunicar al hombre la felicidad perfecta. Pondera la sabiduría sobre la fuerza, y con razón. Muchas veces el consejo de un sabio ha salvado situaciones difíciles y angustiosas que la fuerza de las armas no podía superar. El número diez puede aludir a los diez jefes que estaban al frente de las ciudades griegas, o ser un número redondo para significar muchos. Semejantes comparaciones encontramos en los otros libros sapienciales.
Se esfuerzan los comentaristas por conectar con el contexto el v.20, en que afirma Cohelet que no hay justo exento de pecado. Algunos lo relacionan con el 18, en que se hace una recomendación del temor de Dios, con la que estaría muy de acuerdo esta advertencia de no confiar demasiado en las propias fuerzas morales (barton, nótscher). El pensamiento es conocido en el Antiguo Testamento: Salomón, en su oración al dedicar el templo, confiesa que no hay hombre que no peque. Y nos recuerda la petición de Jesucristo en el Padrenuestro, en que todos hemos de implorar el perdón de la misericordia divina, y la afirmación tajante de San Juan: "Si dijéramos que no tenemos pecado..., la verdad no estaría en nosotros". Los dos versos siguientes, que pueden haber sido sugeridos por el anterior, contienen un consejo de mera prudencia humana: recomienda el sabio no estar pendiente en cada momento de lo que de ti puedan otros decir y dejarte inquietar demasiado por ello; de lo contrario, tendrás que escuchar muchas cosas desagradables que sin duda dirán de ti, sobre todo tus siervos, que, conviviendo contigo, verán en tu conducta más de una cosa censurable, y no vivirás tranquilo. Tu conciencia misma te dice que tú haces lo mismo respecto de los demás, criticando más de una vez sus defectos. Si tú caes en este pecado contra la caridad, no pienses que los demás van a estar exentos de él.

Qo 7, 23-29. La sabiduría, inaccesible a Cohelet. Su juicio sobre la mujer

Los v.23-24 presentan afirmaciones ya conocidas y hay que unirlos con los 13-17. Cohelet se dio con intensidad a la búsqueda de la sabiduría: investigó la obra de Dios por ver si descubría las leyes divinas que regulan los acontecimientos, cuyo conocimiento le permitiría asegurar el éxito de sus empresas; pero aquéllas permanecen misteriosas al hombre, no quedándole otra actitud prudente que someterse con docilidad al gobierno de Dios sobre el mundo. Observó también la ley moral, por ver si en la virtud podía encontrar la verdadera felicidad; pero en seguida comprendió que ésta no triunfa aquí abajo, siendo muchas veces oprimidos los justos, que mueren sin recompensa de sus acciones virtuosas.
Una cosa captó muy bien en sus investigaciones Cohelet: que la maldad es una insensatez; no la hay mayor que el hacer el mal a sí mismo o a los demás, como enseñaría Jesucristo al establecer como base o fundamento de la nueva ley la caridad, y por lo mismo es una locura, que denota falta de sano juicio, como afirman también los otros sabios. El pensamiento introduce las constataciones de los versos siguientes sobre la mujer. El Eclesiastés buscó la felicidad en la sabiduría, en las riquezas, en los banquetes y festines, en las construcciones y comodidades materiales..., y en nada la halló. Pero hay una cosa que ocupa, entre las delicias apetecibles al hombre, un lugar primordial: las mujeres. Cohelet no ha pasado por alto este punto, sino que le ha prestado una atención especial. Mas también en este punto la conclusión ha sido decepcionante: la mujer es más amarga que la muerte y lazo para el corazón (v.26). Que la muerte sea cosa amarga, lo repiten los autores sagrados, y no podían pensar de otra manera, privados como estaban de la revelación sobre la felicidad que después de ella nos espera. La mujer de que aquí se trata y de la que hay que entender tan pesimistas juicios no es, evidentemente, la mujer en general. Cohelet, como advierte Colunga, seguramente que no incluía en ellos a su madre ni a la madre de sus hijos. Se trata más bien de la mujer libertina y depravada que describen los primeros capítulos de Proverbios, dado que el autor emplea los mismos términos de los capítulos 5 y 7. Tal mujer es un lazo que se tiende al corazón del hombre, el cual, llevado de sus instintos, sueña encontrar en ella su felicidad; pero el tiempo se encarga de descubrirle las amargas desilusiones que le esperan. Cohelet piensa, como advierte Podechard, no sólo en la esclavitud a que conducen los instintos pasionales, sino en toda la influencia que ella puede ejercer sobre el hombre, en su poder de intriga, en su espíritu de dominio, de celosía y de maldad; en una palabra, en la parte que le toca en todos los males y en todas las depravaciones de la humanidad. Sólo el que agrada a Dios, es decir, el hombre bueno y virtuoso, podrá vencer con su ayuda los atractivos falaces de la mujer malvada; quien no lo es, dadas las inclinaciones de la naturaleza humana, no escapará a sus seductores lazos.
Nuestro autor continúa manifestando sus conclusiones en torno a la mujer en los versos siguientes, advirtiendo antes que sus juicios no son improvisados: ha examinado las cosas y las ha meditado una por una. Dio con un dicho que él no ha podido confrontar, desfavorable en extremo para la mujer. Refiere que entre mil hombres se encuentra un hombre bueno, pero entre mil mujeres no se encuentra ni una tal, cuyo sentido es que son pocos los hombres buenos y perfectos, pero menos todavía las mujeres. La afirmación hay que tomarla como expresión de un oriental, que generaliza las cosas mirándolas del lado pesimista. ¿De dónde proviene esta depravación? Cohelet, que, en medio de sus decepciones, jamás ha tenido una palabra, ofensiva contra el Creador, confiesa que Dios ha hecho recto el corazón del hombre y que hay que buscar en él la razón de sus perversiones. En efecto, Dios creó al hombre y a la mujer buenos, como refieren las primeras páginas del Génesis. Fueron nuestros primeros padres quienes, desobedeciendo al Señor, abrieron a la humanidad la senda del mal, y en los tiempos de Cohelet, como en todos los tiempos, muchos hijos de Adán y Eva abandonaban la práctica de la virtud y dirigían sus pasos por caminos de perdición.

