Después de las Cartas a los Efesios y a los Filipenses sigue otra con referencias a la prisión del Apóstol, por lo que también se la incluye entre las llamadas de la Cautividad. Se trata de la Carta a los Colosenses.
Ésta tiene muchos puntos en común con la Carta a los Efesios, tanto en el estilo literario como en el contenido, lo que hace aconsejable al estudiar cada una de ellas prestar atención a lo que se dice en la otra. También presupone, de otro modo, la Carta a Filemón: de hecho, casi todas las alusiones personales de Colosenses se encuentran también en la breve carta que San Pablo escribió a ese cristiano de Colosas.
La Carta a los Colosenses comienza por un saludo breve, que da paso a una primera parte, donde figura un himno a Cristo y una acción de gracias a Dios (Col 1, 3-23). Lo más importante en esta sección es el canto a la primacía de Cristo sobre la entera creación.
A continuación, se deja constancia de que la autoridad de San Pablo está al servicio del Evangelio (Col 1, 24-Col 2, 5). El Apóstol no ha hecho otra cosa que cumplir, sin miedo a los padecimientos que conlleva realizar esa tarea, la misión recibida de Dios.
Más adelante se anima a quienes han acogido a Cristo, y han sido resucitados con Él en el Bautismo, a permanecer firmes en la fe recibida, sin dejarse engañar por vanas creencias (Col 2, 6-23).
El principio que fundamenta la conducta moral del cristiano es su unión con Cristo, que comienza con el Bautismo –verdadera resurrección espiritual– y se perfecciona con la vida de oración y los demás sacramentos. La vida nueva en Cristo tiene manifestaciones claras en la vida doméstica, y en el comportamiento social (Col 3, 1-Col 4, 18).
No se tienen noticias de que San Pablo se detuviera en Colosas a predicar el Evangelio en alguno de sus viajes, sino que, al parecer, fue Epafras 1 quien recibió la misión de predicar allí y en las ciudades vecinas de Hierápolis y Laodicea 2. Por lo que dice esta carta parece que el Apóstol no conocía personalmente a aquellos cristianos 3. Por tanto, toda reconstrucción histórica de las circunstancias en las que se compuso habrá de estar basada en conjeturas realizadas sobre las pocas alusiones a acontecimientos concretos que se pueden encontrar en este escrito.
La carta sale al paso de las inquietudes surgidas entre los miembros de las comunidades de aquella región de Frigia por las enseñanzas de algunos predicadores llegados de fuera.
En efecto, comenzaban a surgir creencias y prácticas sincretistas, en las que, junto al Evangelio recibido por predicación apostólica, se dejaban sentir influencias de la apocalíptica judía y de corrientes mistéricas helenísticas ligadas a los primeros avances de la gnosis. La gnosis se presentaba a sí misma como una Sabiduría más elevada, superadora de todas las demás religiones –incluida el judaísmo–, a las que consideraba explicaciones imperfectas, útiles provisionalmente para el vulgo. Según aquella mentalidad, el mundo y la marcha de la historia dependía de unos poderes sobrehumanos, inferiores al verdadero Dios, a los que todas las cosas estaban sometidas. Sólo quienes los conocían podían tenerlos a su favor o evitar su influjo. De ahí que el «conocimiento» (gnosis) de ese mundo sobrehumano fuese medio de salvación. En las sectas gnósticas que conocemos por testimonios posteriores (por alusiones de San Justino, San Ireneo, etc.) se creía que sólo los iniciados estaban salvados por el «conocimiento» de los misterios divinos, que los insertaba en su verdadera patria, el mundo de la «plenitud divina» (pléroma). Para la iniciación se imponía un itinerario ascético rigorista.
