Después de las grandes cartas paulinas (Romanos, Gálatas, 1 y 2 Corintios), y tras las Cartas de la Cautividad (Efesios, Filipenses y Colosenses), siguen en el canon las dos Cartas a los Tesalonicenses.
La Primera Carta a los Tesalonicenses es, seguramente, el libro más antiguo del Nuevo Testamento. No es una larga exposición doctrinal, como las Cartas a los Romanos y a los Corintios, sino un escrito más breve lleno de recuerdos personales revividos a la luz de la fe y el amor. Tiene, dentro de su estilo sencillo y directo, gran riqueza de contenido.
Además del encabezamiento, característico del estilo epistolar, se pueden distinguir dos grandes secciones.
En la primera el Apóstol mira al pasado y rememora los comienzos de la evangelización de Tesalónica (1Ts 1, 2-1Ts 3, 11). Se alternan recuerdos de su predicación y de la respuesta de aquellos fieles. En ese contexto explica las circunstancias en las que escribe la carta: haber tenido que salir precipitadamente de aquella ciudad y el deseo de regresar a Tesalónica –lo que pide confiadamente a Dios– para seguir colmando de bienes a los tesalonicenses.
La segunda sección es una exhortación a vivir de modo coherente con la doctrina del evangelio predicado y recibido (1Ts 4, 1-1Ts 5, 24). El Apóstol se detiene especialmente en lo que parece más urgente para los fieles de Tesalónica: la esperanza firme en que las dificultades con que se encuentran se tornarán en alegría con la venida del Señor; la espera ha de ser paciente y activa a la vez, pues no se sabe el momento en que acontecerá, por lo que se requiere estar siempre preparados para ese encuentro.
La carta concluye con unas breves palabras de despedida (1Ts 5, 25-28).
San Pablo, con Silas y Timoteo, obtuvo en Tesalónica abundantes frutos de conversión y fundó en la primera fase de su segundo viaje apostólico una comunidad cristiana de la que se sentía santamente orgulloso. Pero a los pocos meses de haber comenzado la predicación, se vio obligado a salir de forma imprevista de la ciudad a causa de las insidias de algunos, de modo que tuvo que interrumpir la formación cristiana de aquellos neófitos 1. Por eso, en cuanto le fue posible, envió a Timoteo desde Atenas 2 para tener noticias de cómo habían reaccionado ante las dificultades surgidas y para confirmarlos en la fe, esperanza y caridad.
Mientras tanto, Pablo se dirige a Corinto, y allí lo encuentra Timoteo cuando regresa de Tesalónica 3. Éste le cuenta que los tesalonicenses perseveran en la fe y en la caridad, a pesar de las persecuciones. Ante esas noticias, el Apóstol se da cuenta del arraigo que ha tenido el Evangelio y la fidelidad que han demostrado esos fieles. Pero, a la vez, le preocupa que mantienen cierta inquietud por la suerte de los difuntos en el momento de la segunda venida del Señor. La salida precipitada de la ciudad no había permitido a San Pablo completar su instrucción en la enseñanza de Jesucristo, y tienen pocos recursos doctrinales para alimentar su esperanza.
Ante esa situación, en el invierno del 50-51, el Apóstol les escribe esta primera carta. En ella recuerda con alegría y agradecimiento a Dios la tarea realizada y la acogida que encontró, y completa algunos aspectos de su predicación que proporcionen un fundamento adecuado a la esperanza, acorde con la firmeza que ya tienen en la fe y la caridad.
Teniendo en cuenta las circunstancias en que fue compuesta esta carta, así como el tono con que el Apóstol la escribe, abriendo su corazón con afecto y recordando con gozo los inicios de su labor en aquella ciudad, es posible encontrar en ella un testimonio de primera magnitud acerca de la evangelización. Muy unido al modo en que se realiza la predicación está la cuestión de los contenidos. En este aspecto, impresiona comprobar que en la carta, muy probablemente –como se ha dicho– el libro más antiguo del Nuevo Testamento, subyace una exposición amplia de los principales contenidos de la fe cristiana.