Qo 8, 1-17. Mas Sobre la Sabiduría y la Sanción Moral

Qo 8, 1-8. Conducta del sabio para con el rey

Nos sorprende la manera de hablar del v.1, en que se hace un elogio de la sabiduría que parece contradecir los sentimientos de Cohelet sobre la misma. El Eclesiastés es un sabio, y, como tal, no puede ocultar su aprecio y admiración por la sabiduría, que, si no puede dar al hombre la felicidad plena que ansia su corazón, es la más noble y elevada de las actividades humanas, y coloca en un grado de superioridad sobre los demás a quien, en virtud de ella, sabe explicar las cosas. Entre los efectos agradables que ella lleva consigo está ese aire de inteligencia y gravedad que, hermanado con un semblante alegre y benévolo y una actitud llena de bondad y sencillez, admira en el hombre sabio, de quien tal vez esperaríamos orgullo y áspera presunción.
Los versos siguientes se refieren a la conducta a observar frente al rey. El sabio trata frecuentemente del tema. En aquellas sociedades, en que los soberanos eran dueños de la vida y la muerte, era preciso no incurrir en su ira. Cohelet recomienda la fidelidad al mandato del rey, presentando como motivo el juramento hecho a Dios. No se trata de una promesa hecha a Dios, sino del juramento de fidelidad al rey, por parte de un individuo o por parte de todo el pueblo, en el que se invocaba el nombre de Dios. Por lo demás, el rey es el representante de Dios; su coronación iba acompañada de una ceremonia religiosa; lógicamente, la promesa de fidelidad al rey entraña un deber religioso. San Pablo declara que hay obligación en conciencia a obedecer a los poderes públicos. Sigue un consejo de prudencia para quienes, como embajadores de una causa o consejeros de los mismos, tenían que tratar con los reyes: ni alejarse demasiado pronto ni persistir en lo que le desagrade (v.3). Un gesto desagradable o una insistencia frente a las disposiciones del rey podían ser peligrosas. A Lapide escribe que para con el rey hay que observar una actitud semejante a la que adoptamos frente al fuego: no acercarse demasiado a él para no ser abrasado por sus llamas, ni situarse demasiado lejos, lo que impediría participar de su calor. De la misma manera, no conviene acercarse demasiado a los poderosos, para no venir a ser víctima de su ira; pero tampoco demasiado lejos, porque entonces no te llegarían los beneficios de su amistad y benevolencia.
Algunos explican la primera parte del v.5 en relación con las recomendaciones que preceden, interpretándola de la obediencia al rey. Parece más bien hay que entenderla de los mandamientos de Dios en general, cuyo cumplimiento se inculca por motivos prácticos y utilitarios: evitar el daño que su inobservancia puede provocar. A continuación el autor afirma que hay un tiempo determinado por Dios -un día, clamaban los profetas- en el cual tendrá lugar el juicio, al que nadie podrá sustraerse. Cohelet está convencido de que Dios pedirá cuenta de las acciones buenas o malas que hubiéremos realizado; no cree que la maldad y el crimen puedan quedar impunes, pero desconoce la naturaleza del juicio e ignora sus circunstancias de tiempo y lugar. La frase final del v.6 adquiere en el contexto sentido escatológico y afirma que al pecador espera un castigo riguroso por sus pecados.
Las afirmaciones de los v.7-8 son ya conocidas. Constatan una vez más la ignorancia del hombre respecto de lo que vendrá después de él, de la que nadie le puede sacar, y en particular su impotencia frente a la muerte. El espíritu es el hálito vital, que cesa en el momento de la muerte. Llegado el momento de la muerte, nadie puede escapar a ella ni retrasar un instante la hora señalada por Dios. El impío puede vivir largo tiempo a pesar de su iniquidad, pero ésta no le librará de la ley de la muerte, común a buenos y malos.

Qo 8, 9-15. No se Ve la sanción moral en esta vida

De nuevo Cohelet hace referencia, con sus acostumbradas fórmulas, al hecho de que los malos muchas veces triunfan, y los buenos son humillados y oprimidos. Lo debió de observar con frecuencia en aquellas monarquías absolutistas orientales, en que los príncipes tiranizaban a sus súbditos. El v.10 es oscurísimo en cuanto al texto -casi cada palabra, como advierte Buzy, ha dado lugar a no pocas interpretaciones-, si bien la idea que encierra es fácil de captar; en nuestra traducción se alude al hecho mencionado de que los malos son llevados con honor a su sepultura y después recordados con alabanza, mientras que los buenos son relegados a segundo término, olvidados y hasta a veces despreciados. Job y los Salmos repiten con frecuencia este hecho, cuya explicación constituía un misterio para los escritores del Antiguo Testamento, privados de la revelación sobre la vida futura. Para Cohelet, esto constituía una anomalía.
Los ?.11-13, cuyas ideas nos son ya conocidas, forman un paréntesis que pretende dar solución a la dificultad precedente. El 12a constata cómo el hecho de que el mal no sea prontamente castigado induce a otros a cometerlo también, sobre todo si a ello se añade la humillación y el desprecio de los justos. Catón opinaba que nada hay más peligroso que la impunidad, la cual siempre incita a mayores crímenes. Y añadía que, si se permitía hacer daño a los demás impunemente, nadie estaría seguro de la violencia de los malvados. A Lapide expone la razón por la que Dios difiere el castigo de los impíos: para mostrarles su benevolencia, que invita a los pecadores a penitencia, que algunos reconocen de hecho, y haciendo penitencia cambian de vida, mientras que otros, abusando de la paciencia de Dios, acumulan ira para el día del castigo. ? pesar de todo, Cohelet profesa la tesis tradicional judía de la retribución terrestre, que no sabe compaginar con los hechos. Sabe con certeza y profesa que llegará un día en que Dios dará su recompensa a aquellos que le temen, es decir, que le honran practicando el bien, mientras que el impío sufrirá el castigo de su impiedad. Sus días serán como sombra; "la sombra, como no tiene consistencia ni duración, ni siquiera existencia propia, viene a ser fácilmente el símbolo de la inestabilidad y de la fugacidad" (Podechard). El pensamiento aparece con frecuencia en la Biblia, y se aplica al hombre mismo y a los días de su vida sobre la tierra.
Cohelet emite su juicio sobre el hecho de que los justos sean tratados como corresponde a los malvados, y viceversa, e indica la conclusión a que ha llegado. Para él, este hecho es una anomalía que impide al hombre el que pueda poner su felicidad en la sanción moral, la cual no corresponde en esta vida a los méritos. Nuestro autor es admirable; no se irrita, ni pone en duda la fe en la doctrina tradicional de la retribución terrestre. Se limita a constatar los hechos y deducir la conclusión práctica, que es la misma a que le llevaron las precedentes experiencias: gozar honestamente de los bienes que Dios nos concede, procurando no ofenderle. En estas sentencias, al parecer epicúreas, siempre brilla el pensamiento de Dios.

Qo 8, 16-17. La obra de Dios es inescrutable

Otra vez Cohelet constata la impotencia del hombre frente a las leyes divinas que gobiernan el mundo. Le ha llevado a esta conclusión el examen que ha hecho del trabajo que se hace sobre la tierra y de la obra de Dios. Aquél designa o la actividad humana en general, conforme a la significación del término hebreo, o el esfuerzo que el hombre pone para alcanzar la inteligencia del gobierno divino, lo que está más de acuerdo con el contexto. Esta se refiere aquí a las leyes divinas conforme a las cuales Dios gobierna el mundo, tanto en el orden físico como en el orden moral. "Ante la obra de Dios, también el sabio debe inclinarse con respeto -concluye Girotti-, reconociendo que está fuera de su alcance, porque el ser finito jamás podrá comprender adecuadamente el modo de ser y de obrar de Aquel que no tiene límite alguno en su perfección". Y, como el mismo Apóstol, deberá exclamar: "¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!". De las obras de Dios, el hombre puede dar algunas razones generales que nos manifiesta la misma Escritura; pero las razones concretas de todos y cada uno de los acontecimientos de la vida escapan a la inteligencia humana.