Aquellos primeros brotes de gnosis parecían intentar conciliar el cristianismo con sus propias ideas: para los gnósticos Cristo era uno más de los seres divinos que constituían el pléroma. A su vez, la realidad se contemplaba dividida, con una fuerte contraposición entre lo que está en el ámbito del Dios verdadero, desconocido, y lo que está en el ámbito del dios inferior, el Demiurgo y sus potencias que dominan el mundo; de ahí se derivaba un ascetismo rígido que suponía renegar radicalmente del mundo creado en el que se desenvuelve la vida humana ordinaria.
Para hacer frente a aquellas concepciones, se compone esta carta que, aunque se ajusta en líneas generales al esquema epistolar básico de los escritos del corpus paulino, es un texto eminentemente polémico, pero de gran hondura teológica, pues profundiza en temas capitales del misterio del ser de Cristo –la cristología– como son su superioridad infinita y su capitalidad sobre todos los seres 4. También acuña expresiones que encierran un contenido muy profundo, como la de que en Cristo «habita toda la plenitud (pléroma) de la divinidad corporalmente» 5.
Esta carta presenta algunos rasgos singulares dentro del corpus paulino. Respecto al vocabulario, se puede apreciar el empleo de términos nuevos, procedentes al parecer de esas doctrinas a las que se hace frente, pero que se han cargado de nuevos matices y sentidos al ser utilizados en un contexto polémico. En cuanto al estilo, el texto griego original de la Carta a los Colosenses utiliza, lo mismo que la Carta a los Efesios, frases más largas de las habituales en las grandes cartas (Romanos, Gálatas, 1 y 2 Corintios) o en la Primera a los Tesalonicenses, que son las primeras cartas de San Pablo.
Por otro lado, Colosenses presenta aportaciones originales, que consisten fundamentalmente en un gran enriquecimiento de la doctrina acerca de la preeminencia de Cristo sobre toda la creación. En otras cartas había expuesto San Pablo detenidamente el plan redentor en favor de los hombres 6, pero en ésta enseña que todas las criaturas participan de los frutos de la Redención.
No se tienen datos sobre el momento preciso en que las comunidades cristianas de Frigia sufrieron una conmoción como la que refleja esta carta, aunque debió de ser en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo I. Por eso tampoco se puede fijar con precisión el tiempo en que fue compuesta. Puesto que Colosas fue derruida por un terremoto en el año 60 ó 64, la carta debe de ser anterior a esas fechas 7.
Sea cual fuere el motivo y el momento concreto de su composición, esta carta tradicionalmente atribuida a San Pablo constituye una excelente muestra de la fe en Cristo de la primitiva comunidad. La Iglesia posterior siempre ha considerado este escrito como inspirado por el Espíritu Santo, y por ello incluido en el canon de la Sagrada Escritura.
Saliendo al paso de los errores sincretistas que comenzaban a difundirse entre las comunidades cristianas de Frigia, se hizo necesario reflexionar, desde la perspectiva del Evangelio, sobre la creación y gobierno del universo, y el plan salvífico divino en favor de los hombres, que alcanza también a las realidades terrenas.
Frente al sincretismo de poderes celestes que se difundía por aquellas regiones, se afirma categóricamente que el Señor Jesús es cabeza de todos los seres, celestiales y terrestres; que su señorío es absoluto y está infinitamente por encima de todo cuanto existe en la Creación 8. Esto es así «pues Dios tuvo a bien que en él [en Cristo] habitase toda la plenitud (pléroma), y por él reconciliar todos los seres consigo» 9. Ningún rango parcial debe atribuirse a Jesucristo, ya que lo llena todo, pues «en él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente»10. Cristo, por tanto, no es uno de los muchos seres sobrehumanos que pueblan el universo, sino la cabeza, el principio por el cual nos llegará a todos la salvación.
La capitalidad del Señor sobre el cosmos no radica únicamente en su constitución ontológica –es Dios y Hombre–, sino también en su actividad soteriológica –es el Salvador–. La salvación ya ha sido realizada por Cristo, pero su aplicación continúa efectuándose, puesto que sus frutos han de llegar a todos y cada uno de los hombres; su culminación final se alcanzará cuando se complete la recapitulación de todas las cosas en Cristo.
