FILEMÓN

Flm 1, 1-3. Timoteo es mencionado como «hermano» durante la cautividad de San Pablo, como en epístolas anteriores (cfr. Flm 1, 1; Col 1, 1). Es fácil colegir de aquí que la carta haya sido escrita en la primera cautividad romana del Apóstol y no en la de Cesarea. Dado el carácter personal de este brevísimo escrito, la mención de Apfia y Arquipo hace pensar que se trate de dos miembros de la familia de Filemón, quizá su esposa e hijo respectivamente. Por la Carta a los Colosenses sabemos que Arquipo tenía un puesto importante en la iglesia de Colosas (cfr. Col 4, 17).

Flm 1, 5. Tras el saludo, Pablo da gracias a Dios por la caridad y la fe de Filemón en Cristo y en los «santos». Esta última cláusula o sintagma -la caridad y la fe que tiene en Jesús y en todos los santos- es de extraordinaria importancia teológica: Un cristiano no sólo ha de amar y tener fe en Cristo, sino por Él y en Él, amar y tener fe en los demás cristianos. Aunque Onésimo se fugó de casa de Filemón, sin embargo éste debe tener fe en su antiguo esclavo desde el momento en que se ha hecho cristiano. Ahora son ambos, amo y criado, hermanos en Cristo Jesús y, por tanto, deben fiarse uno del otro. Aquí da San Pablo una argumentación teológica a Filemón, que será explicitada, sobre todo, en el versículo 16.
Sobre el título «santos» dado a los cristianos cfr. nota a Rm 1, 7.

Flm 1, 6. El versículo tiene una redacción oscura. Quiere decir que al participar de la misma fe, los cristianos alcanzan la comunión con Cristo y con los demás creyentes. Además, Pablo confía en que la fe de Filemón llegue a ser una fe práctica, operativa, como fruto de la profunda comprensión de que todos los bienes que hemos alcanzado los cristianos tienen una estrecha relación con Cristo. Gramaticalmente esa relación con Cristo está expresada de manera tan concisa -sólo mediante una preposición griega, eis, - que resulta ambigua. Así, pues, la última parte del versículo admite, de suyo, varias traducciones, que modifican el sentido. Las dos más probables serían: 1.ª) «al comprender que todo el bien que tenemos es para [gloria de] Cristo»; 2.ª) «(…) que todo el bien que tenemos [lo tenemos] por [medio de, gracias a] Cristo».

Flm 1, 8-12. San Pablo expone aquí el objeto principal de la carta: interceder por Onésimo. Con exquisita delicadeza prefiere apelar a su caridad, ya que es norma del Apóstol rogar en vez de mandar (cfr. 2Co 1, 23), y a la situación en que se encuentra, «anciano» y «prisionero» por amor a Jesucristo (v. 9).
La magnanimidad del Apóstol es evidente: a pesar de vivir encadenado, está atento -olvidado por completo de sí mismo- para convertir a la fe a cuantos tiene ocasión, como ha sido el caso de Onésimo.
En circunstancias muy difíciles ha engendrado a la fe a Onésimo, por quien ahora intercede. Si en otro tiempo fue «inútil» a su amo, ahora en cambio será muy «útil». El juego de palabras hace referencia al nombre de Onésimo (= útil), como si quisiera decir que si bien es verdad que antes no hizo honor a su nombre, ahora sí; más aún, no sólo se vuelve útil para el Apóstol, sino también para Filemón, que ha de recibirle por ello como si se tratara del mismo Pablo en persona (v. 12).
No podemos etiquetar a las personas; todas tienen, a pesar de sus errores o posibles miserias, la capacidad de mejorar y, con la gracia de Dios, la posibilidad de llegar a la conversión sincera.
Los escritos del NT testimonian que el apostolado de los primeros cristianos se extendía por todos los ambientes sociales, de modo que había cristianos en todas las encrucijadas del mundo. San Juan Crisóstomo lo atestiguaba de la siguiente manera: «Aquila ejercía su profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una cárcel; otro, centurión, como Cornelio; otro enfermo, como Timoteo; otro, Onésimo, era esclavo y fugitivo; y sin embargo nada de eso fue obstáculo para ninguno, y todos brillaron por su santidad: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos» (Hom. sobre S. Mateo, 43).

Flm 1, 13-14. Supone éste un nuevo gesto de la extremada delicadeza con que actuaba el Apóstol. Aunque en un primer momento pensara retener consigo a Onésimo para que le sirviera de ayuda en su cautiverio, prefiere que a quien asiste la ley en vigor -en este caso el Derecho romano- decida con entera libertad. Era ésta también una norma habitual en la conducta de San Pablo (cfr. 2Co 9, 7).
El Conc. Vaticano II, siguiendo las enseñanzas de Cristo y sus Apóstoles, «exhorta a todos, pero principalmente a aquellos que cuidan de la educación de otros, a que se esmeren en formar hombres que, acatando el orden moral, obedezcan a la autoridad legítima y sean amantes de la genuina libertad; hombres que juzguen las cosas con criterio propio a la luz de la verdad, que ordenen sus actividades con sentido de responsabilidad y que se esfuercen por secundar todo lo verdadero y lo justo» (Dignitatis humanae, 8).
La cortesía extrema de San Pablo no se debe sólo a razones de amistad o de mera táctica humana, sino que actúa para permitir en este caso a Filemón, que decida libremente, haciendo uso de ese don tan extraordinario que Dios ha concedido a todo hombre. ¡Si viviésemos así, si supiésemos impregnar nuestra conducta con esta siembra de generosidad, con este deseo de convivencia, de paz! De ese modo se fomentaría la legítima independencia personal de los hombres; cada uno asumiría su responsabilidad, por los quehaceres que le competen en las labores temporales (Es Cristo que pasa, 124).