Qo 9, 1-18. Incertidumbres y anomalías, actitud práctica

Qo 9, 1-4. Las obras del justo y del sabio, en las manos de Dios

Comienza el autor afirmando que las obras del justo y del sabio están en las manos de Dios, de modo que el éxito de las mismas no depende de su justicia o su sabiduría, sino de la voluntad de Dios. Y el Señor lo otorga, no conforme a los merecimientos del hombre, concediéndolo al bueno y denegándolo al malo, sino conforme a su beneplácito, que no coincide con el mencionado criterio. A todos, en su providencia general, trata Dios de la misma manera; indistintamente hace llover para los justos y los injustos; para unos y otros igualmente hace salir cada mañana el sol. Y una misma suerte ha dispuesto para las diversas clases de hombres, para los puros y para los impuros, es decir, para los que cumplen las prescripciones legales y para quienes las infringen; para los que juran y para los que aborrecen el juramento, cuyo uso era frecuentísimo entre los judíos, lo que originó los abusos que determinaron la prohibición que del mismo hicieron los esenios y las recomendaciones de Jesucristo en la declaración del segundo precepto. Si, pues, Dios concede o niega el éxito de las obras independientemente de que sean buenos o malos, si trata a todos de una misma manera y los destina a una misma suerte, resulta que el hombre, por el buen o mal resultado de sus obras, de sus empresas, no puede colegir si es digno de amor o de odio delante de Dios. De ningún modo se puede concluir de estos versos la incertidumbre sobre el estado de gracia o pecado en el hombre.
Privado Cohelet de la revelación neotestamentaria sobre la retribución de la vida futura, no puede menos de lamentarse de esa igualdad entre la suerte de los justos y de los injustos, que, naturalmente, él considera como una anomalía inexplicable. Igualdad que culmina en la muerte, de la que nadie es exceptuado. Y esta actitud de Dios, que trata a todos de la misma manera, viene a ser ocasión e incentivo a los malvados para entregarse sin temor alguno a los instintos e inclinaciones de su naturaleza.

Qo 9, 4b-6. La condición de los vivos, preferible a la de los muertos

Estos versos hacen resaltar las ventajas de la vida sobre el estado que, según las creencias de Cohelet y los israelitas de su tiempo, esperaba al hombre después de su muerte. Mientras uno vive, por mal que le vaya en la tierra, siempre queda la esperanza de conseguir, mediante el trabajo y el salario, días mejores, más felices y más prósperos. La experiencia nos dice, aun a nosotros cristianos, que la vida, no obstante todas sus miserias, es el bien más apetecible para el hombre. Para comprender la fuerza del refrán en boca de nuestro autor hay que tener en cuenta que el perro, como animal impuro, era objeto de desprecio para los orientales; el león, por el contrario, símbolo de la fuerza, era estimado como el más noble de todos los animales. El sentido es que es preferible ser el último y más despreciable de los animales estando vivo, que el mejor y más estimado de todos ellos estando muerto.
El v.5 continúa el mismo pensamiento, que propone bajo una forma que puede dar lugar a falsas interpretaciones, si no se tiene en cuenta el contexto de la frase. Cohelet contrapone sencillamente la condición de los vivos y la condición que, según la concepción del Antiguo Testamento, esperaba a los muertos, y es en contraste con ésta como hay que interpretar aquélla. Los vivos saben que han de morir, es decir, viven todavía y pueden disfrutar de los bienes y felicidad que Dios les conceda en esta vida, tan querida por más que esté llena de miserias, mientras que los muertos ya no saben nada; para los sabios, el conocer, el saber, es la más noble manifestación de la vida; no esperan salario alguno, privados como están de toda actividad y trabajo que pudiera merecerlo; más aún, al cabo de cierto tiempo, ni memoria queda de ellos entre los vivos, de modo que ya no cuentan para nada, lo que constituye para Cohelet gran desilusión. El autor no pone en duda o niega la inmortalidad del alma y la retribución futura, sino que las ignora, y compara la condición de los vivos con la de los muertos conforme a sus concepciones respecto del seol. San Jerónimo, que conocía el valor de las obras humanas en orden a la retribución futura, señala una diferencia digna de reflexión para los cristianos: "Los vivientes -escribe-, ante el temor de la muerte, pueden realizar buenas obras; los muertos, en cambio, nada pueden añadir a lo que se llevaron al despedirse de la vida. Ya no hay para los muertos tiempo en el que puedan merecer y conseguir el premio". El v.6, que da la clave para interpretar los versos precedentes, recuerda que los afectos y más violentas pasiones cesan en su actividad en el momento de la muerte, que rompe toda relación con este mundo visible.

Qo 9, 7-10. Conclusión de las precedentes consideraciones

Otra vez nos presenta la conclusión ya conocida de todas sus precedentes investigaciones, enumerando, esta vez en términos más explícitos, aquellas cosas en que el hombre suele hallar una felicidad mayor en esta vida. Menciona en primer lugar el disfrute de los bienes materiales, simbolizados en el pan y el vino, seguramente por ser en los banquetes donde aquéllos proporcionan una satisfacción mayor. Y esto con alegría, porque, si ésta falta, aquéllos no pueden dar esa felicidad que desea el corazón. Al conceder Dios esos bienes materiales y la facultad de disfrutar de ellos, manifiesta, por lo mismo, que se complace en que el hombre goce del fruto de sus obras. Se refiere después a las blancas vestiduras y los ungüentos que se empleaban -en los días de fiesta entre los judíos, y también entre los romanos, y son, por lo mismo, símbolos de la alegría que reinaba en semejantes ocasiones. Completa el cuadro de los placeres terrenales con la invitación a los gozos familiares: goza, dice Cohelet, de la vida con tu amada compañera. Entre las cosas que dan al hombre una satisfacción mayor y le compensan más las desilusiones a que ha ido haciendo mención a lo largo de sus experiencias, ocupa un lugar preeminente la mujer, cuya alegra compañía es la mejor compensación frente a los trabajos y contrariedades de la vida. No hay contradicción alguna entre las afirmaciones de Qo 7, 26-28, en que se emite un juicio muy desfavorable de la mujer, y esta que la considera como fuente de gozo. Allí se trataba de la mujer corrompida, que arrastra al hombre a desórdenes morales que llevan consigo fatales consecuencias (v.26), y de la dificultad de encontrar una mujer adornada de todas las cualidades que hacen de ella una esposa ideal (v.28); aquí, en cambio, de la mujer buena que, llevando una vida ordenada con su marido, le proporciona el mejor gozo de su existencia, del que Cohelet le recomienda disfrute los días de su vida. No hay en la perícopa invitación alguna a una vida de orgía y desenfreno, sino a una alegría y gozo moderados, bajo la mirada de Dios, como se infiere del mismo contexto y lugares paralelos.
Concluye con una recomendación al trabajo, ya que éste, tomado con la debida moderación, asegura las fuentes de felicidad relativa antes indicadas. Y esto mientras se vive sobre la tierra, pues con la muerte concluye toda actividad física y mental. Ante semejante consideración, Ben Sirac aconsejaba igualmente aprovechar los goces de la tierra, y también el hacer bien a los demás. Y el Apóstol, con una perspectiva más amplia y elevada, escribía a los gálatas: "Mientras hay tiempo, hagamos bien a todos, especialmente a los hermanos en la fe".