Los tres primeros capítulos de la carta ofrecen un espléndido retrato de la tarea evangelizadora realizada en Tesalónica. A su vez, esa labor apostólica constituye un modelo para la proclamación del mensaje cristiano en todo tiempo y lugar.
Dios lleva la iniciativa y hace fructífera la predicación del Evangelio: la elección procede de Dios Padre y es consecuencia de su amor 4; su Hijo Jesús, «que nos libra de la ira venidera» 5, sostiene la esperanza 6; la acción del Espíritu Santo hace plenamente persuasivas las palabras del predicador y llena a quien las acoge de gozo inefable, que permite superar cualquier tribulación 7.
El contenido fundamental de la predicación es el «Evangelio», esto es, la Buena Nueva de nuestra salvación, anunciada por los profetas y cumplida en nuestro Señor Jesucristo; anuncio que hace saber a quienes lo escuchan que son «amados por Dios» y que han sido objeto de una elección especial 8. La meta que se propone lograr es la conversión a Dios 9. A su vez, Dios mismo infunde las tres virtudes teologales –fe, esperanza y caridad– en quienes aceptan el mensaje cristiano. Por su parte, el ejemplo de quienes responden con prontitud y fidelidad a la palabra de Dios refuerza la eficacia de la predicación10.
Un elemento importante para esta eficacia es la actitud del evangelizador. San Pablo exhorta con su ejemplo a evitar todo protagonismo: el predicador ofrece sus palabras y el testimonio de su vida, pero quien actúa en sus oyentes es el Espíritu Santo11. Así pues, se ha de ejercer el ministerio con rectitud de intención, porque Dios «ve el fondo de nuestros corazones», trasmitiendo la Palabra de Dios con sencillez y fidelidad12. Quien enseña la doctrina cristiana no actúa por afán de lucro, sino movido por el amor a Dios y a los demás13. El Apóstol realiza su tarea apoyándose en la oración14 y, siempre que le sea posible, tratando a quienes enseña, animando a todos, uno a uno, y mostrándoles el camino para vivir de modo coherente la vocación cristiana15.
En la carta se encuentran mencionadas las principales verdades de la fe, así como los fundamentos de la moral y los motivos de la oración cristiana.
Los principales artículos de la fe, que la Tradición cristiana formulará en el Símbolo de los Apóstoles, aparecen ya en este escrito compuesto tan sólo unos veinte años después de la muerte de Cristo. San Pablo enseña que Dios es Padre16 y Jesús es su Hijo17. La salvación se realiza «por medio de nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros» y «resucitó»18. Él ha de venir de nuevo, con todo su poder y majestad, a juzgar a los vivos y a los muertos19. Dios Padre envía al Espíritu Santo20, que nos mueve a acoger con gozo la predicación de la palabra de Dios21.
La doctrina moral de estas cartas se funda en la llamada de todos los cristianos a la santidad: «Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación»22. Para alcanzar ese fin es necesario participar de la propia vida de Cristo23, apoyándose en las virtudes teologales: hemos de estar «revestidos con la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza»24. Las relaciones entre los hombres se han de fundar en la caridad fraterna; de ahí que los cristianos debamos dar buen ejemplo, corregir a los que viven en desorden, alentar a los pusilánimes, sostener a los enfermos y tener paciencia con todos25. Se hace necesario estar vigilantes, sin dejarse dominar por la concupiscencia, viviendo en todo la sobriedad26. Hay que estar siempre alegres, orar sin cesar, dar gracias por todo27 y trabajar con seriedad28.
Junto a las verdades de la fe y las orientaciones morales para el comportamiento, la instrucción cristiana siempre ha concedido una gran importancia a la oración, y así aparece también en esta carta. De una parte está la recomendación de «orad sin cesar»29, pero también hay notables alusiones a los contenidos de la oración.