Flm 1, 15-16. El pensamiento se hace aquí más teológico y penetrante. Lo que a primera vista hubiera podido interpretarse como un mal -la huida de Onésimo del hogar de Filemón-, es visto ahora en una proyección más profunda, a la luz de la Providencia divina: Dios sabe sacar de los males bienes, ya que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28); ha permitido este incidente para que Onésimo descubriera y abrazara la fe cristiana.
En consecuencia, Filemón debe reconocerle ahora como hermano, ya que la fe en Cristo Jesús nos hace hijos de un mismo Padre (cfr. Ga 3, 27-28; Ef 6, 9). «Ved a Pablo escribiendo a favor de Onésimo, un esclavo fugitivo; no se avergüenza de llamarlo hijo suyo, sus propias entrañas, su hermano, su bienamado. ¿Qué diría yo? -se pregunta San Juan Crisóstomo-, Jesucristo se abajó hasta tomar a nuestros esclavos por hermanos suyos. Si son hermanos de Jesucristo, también lo son nuestros» (Hom. sobre Flm, 1, ad loc.).
A la luz de esta doctrina, con el paso del tiempo, fue desapareciendo la esclavitud. Gracias a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia se han ido reconociendo la dignidad y los derechos de todos los trabajadores, derivados de su condición de hombres y de hijos de Dios. León XIII llamó la atención de amos y empresarios haciéndoles ver que «es verdaderamente vergonzoso e inhumano el abusar de los hombres como si no fuesen más que cosas, exclusivamente para las ganancias», a la vez que les recordaba sus deberes de «no tener en modo alguno a los obreros como esclavos; y respetar en ellos la dignidad de la persona humana, ennoblecida por el carácter cristiano» (Rerum novarum, n. 16).
El cristianismo, pues, eleva y dignifica las relaciones entre los hombres, facilitando y contribuyendo, de modo decisivo, a la transformación y mejora de las estructuras sociales. Ningún cristiano, en la medida de sus posibilidades, puede sentirse ajeno a esta tarea, aunque ha de emplear siempre medios honestos; la inhibición de estas obligaciones podría llegar a constituir un auténtico pecado contra la virtud de la justicia, uno de los pecados sociales.
Juan Pablo II nos enseña que «es social todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones tanto interpersonales como en las de la persona con la sociedad, y aun de la comunidad con la persona. Es social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, sin excluir la del que está por nacer, o contra la integridad física de alguno; todo pecado contra la libertad ajena, especialmente contra la suprema libertad de creer en Dios y de adorarlo; todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social todo pecado contra el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los ciudadanos. Puede ser social el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento histórico; así como por parte de trabajadores que no cumplen con sus deberes de presencia y colaboración, para que las fábricas puedan seguir dando bienestar a ellos mismos, a sus familias y a toda la sociedad» (Reconciliatio et Paenitentia, 16).

Flm 1, 17-21. La identificación de Pablo con Onésimo procede de compartir una misma fe y de la extremada generosidad de su corazón. Se trasluce su inmensa caridad, que le lleva a querer a todos mucho más allá de lo que puede obligarle la estricta justicia. Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor. (1Jn 4, 16) Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos (Amigos de Dios, 172). Nada tiene, pues, de extraño que el Apóstol pida a Filemón que si en algo le faltó Onésimo o aún le debe alguna cosa, lo cargue a su cuenta (v. 18). Y como para dejar constancia de su compromiso, de modo cariñoso y de buen humor, simula firmar una especie de pagaré, de su puño y letra, como garantía de cuanto dice. En seguida, sin embargo, le recuerda a Filemón que si fueran a echar cuentas de verdad, este último saldría ganando, ya que debe a Pablo la condición de cristiano (v. 19). En ésta basa su confianza el Apóstol al pedir el perdón para Onésimo, el mayor consuelo que espera recibir (v. 20), ahora tan necesitado de cariño y comprensión en su prisión romana. Pero, en sugerencia igualmente delicada y en extremo respetuosa para con Filemón, espera de su obediencia más incluso de lo que le pide (v. 21). ¿A qué se refiere? Ya se ha dicho en la Introducción: a la libertad de Onésimo, pues aunque jurídicamente seguía siendo esclavo, era, sin embargo, libre ya según la fe.
San Pablo no pide directamente la liberación de Onésimo, aunque la insinúa con gran finura, moviendo al antiguo amo a que la conceda, pero sin quitarle el mérito de su libre decisión. Hace notar con tino a Filemón la generosidad que tuvo con él (vv. 18-19), para moverle a la respuesta igualmente generosa. «Es la repetición del mismo testimonio que le había expresado al principio de su carta -precisa San Juan Crisóstomo-: 'Sabiendo que harás aún más de lo que te digo'. Imposible imaginar nada más persuasivo; ninguna otra razón más convincente que esta tierna estima de la generosidad que Pablo le manifiesta, de modo que Filemón no podría resistir más a esta demanda» (Hom. sobre Flm, ad loc.).

Flm 1, 22-25. Termina la carta en el mismo tono familiar y lleno de confianza con que comenzó.
Se aprecia la importancia que debía tener para aquella naciente cristiandad de Colosas la familia y la casa de Filemón. Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído (Es Cristo que pasa, 30).
Junto con los saludos de quienes acompañan en ese momento a San Pablo, mencionados en Col 4, 10-14, aparece la bendición final acostumbrada (cfr. Ga 6, 18).