Qo 9, 11-12. Incertidumbre del éxito

Cohelet nos coloca frente a una nueva reflexión, en que va a poner de relieve la frecuente inutilidad de los esfuerzos humanos, físicos e intelectuales, en orden a conseguir el éxito pretendido. La razón está en que éste depende de diversas circunstancias, las cuales escapan al poder del hombre y hacen fallar a veces los más hábiles cálculos humanos. "El sabio -escribe Séneca- espera el principio de todas las cosas, no el éxito. Los principios están en nuestro poder; del éxito final juzga la fortuna". Tanto, que los romanos y los mismos judíos dieron culto a la diosa Fortuna. De este verso concluyen algunos que ya en tiempo de Cohelet habían sido introducidos los juegos griegos, que, para el tiempo de Antíoco Epífanes, testifican los libros de los Macabeos.
Más aún, ni su hora conoce el hombre, es decir, el momento en que la adversidad o el infortunio, la muerte tal vez, hace fallar sus más halagüeñas esperanzas. Ilustra el autor su pensamiento con una doble comparación: cuando más tranquilo surca el pez la superficie de las aguas y más ávido se lanza el pájaro a los granos que le ha tendido el cazador, un ardid que no esperan hace caer a aquél en la tupida red y a éste en el lazo escondido; así ocurre al hombre, cuando más alegre y confiado tiende su mano para recoger el éxito que ya le sonríe, una circunstancia inesperada hace fallar sus cálculos, Con esto no quiere Cohelet despreciar la actividad humana, que es necesaria, ni negar la influencia de la sabiduría en el éxito de las empresas, que a continuación valorará, sino advertir los límites que las circunstancias imponen a uno y otra.

Qo 9, 13-17. Valor de la sabiduría. No siempre reconocido

Cohelet expone en esta perícopa las ventajas que en algunos casos tiene la sabiduría. La narración no es lo suficientemente precisa en sus detalles para poder afirmar si se trata de un hecho histórico o de una especie de parábola. La conquista de la pequeña ciudad por parte del gran rey no parecía ofrecer gran dificultad. Pero la estratagema de un humilde, pero sabio habitante, logra salvarla. "Y es que la sabiduría, como escribe A Lapide, enseña a vencer el miedo, a moderar la audacia, a mantener elevada y firme la mente y la constancia en los peligros y situaciones arduas, a posponer la vida a la virtud, a despreciar la muerte".
Pero la gloria del hombre humilde fue efímera. En rigor de justicia debió ser honrado y su memoria pasar a la posteridad como el libertador de sus conciudadanos; pero no encontró, debido sin duda a su condición humilde, sino el olvido entre aquellos a quienes había librado de caer en manos de los enemigos. De la historieta, nuestro autor saca una doble conclusión: la preeminencia de la sabiduría sobre la fuerza, y la indiferencia que aun de ella se hace cuando sale de la boca del humilde.
Probablemente, el v.16 sugirió a Cohelet las constataciones de los versos siguientes. La primera hace un elogio de las palabras del sabio, que, pronunciadas con esa gravedad que suele caracterizarle, ejercen sobre el auditorio un impacto mayor que las voces estentóreas de quien pretendiese con ellas imponer orden en una aglomeración de necios. La segunda es una conclusión directa de la anécdota anteriormente referida y doctrina común de los sabios. La tercera, que indica el mal tan grande que un error puede traer consigo, halla en las páginas bíblicas numerosas confirmaciones, comenzando por el que dio origen a todos los demás, la desobediencia de nuestros primeros padres en el paraíso. Cohelet tendría con frecuencia en su mente la conducta de Roboam, que, con desatender el consejo de los ancianos y seguir el de los jóvenes inexpertos, dio origen a la división del reino salomónico. La estúpida incompetencia de un hombre hace a veces fracasar brillantes planes trazados por una mano sabia y prudente.

Qo 10, 1-20. Consejos y constataciones sapienciales

Qo 10, 1-4. Sabiduría y necedad

Dada la cantidad de moscas y el abundante uso de ungüentos en el Oriente, los lectores verían cumplida muchas veces la constatación. Ocurre lo que con la levadura, que es capaz de hacer fermentar toda la masa. De la misma manera, un acto de locura puede destruir las más grandes obras de sabiduría. Advertimos antes que el caso de Roboam debió de venir muchas veces al pensamiento de Cohelet, como de todo israelita que añorase los días áureos de David y Salomón, en que el reino de Israel significaba algo en el concierto de los pueblos orientales. Los Padres aplicaron, en sentido moral, la actitud maléfica de la mosca a los herejes, a los impíos, a las malas concupiscencias, a los demonios, etc., por su acción deleznable sobre los buenos.
Los versos 2-3 hacen referencia a la conducta del sabio y del necio. Del primero dice Cohelet que dirige su mente hacia la derecha; el necio, en cambio, hacia la izquierda. La derecha tiene sentido favorable; es símbolo del bien, y significa aquí la clarividencia y destreza del sabio en la prosecución del bien, de la felicidad. La izquierda, que simboliza más bien el mal y la ineptitud, indicaría en nuestro caso la incapacidad del necio para descubrir una norma de conducta sabia y prudente para obrar el bien y defenderse de los peligros de la vida; camina en tinieblas y no ve dónde tropieza. Y su condición difícilmente tiene remedio; siempre será necio y en todas sus actuaciones dejará entrever su necedad.
El último verso da un consejo sabio y práctico a quienes tenían que tratar con aquellos reyes despóticos orientales. Cuando alguien se aíra contra nosotros, la primera reacción nos lleva a replicarle. Tal actitud pudiera ser en extremo peligrosa cuando aquél es un poderoso que puede incluso quitarte la vida. Es más prudente una actitud de humildad y mansedumbre, como advierten también los sabios egipcios.

Qo 10, 5-11. Anomalías y constataciones de experiencia

La nueva observación, expresada en los términos típicos de Cohelet, versa sobre uno de los errores de graves consecuencias a que puede dar origen el soberano. No es raro ver en los primeros puestos de la sociedad a personajes ineptos, que subieron a ellos por su favoritismo con el rey, mientras que otros más aptos y nobles son relegados a segundo término. Ello trae como consecuencia el que los asuntos de la nación no marchen por tan buenos caminos. La misma idea expresa el v.7: el andar a caballo era considerado en Oriente en los tiempos posteriores como señal de honor, distinción y dignidad.
Cohelet ha constatado en las secciones precedentes la no rara inutilidad de los esfuerzos humanos en orden a conseguir el éxito pretendido. Advierte ahora cómo hasta las acciones más ordinarias exponen a veces a percances que pueden ser graves. Cita, entre otras, la de cavar una fosa, que entraña el peligro de hacer caer en ella a quien la cava, del que advierten también otros sabios; la de demoler una pared, entre cuyas piedras puede ocultarse una sierpe, que puede inyectar su veneno en la mano de quien destruía su escondrijo. Pero la sabiduría y la prudencia pueden evitar tales inconvenientes al menos en un porcentaje elevado de casos, lo que ilustra nuestro autor con dos casos: el del hacha (v.10) y el de la serpiente no encantada (v.11). El uso de un instrumento cortante embota su filo, y entonces éste no cumplirá su cometido sino mediante un esfuerzo tanto mayor cuanto más embotado esté. La sabiduría da el remedio: se afila el instrumento y cortará con un mínimo esfuerzo; vale más la sabiduría que la fuerza. Si un encantador no realiza bien su labor y la serpiente no encantada le muerde, de nada valen después ya sus conjuros. Le faltó la sabiduría y hubo de sufrir las consecuencias.