Suele decirse, a partir de Santo Tomás, que la capitalidad de Cristo sobre la Iglesia consta de tres elementos: la primacía, la perfección y el influjo vital11. En la Carta a los Colosenses hay dos textos fundamentales acerca de Cristo Cabeza de la Iglesia: Col 1, 18 y Col 2, 19. En el primero se expone fundamentalmente una capitalidad de tipo primacial, mientras que el segundo se habla con más claridad del influjo vital de Cristo sobre la Iglesia. Ambos aspectos, sin embargo, están íntimamente entrelazados en los dos textos. En Col 1, 15-20 se hace un cántico a la primacía total de Cristo sobre la Creación entera y cada uno de sus órdenes. Dentro de ese himno se afirma: «Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia»12. El sujeto, Él, es Cristo indiviso, Dios-Hombre. En ese versículo se añade a la proclamación de la primacía de Cristo sobre la Creación la noción de Cristo Cabeza de la Iglesia.
La noción de la Iglesia como Cuerpo de Cristo revela una profunda concepción del misterio salvífico. Con ella se explica el crecimiento y vida sobrenaturales de todos y cada uno de los fieles que integran la comunidad cristiana universal. Los fieles cristianos, merced a la unidad orgánica que posee la Iglesia como Cuerpo de Cristo, pueden crecer en la caridad, apoyándose unos a otros, al tiempo que ejercen su propia y peculiar función como miembros vivos del organismo. La obra salvífica llega así orgánica y ordenadamente a todos los miembros de la Iglesia.
Más aún, por la íntima unión entre el cuerpo y la cabeza, aquél prolonga la acción de ésta, la cual, sin el concurso del cuerpo, quedaría de alguna manera incompleta en su acción vivificante. Por tanto, el cristiano puede en cierto modo «completar» la pasión redentora del mismo Cristo: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia»13.
Se trata de una consecuencia concreta de la capitalidad de Cristo sobre el cosmos, y tiene una estrecha relación con su capitalidad sobre la Iglesia. Puesto que la acción de los miembros de la Iglesia militante se desenvuelve entre las realidades temporales, Colosenses no contempla sólo el señorío de Jesucristo sobre los cielos o lo más íntimo del ser humano, sino sobre las realidades todas de la tierra y los afanes de la vida cotidiana. Las realidades temporales son, en sí mismas, susceptibles de «cristianización», más aún, deben ser cristianizadas, santificadas.
No se trata simplemente de hacer las cosas bajo la mera invocación del nombre de Jesús, sino de ordenar toda actividad humana hacia Cristo pues «él es antes que todas las cosas y todas subsisten en él»14. En este sentido, Cristo debe ser puesto en la cima de esas realidades, como cabeza salvífica y centro de convergencia, ya que Él es la meta última hacia la que deben orientarse todas las tareas de los hombres.
1 cfr Col 1, 7; Col 4, 12.
2 cfr Col 1.3.
3 cfr Col 2, 1.
4 cfr Col 1, 15-20.
5 Col 2, 9.
6 Anteriormente esta idea sólo había aparecido con cierta amplitud en Rm 8, 19-22.
7 De todas formas, no se puede descartar por completo la posibilidad de que las nuevas concepciones filosófico–religiosas comenzaran a difundirse en Frigia a partir de la catástrofe del terremoto, cuando se estaba reconstruyendo la ciudad de Laodicea, y que esta carta esté dirigida principalmente a los cristianos de esa ciudad (para los que hay muestras de afecto y la intención explícita de que la lean: cfr Col 2, 1;Col 4, 15), apelando a la autoridad del Apóstol, a fin de que no se dejaran seducir por las nuevas tendencias.
8 cfr Col 1, 15-20.
9 Col 1, 19-20.
10 Col 2, 9.
11 cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae 3, 8, 1, c.
12 Col 1, 18.
13 Col 1, 24.
14 Col 1, 17.