En efecto, de algún modo están presentes en esta carta los elementos fundamentales de la oración dominical, el Padre nuestro, tal y como se ha difundido más habitualmente en la tradición cristiana, es decir, según la versión contenida en el Evangelio de San Mateo30. Dios es Padre nuestro31, que está con su Hijo «en los cielos»32. El cristiano ha de poner todo su empeño en que se haga su voluntad, que es la santificación33, a la vez que trabaja y aguarda que venga su reino34. La recomendación de «que nadie devuelva mal por mal»35 evoca la petición enseñada por Jesucristo: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». También cuando se pide para todos en la Iglesia: «No nos dejes caer en la tentación», se comprende que el Apóstol estuviese «preocupado por si os hubiera seducido el tentador»36. Y cuando, además de la perversa acción del tentador en los demás, se tiene la propia experiencia de las dificultades –«yo, Pablo, lo intenté una y otra vez, pero Satanás nos lo impidió»37–, se entiende bien que el Señor enseñase a pedir: «Líbranos del mal».
Una de las cuestiones en las que San Pablo se detiene más en esta carta es la referente a las realidades últimas del ser humano. Lo hace para alimentar la esperanza de aquellos neófitos, en medio de las tribulaciones que estaban padeciendo.
La vida del hombre no termina con la muerte. Por eso, los fieles no deben entristecerse ante esta realidad, como sucede a quienes no tienen esperanza. La razón última está en que si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos con Él38.
Por tanto, esperamos –al final de los tiempos– la resurrección de los cuerpos, tras el retorno glorioso de nuestro Señor Jesucristo, que el Apóstol describe con solemnidad: «Porque cuando la voz del arcángel y la trompeta de Dios den la señal, el Señor mismo descenderá del cielo»39. El lenguaje apocalíptico empleado para narrar la segunda venida del Señor –también llamada «Parusía»– manifiesta el misterio y el poder de Dios. Tras la Parusía se producirá la resurrección de los muertos. Los cuerpos volverán a la vida, y quienes hubieran permanecido hasta ese día saldrán junto con sus hermanos difuntos al encuentro del Señor40. Por tanto, los que hayan muerto antes de la Parusía no estarán en posición de desventaja con respecto de los que todavía vivan en ese momento.
San Pablo no concreta el tiempo de la Parusía, pues «sobre el tiempo y el momento, hermanos, no necesitáis que os escriba». Se limita a exhortarles para que permanezcan siempre vigilantes, porque «el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche»41, en el instante menos esperado.
1 cfr Hch 17, 1-9.
2 cfr 1Ts 3, 2.
3 cfr Hch 18, 5.
4 1 Ts1, 4.
5 1Ts 1, 10.
6 1Ts 1, 3.
7 1Ts 1, 5-6.
8 cfr 1Ts 1, 4-5.
9 1Ts 1, 9.
10 1Ts 1, 3-9.
11 cfr 1Ts 1, 5.
12 1Ts 2, 1-12.
13 cfr 1Ts 2, 7-9.
14 cfr 1Ts 3, 10.
15 1Ts 2, 11-12.
16 cfr 1Ts 1, 3.
17 cfr 1Ts 1, 10.
18 1Ts 5, 9-10; cfr 1Ts 1, 10; 1Ts 4, 14.
19 cfr 1Ts 1, 10; 1Ts 2, 19; 1Ts 3, 13; 1Ts 4, 16-17.
20 cfr 1Ts 4, 8.
21 cfr 1Ts 1, 6.
22 1Ts 4, 3; cfr 4, 7-8; 1Ts 5, 9.
23 cfr 1Ts 5, 10.
24 cfr 1Ts 5, 8.
25 cfr 1Ts 4, 9; 1Ts 5, 11.14.
26 cfr 1Ts 4, 5; 1Ts 5, 6.
27 cfr 1Ts 5, 16-18.
28 cfr 1Ts 4, 11-12.
29 1Ts 5, 17.
30 Mt 6, 9-13.
31 cfr 1Ts 1, 3; 1Ts 3, 11.13.
32 cfr 1Ts 1, 10; 1Ts 4, 16.
33 cfr 1Ts 4, 3.
34 cfr 1Ts 2, 12.
35 1Ts 5, 15.
36 1Ts 3, 5.
37 1Ts 2, 18.
38 cfr 1Ts 4, 13-14.
39 1Ts 4, 16.
40 1Ts 4, 16-17.
41 1Ts 5, 1-2.