Qo 10, 12-15. El sabio y el necio

Estos versos hacen un elogio del sabio y una crítica del necio, como es muy frecuente en los sabios. Las palabras del primero, dice Cohelet, alcanzan en quienes las oyen favor y benevolencia, porque el sabio habla tranquila y serenamente, con amabilidad y dulzura, con sabiduría y conocimiento de las cosas. No así el necio, quien con su hablar arrogante e impudente suscita unas veces la indignación en los demás; otras le comprometen sus palabras ante ellos, exponiéndole a venganzas que pueden ocasionarle la ruina.
Apenas ha comenzado a hablar el necio, ya denota su falta de inteligencia, lo que hace adivinar qué será el final, dada su costumbre de multiplicar las palabras, de lo que nacen los despropósitos, como ya consignó el autor. Dice Séneca que los hombres hablan como viven; el necio lo es tal en todas las manifestaciones de su vida, y por eso su hablar desde el principio será necio y al fin habrá dicho todo un cúmulo de necedades. La segunda parte del v.14 -que no tiene conexión con la primera parte; probablemente se ha perdido el segundo miembro de ésta, que tal vez señalaba la relación con la idea siguiente- recuerda un pensamiento muy repetido en nuestro libro: la ignorancia en que el hombre se encuentra respecto de lo que sucederá después de él, no en el más allá, de que Cohelet no se preocupa, sino en el transcurso del tiempo. Algunos autores relacionan esta segunda parte con el primer miembro del verso e interpretan que el necio se atreve incluso a hablar del futuro como si éste pudiera ser conocido por el hombre.
El v.15, continuando la crítica del necio, enumera dos cosas que le son propias: la negligencia frente al trabajo, que los sabios recuerdan con mucha frecuencia, y su ignorancia, que raya a veces en la imbecilidad, puesta aquí de relieve con la afirmación de que desconoce las cosas más sencillas que todos saben. Dada la relación que parece existir entre los dos miembros del verso, el sentido probablemente es que al necio no suele agradarle mucho el trabajo, porque no tiene la inteligencia precisa para aligerarlo en lo que es posible y sacar de él la parte de felicidad que puede proporcionar.

Qo 10, 16-20. Templanza y prudencia

Los primeros versos presentan el contraste entre el rey inexperto, rodeado de gobernantes que se aprovechan de su situación, y el rey noble que se rodea de consejeros sabios y diligentes. Se lamenta Cohelet y siente compasión del país que está en manos de un joven sin experiencia y cuyos gobernantes dan rienda suelta a los más suntuosos banquetes, con el consiguiente dispendio para la nación. La frase banquetear por la mañana, hora la menos oportuna, significa una desmedida intemperancia. Proclama, en cambio, bienaventurada la nación en cuyo trono real se sienta un hombre digno que busca por encima de todo el bien de su pueblo, y cuyos gobernantes comen para satisfacer su necesidad natural, sin banquetear a costa de sus súbditos. El país que tiene tales gobernantes fácilmente consigue prosperidad y bienestar.
Los dos versos siguientes condenan la pereza y la crápula. En Palestina las casas tenían como techumbre una terraza de materiales poco consistentes. Si no se tenía cuidado de la misma, pronto aparecían las primeras goteras, que pudrían la techumbre y se venía abajo. Si lo relacionamos con lo precedente, la metáfora indicaría que la incuria y negligencia de los gobernantes lleva la nación a la ruina. Los banquetes, constata seguidamente el autor, son símbolo de la alegría, y lo que en aquéllos más contribuye a ella es el vino, pensamiento que aparece más veces en la Biblia. En ellos se expenden grandes sumas de dinero. Si lo referimos al v.16, condenaría la conducta de los gobernantes que se dan a los placeres de la mesa a costa del erario público.
Termina la perícopa con un aviso sobre lo peligroso que es hablar mal del rey o del poderoso, y recomienda el cuidado y circunspección que hay que tener en no criticar de ellos. El autor recomienda no hacerlo ni siquiera de pensamiento. La razón es clara: al pensamiento fácilmente siguen las palabras, y entonces ¡qué difícil es que no lleguen a sus oídos, tenida en cuenta la cantidad de gentes de que disponen para informarse de cuanto de ellos se dice en el reino!

Qo 11, 1-10. Consejos relativos a la audacia y a la alegría

Qo 11, 1-6. Hay que arriesgarse con prudencia

Los versos de esta perícopa recomiendan una actitud emprendedora en las actividades comerciales y agrícolas, que contrastan un tanto con otros pensamientos deprimentes de Cohelet. El primero es diversamente interpretado por los comentaristas. Muchos lo han interpretado como una exhortación a la limosna y liberalidad, advirtiéndole que, después de cierto tiempo, hallará la recompensa. Si bien el término empleado (pan) puede favorecer esta interpretación, ya no es tan fácil que la frase empleada por el autor signifique "hacer limosna". Otros autores, teniendo en cuenta el contexto, ven una invitación a arriesgar los bienes en una empresa prudente, con la esperanza de recoger después copiosos frutos. La imagen puede estar sugerida, como dice Podechard, por el fenómeno que tiene lugar en las orillas del mar, que al cabo de cierto tiempo arrojó sobre la playa objetos que primero había engullido. Paralelamente al verso anterior, los autores interpretan el v.2, unos como una recomendación a hacer la limosna a muchos, entre los cuales encontrarías quien te la hiciere a ti si un día tuvieres necesidad de ella; otros ven una medida de prudencia en la aplicación de la recomendación de tipo comercial del verso anterior: no pongas tu capital todo él en manos de uno solo, no lo emplees en una sola empresa, no embarques todas tus mercancías en una sola nave, pues entonces un mal azar te puede dejar sin nada. Pon tu dinero en varias empresas, embarca tus mercancías en varias naves, que de este modo, si una fracasa, te quedan las otras, que te compensarán incluso lo perdido. Es el modo de estar preparados para ciertos males que irremisiblemente vendrán, de manera que no podrá el hombre evitarlos (?.3).
El v.4 nos advierte que es preciso arriesgarse con la debida prudencia y no esperar a ver disipadas todas las dificultades para decidirnos a la acción. Las condiciones ideales para las labores agrícolas se dan raras veces, y si no estamos dispuestos a realizar éstas nada más que cuando aquéllas se presentan, nos quedaremos inactivos la mayoría de las veces, y, sin el trabajo oportuno, la tierra no produce los frutos. Calmet tiene a este propósito una preciosa advertencia para quienes tienen responsabilidades respecto de la salvación de las almas: "Si en toda otra cosa -escribe-, si en toda empresa donde se trata de vuestra salvación o de la gloria de Dios, vosotros sois demasiado tímidos, demasiado prudentes; si queréis ver disipadas todas las dificultades y todos los obstáculos, jamás emprenderéis ni realizaréis cosa alguna. Y la razón por la que es preciso conducirse de esta manera es porque nosotros ignoramos la obra de Dios, las leyes conforme a las cuales se desarrollan los fenómenos atmosféricos, cuyo conocimiento nos sería preciso para prever al menos con certeza las condiciones ideales para las faenas agrícolas. Como desconocemos, dice Cohelet, el camino por el que el espíritu entra a animar el nuevo ser en el seno de la madre, lo que ha sido siempre uno de los misterios más profundos y maravillosos que encierra la naturaleza, misterio al que más de una vez aluden los libros sagrados. En consecuencia, lo más prudente será aprovechar las diversas ocasiones que se presenten sin andar cavilando demasiado sobre cuál de ellas será mejor. Si aprovechas la mañana y la tarde, ciertamente que darás con la más propicia; y si las dos fructifican igualmente, tanto mejor. La fórmula empleada por Cohelet podría designar las diferentes ocupaciones que deben llenar la jornada del hombre y contener una exhortación al trabajo diligente.

Qo 11, 7-10. Disfrutar de la vida en los días de la juventud

Cohelet llega al final de su obra. Ante la pantalla de nuestra imaginación y ante esos deseos ardientes de felicidad que siente nuestro corazón, ha hecho desfilar todas aquellas cosas en las que el hombre parece podría encontrar su dicha. Cohelet ha juzgado vanidad y persecución del viento los esfuerzos del hombre encaminados a ese fin, porque la verdadera y perfecta felicidad no se encuentra en las cosas de este mundo. Nosotros sabemos que sólo la posesión de Dios mismo puede hacer al ser humano plenamente feliz. La razón la expuso el Doctor de Hipona en aquellas tan conocidas como profundas palabras: "Señor, has hecho nuestro corazón para ti, y se sentirá insatisfecho mientras no descanse en ti". Nuestro autor ignoraba estas cosas, y de ahí su desilusión y pesimismo. Pero Cohelet no es un pesimista absoluto. Para él la vida no es esencialmente mala, de modo que no valga la pena de vivirse. Si bien no existe en esta vida la felicidad perfecta, se da una felicidad relativa temporal, que queda a veces un poco oscurecida por el realismo de Cohelet, que vive una época histórica, política y socialmente desfavorable; no obstante, nuestro autor afirma repetidas veces su existencia e invita una y otra vez a gozar de ella.
Esta es también la conclusión que por última vez deduce el Eclesiastés, concretando en esta ocasión la edad en que esa felicidad relativa es más asequible. Los v.7-8 sirven de introducción a la última parte del libro, en que se recomiendan las alegrías de la juventud y se mencionan a continuación los años tristes de la vejez. No obstante las vanidades y anomalías que ha constatado, Cohelet profiere que en aquéllos la vida es dulce y agradable. Le siguen los días de tinieblas, en que ésta se torna triste y melancólica; la expresión podría designar el seol, que se describe en la Biblia como un lugar de tinieblas; pero la alegoría que sigue de la vejez parece indicar que en este caso se refiere más bien a los años de la vejez, dado que se emplean en ella expresiones semejantes. La última frase del v.8, si es del autor y está en su lugar, indicaría que la vida es vanidad, porque, por muchos que sean los años en que se puede disfrutar de ella, al fin siempre vendrán los años achacosos de la vejez y la muerte, con la que todo acaba.
En vista de esto, el autor invita a gozar de las alegrías de la vida en los años de la juventud, que designan aquí los años que van de la infancia a la vejez. Es en ellos cuando el cuerpo goza de más salud y está en mejores condiciones para gozar del fruto de sus trabajos; es también cuando el alma, que ve lejana la muerte, se llena más fácilmente de ilusiones y uno y otra gozan más de las delicias que lleva consigo la vida matrimonial. La recomendación a seguir los impulsos del corazón y los atractivos de los ojos, que se ponen en otros pasajes en boca de los impíos con sentido peyorativo, en nuestro caso ha de interpretarse en buen sentido. Cohelet invita a gozar de los placeres normales y satisfacciones legítimas que están dentro de la ley moral. El pensamiento de que hay un juicio, en el que Dios nos pedirá cuenta de nuestras obras, será un poderoso estímulo para mantenerse alejado de los placeres prohibidos de una vida desarreglada. A la renovada invitación de gozar de las alegrías de la juventud añade el texto la constatación que juventud y mocedad son vanidad, lo que cuadra muy bien al contexto precedente, por lo que algunos comentaristas consideraron la frase como glosa. Si es del autor sagrado, el sentido sería que los años propicios para las alegrías de la tierra pasan como una sombra fugaz, dejando paso a los días de la vejez, de que hace el autor a continuación una preciosa descripción alegórica.

Qo 12, 1-14. La Vejez, epílogo

Qo 12, 1-8

Comienza Cohelet el último capítulo de su libro con una recomendación muy oportuna después de la invitación a gozar de las alegrías de la vida en los años de su juventud y edad madura. En ellos el hombre fácilmente se entrega a los placeres y satisfacciones terrenales y se olvida de su Creador. Es, sin embargo, el mome Qo nto en que hay que acordarse de El, frase que, interpretada a la luz de Qo 4, 17-Qo 5, 6, implica el cumplimiento de los deberes para con Dios. Cuando llegan los años de la vejez, falta el vigor para cumplir con ellos; por lo demás, no tiene gracia ninguna acordarse de Dios cuando en la vida terrena ya no queda cosa alguna en que apoyar el corazón.
Sigue una hermosa alegoría de la vejez, que no tiene rival, si bien oscura y de no fácil interpretación. Los exegetas han propuesto las más diversas y hasta peregrinas interpretaciones. San Jerónimo aplicó ya en su tiempo el "tot sententiae quot capita" a la explicación de esta perícopa! El tomó de los rabinos la interpretación Qo 6, 12; Qo 9, 9. "fisiológica", que siguen hoy la mayor parte de los comentaristas y que proponemos en nuestro comentario. Cohelet enumera en forma alegórica los achaques y enfermedades que afectan a diversos órganos del cuerpo humano en los años de la ancianidad. Como en toda alegoría, no hay que buscar una adaptación perfecta entre la imagen y la realidad, ni descubrir en cada detalle un misterio que cae fuera de la mente del autor sagrado.
En el v.2, que hay que interpretar a la luz de los siguientes, tenemos dos imágenes distintas para expresar una misma realidad, los años de la vejez. El oscurecimiento de los astros simboliza el eclipse de la vida, que camina hacia su ocaso. La segunda imagen -las nubes que vienen después de la lluvia- evoca el invierno palestinense, cuando a las lluvias no suelen seguir esos días espléndidos en que el sol brilla triunfante en el firmamento, sino que, apenas unas nubes descargan su lluvia, otras se ciernen amenazadoras sobre la tierra. Ocurre lo mismo con los días tristes y sombríos de la vejez, a los que no suceden los días alegres de la juventud, sino otros igualmente tristes, si es que no lo van siendo cada vez más.
El v.3 continúa la descripción a base de la alegoría de la casa. Con frecuencia se compara a ella en la Biblia el cuerpo humano. Los guardianes de la casa que tiemblan significan, en el sentir de la mayoría de los autores, los brazos y las manos, que, colocados a ambos lados del cuerpo humano, le proporcionan, mediante el trabajo, el sustento necesario y lo defienden de los peligros. En los fuertes que se encorvan ven algunos simbolizados los huesos (Vaccari), en especial la columna vertebral (Tobac, Haupt); pero la mayoría interpretan la frase, por el plural y el paralelismo con los brazos, de las piernas, que son las que como dos columnas sostienen el cuerpo. Las muelas que dejan de trabajar porque son pocas, son, sin duda alguna, los dientes, que en los años de la vejez quedan reducidos a pocos y sueltos, por lo que apenas pueden realizar las funciones de masticación por faltarle los compañeros respectivos. Los que miran por las ventanas no pueden ser otros que los ojos, por los que el hombre se asoma y ve el mundo exterior, y que con frecuencia, a medida que van pasando los años, van perdiendo su poder visual, que llega a faltar totalmente a veces en los ancianos.
La primera imagen del v.4, que continúa la alegoría de la casa, las puertas que se cierran, encuentra diversas interpretaciones en los autores. Para unos (Siecfried, zapletal, leahy, nótscher) se trata de los oídos debido a la sordera en que con tanta frecuencia incurren los ancianos. La mayoría de los autores (Ewald, Delatre, Motáis, Mcneile, Barton), sin embargo, la refieren a los labios; en efecto, los ancianos, al verse privados de los dientes, mantienen sus labios estrechamente cerrados. El ruido del molino que se debilita mira evidentemente a la boca, en la que está el órgano de la voz y se mastican los alimentos. ¿Cuál de estas dos cosas es la designada por el ruido? Dado que la masticación de los alimentos apenas produce ruido alguno, que pueda disminuir al comer el viejo con la boca cerrada, es preferible la opinión de la mayor parte de los comentaristas, que ven una designación de la voz, que va debilitándose en la vejez y haciéndose más rara por el mayor esfuerzo que al anciano le supone hablar. La voz del ave que cesa se refiere a la voz humana, en cuanto que emite sonidos musicales, la cual enmudece casi siempre en los ancianos, que no pueden ya entonar las canciones de sus años jóvenes. Las hijas del canto, que también debilitan su voz más bien que las orejas, que escuchan el canto, serían las cuerdas vocales que lo emiten o los cantos en general, que no resuenan en los labios del viejo, porque no tiene voz o que no perciben ya sus oídos a causa de la sordera.
También el v.5 ofrece dificultades que dan lugar a diversas interpretaciones. Los temores en lo alto se refiere seguramente a las terrazas de las casas palestinenses, que jugaban un papel muy importante para sus habitantes, a las que se subía por una escalera exterior, y que, naturalmente, los ancianos temían tener que subir. Los tropezones en el camino se los encuentran muy fácilmente los ancianos en los escollos, altos y bajos, del terreno por haber perdido sus piernas la agilidad y el vigor. Las caídas en ellos, bien de la escalera, bien en la misma calle, podrían traerles fatales consecuencias. Algunos interpretan en sentido propio las tres expresiones siguientes, como las dos precedentes y la última del verso; pero tiene no pocas dificultades, por lo que preferimos la interpretación metafórica, que hace mejor sentido y no encuentra dificultad alguna en una alternancia de sentido propio y figurado que es característica de la perícopa. En el florecer del almendro tenemos una imagen de los cabellos blancos del anciano. La langosta que se torna pesada puede ser un símbolo alegórico del andar difícil del anciano, cuyos pies han perdido la ligereza cié movimiento de los días de la juventud. Finalmente, la alcaparra que cae es el anuncio de la muerte cercana. La alcaparra es un fruto que contiene vainas envueltas en hojas pequeñas; cuando está maduro, las hojas se abren y dejan caer las vainas. Las últimas frases del verso, que dan la clave para interpretar lo que precede, anuncian en sentido propio que el anciano se encuentra cerca de la eterna morada, expresión corriente en los judíos, egipcios y romanos para designar el sepulcro. Por eso las plañideras, cuyo oficio data de muy antiguo, merodean en torno a la plaza, esperando próxima la ocasión de prestar sus servicios a un nuevo difunto.
Los v.6-7, que forman la tercera parte del poema, concluyen haciendo referencia al fin mismo de la vida y muerte del hombre, que describe Cohelet, primero bajo imágenes poéticas y después en términos propios. Los judíos y algunos autores cristianos, antiguos y modernos, siguiendo una exégesis anatómica, identificaron las expresiones del v.6 con diversos órganos del cuerpo humano. Hoy los exegetas, casi unánimemente, ven en las cuatro expresiones otras tantas metáforas para designar el fin de la vida, que sigue a la vejez. La lámpara suspendida en el techo cuyo cordón se rompe y cae al suelo, extinguiéndose su luz, simboliza muy bien la existencia humana, pendiente también de un hilo, que se rompe a la hora de la muerte. El cántaro que se hace pedazos, derramándose su agua, expresa la destrucción y disolución del cuerpo humano y cada uno de sus órganos, que se deshacen en polvo. Por fin, la polea que cae al fondo del pozo ya no puede sacar agua a la superficie; rota la cuerda de la vida y sepultado el hombre en la tierra, no hay posibilidad de que aquélla vuelva a animar el cuerpo del hombre.
Lo que acaba de decir con bellas imágenes lo afirma en sus términos propios: el hombre debe acordarse de Dios antes de que torne el polvo a la tierra que antes era y retorne a Dios el espíritu que El le dio (v.7). En la primera frase hay una alusión a Gn 2, 7 y Gn 3, 19, en que se dice Dios creó al hombre del polvo de la tierra, y, en castigo del pecado original, le condenó a volver a él. ¿De qué espíritu se trata en la segunda parte del verso? Algunos interpretaron del alma humana y vieron en él afirmada la supervivencia del alma en el seol (Herzberg, Elstein) o la supervivencia del alma consciente y personal con la perspectiva del juicio de Dios (Üela-Tre, Wright), de la inmortalidad bienaventurada del alma humana (Ginsberg, Motáis, Gietmann). Pero ruaj designa aquí, como en Qo 3, 19, el "hálito vital" comunicado por Dios al hombre, que tiene su manifestación exterior en la entrada y salida del aire por la nariz y que dura todo el tiempo de la vida del hombre. Terminada ésta, el cuerpo vuelve a la tierra, el alma baal seol, y el espíritu, afirma ahora -en Qo 3, 21, decepcionado por las miserias de la vida, lo ponía en duda-, vuelve a Dios, lo que hay que entender en el sentido de que Dios lo retira, con lo que el hombre muere, no en el sentido de que sea una sustancia que vuelva a Dios o sea absorbida por El, opinión que no encontraría en el libro ni en la Sagrada Escritura punto de apoyo alguno. El autor prescinde aquí del alma y, por supuesto, no toca la doctrina de su inmortalidad feliz. "Es evidente -escribe Podechard- que, si Cohelet la hubiese conocido, no hubiese escrito su libro. Sería, por otra parte, pueril pretender que descubre al final de sus reflexiones, y que expresa en una proposición, una verdad que debía cambiar la faz del mundo religioso y desplazar el polo de la vida humana, transportando a las realidades éternales la razón de la vida. Si tal revelación hubiere sido concedida, la hubiese expresado de una manera triunfante y sus reflexiones no hubiesen sido seguidas de su habitual grito de dolor: "vanidad y persecución del viento"; pues si hay una vida eterna después de ésta, no es verdad que todo sea vano y que la vida no merezca la pena de ser vivida. El autor de la Sabiduría, que no ignoraba la inmortalidad reservada a los justos, habla en otro tono".

Qo 12, 8 Conclusión de todo el libro

El libro termina con las palabras con que comenzó. Si la cláusula "dijo el Cohelet" es auténtica, sería del epiloguista, a quien habría que atribuir la conclusión del libro. También es posible que la cláusula sea un paréntesis del editor y que Cohelet mismo escribiera estas palabras después de la alegoría de la vejez y afirmación de la muerte, que sigue a ella, como conclusión general de toda su obra. Ningún otro resume mejor la idea central del libro, que ha repetido hasta la saciedad el pensamiento de la vanidad de las cosas. Cohelet recorrió las diversas cosas de la tierra en busca de la felicidad, pero no encontró la auténtica y verdadera dicha que haga al hombre plenamente feliz. Sólo pudo descubrir una pequeña felicidad, que consiste en disfrutar con paz y sosiego de los bienes que Dios concede al hombre. Pero resulta que ni esto era siempre asequible en su tiempo debido a las muchas anomalías que llenaban su época. Añádase que esto solamente es posible durante los años de la juventud y los que preceden a la vejez. Cuando ésta llega, la vida se torna triste y melancólica, y, después de la muerte, que no tarda en llegar, la vida oscura y tenebrosa del seol.
Cohelet ha cumplido a las mil maravillas su misión en el estadio de la revelación en que le tocó escribir inspiradamente. Dios en su providencia, muchas veces inescrutable para nosotros, juzgó próximo el momento de comunicar a su pueblo la vida feliz del más allá que desde la eternidad tenía preparada para los que le aman. El autor del Eclesiastés, con su palpable demostración de que esa felicidad inmensa e infinita cuyo deseo siente el hombre, y de una manera acuciante, en lo más profundo de su corazón, no se encuentra en las cosas terrestres, preparó las almas de los israelitas para recibir la revelación que les manifestó que el ser humano fue creado para Dios, y que sería en El, en los resplandores de la gloria, donde encontraría la paz y bienaventuranza que las cosas de aquí abajo no le pueden dar.

Qo 12, 9-12. Epilogo

Qo 12, 9-12. Presentación de Cohelet y su obra

El epiloguista hace el elogio de su maestro y de sus sentencias. Nos asegura que Cohelet no se contentó con poseer él la sabiduría, sino que la enseñó al pueblo; fue, además de sabio, maestro y doctor. Para ello se dio al estudio, recogió y compuso muchas sentencias. Al hacerlo procuró expresarse en forma agradable y atractiva, pero sin sacrificar a ella el pensamiento que quería expresar. ¿Presenta en estos versos el epiloguista a Salomón? Las sentencias a que se refiere, ¿son las de nuestro libro solamente o comprenden también las de otros sabios? En cuanto a la primera, opinamos que hace el elogio del autor real del libro, no de Salomón, ya que presenta al Cohelet como un sabio más, no como el sabio de los sabios. En cuanto a lo segundo, dada la actividad de Cohelet, que parece rebasar lo que supone nuestro libro, y las afirmaciones de los v.11-12, es posible que el Cohelet haya recogido y revisado la obra de sabios anteriores a él y que el epiloguista haga referencia a Proverbios, al que en la Biblia hebrea y griega siempre siguió nuestro libro.
Con expresivas metáforas expresa el epiloguista en el v.11 la acción estimulante, el carácter permanente y el último origen de las sentencias del sabio. Son como aguijones que excitan la atención, invitan a la reflexión e impulsan al bien, siendo un excelente medio de educación y corrección; como clavos hincados de que cuelgan provisiones, las sentencias escritas perduran y producen durante más tiempo sus buenos efectos que un discurso hablado; a ellas se puede acudir en cualquier situación en busca de un consejo adecuado, y, grabadas profundamente en el alma, conducen por la senda firme y segura de la vida. Y provienen de un solo pastor, en quien la mayoría de los comentaristas ven designado a Dios, de quien, en último término, viene toda sabiduría.
Hecho el elogio de las sentencias, el epiloguista invita a contentarse con estas enseñanzas, que probablemente hay que extender a los escritos de Proverbios, pues componer libros, dice, es cosa sin fin y el demasiado estudio fatiga al hombre. Cohelet lo había experimentado. Le fatigó el trabajo de reflexión a que sometió su espíritu. Y a la fatiga siguió la desilusión al no poder concluir otra cosa, en relación con la felicidad plena y perfecta que buscaba sus experiencias, que la vanidad y persecución del viento. Tal vez haya en la última frase una advertencia contra las sutilezas de la filosofía griega, muy extendida, que no conducían a bien alguno.

Qo 12, 13-14. Conclusión del epiloguista

Antes de concluir su epílogo, el autor presenta el resumen del libro desde el punto de vista religioso: teme a Dios y guarda sus mandamientos. El temor de Dios es para los sabios el principio de la sabiduría. Cohelet proclamó vanidad la sabiduría, los placeres, las riquezas, el poder, los honores, y con éstas todas las demás cosas terrenas. Pero hay algo que no es vanidad: el temor de Dios, el cual lleva al cumplimiento de los deberes para con el Señor. Cuando Cohelet hizo referencia a éstos en el capítulo 5, no tildó de vanidad su cumplimiento. Porque eso es el hombre todo, añade con acierto el epiloguista. En efecto, "para esto ha nacido y ha sido hecho el hombre -escribe A Lapide-, para que tema a Dios y guarde sus mandamientos, de modo que nada le puede excusar de ello, ni la edad, ni el sexo, ni la falta de salud o cualidad otra alguna". Y "no es digno del nombre de ser humano -dice Epicteto- el que no es amante de la virtud". Este es, por lo demás, el único camino certero para conseguir la relativa felicidad que en este mundo es posible.
Pero la razón fundamental por la que el hombre ha de temer a Dios y guardar fielmente sus mandamientos es porque Dios ha de juzgar todas las acciones del hombre, las buenas y las malas, aun las ocultas. Cuando el amor a Dios no puede ser invocado todavía como motivo supremo para una vida virtuosa, el temor al juicio, en que se nos pedirá cuenta de todas nuestras acciones y serán severamente castigadas las malas, es quizá el pensamiento más eficaz para impulsar al hombre a guardar los mandamientos y apartarse del mal. Es la idea que invocará el Apóstol en el Areópago ante aquellos filósofos atenienses, que se encontraban más lejos del amor de Dios de lo que se encontraban los lectores de Cohelet.
¿De qué juicio se trata? Cohelet afirmó la existencia de un juicio que, si por una parte no parece rebasar las recompensas y castigos terrenos, deja, por otra, vislumbrar su existencia en el más allá al constatar que las acciones buenas y malas no reciben muchas veces en la tierra su recompensa. El epiloguista añade expresamente que Dios juzgará incluso las acciones ocultas. ¿Se mantiene en la misma línea del maestro o intuyó ya claramente la existencia del juicio que sigue a la muerte? Probablemente, el epiloguista, como Cohelet, intuyó la existencia de un juicio en el más allá, pero no tuvo idea clara de él e ignoró, por supuesto, toda circunstancia en torno al mismo. La misión del libro, con su afirmación tajante del juicio sobre toda obra y la constatación clara de que las acciones del hombre no reciben en la tierra su justo merecido, preparó los ánimos a las nuevas revelaciones sobre el juicio que recogen los libros siguientes. Como, al exponer que el hombre siente el deseo de una felicidad infinita y constatar que ésta no se encuentra en las cosas de la tierra, preparó su corazón a desear la felicidad ultra-terrena que sigue al juicio de los buenos. Al tratar de la canonicidad del libro, advertimos que Cohelet tuvo una misión importante y trascendental en el progreso de la revelación.