La Carta a los Hebreos es uno de los escritos de mayor importancia y altura literaria del Nuevo Testamento. Se encuentra al final del corpus paulino, como un eslabón entre los escritos de San Pablo y las Cartas Católicas. Histórica y doctrinalmente, se relaciona con el cuerpo de cartas de San Pablo, pues en ella se encuentra un eco fiel de su predicación. Sin embargo, la elegancia y perfección formal con la que está escrita, en un griego pulido y culto, contrasta con el griego espontáneo y vigoroso de Pablo. Además, la manera de enfocar los temas doctrinales y el peculiar modo de citar el Antiguo Testamento no son los mismos que los empleados por el Apóstol de las gentes. De ahí que ya desde los primeros siglos se plantearan dudas sobre su autenticidad paulina y, como consecuencia, tuviera dificultades para ser recibida en todas las iglesias como escrito sagrado.
En Oriente fue generalmente admitida como paulina desde antiguo. San Policarpo la conoce, aunque no menciona a su autor, y Clemente de Alejandría, según atestigua Eusebio, la cita como de Pablo, pero señala que fue traducida del hebreo por Lucas 1. Orígenes, en el siglo III, habló de la posible existencia de un redactor de las ideas de San Pablo como autor directo de la carta. «Las ideas de la epístola –escribe el exegeta alejandrino– son ciertamente del Apóstol; la dicción y la composición parecen, sin embargo, de otro que quiso recordar el pensamiento de Pablo, como quien escribe las palabras del Maestro» 2. No obstante, reconoce que quién fuera el redactor de la carta «sólo Dios lo sabe» 3. San Juan Crisóstomo, gran admirador y profundo conocedor de los escritos del Doctor de las gentes, la considera de Pablo. Eusebio, recogiendo la tradición, la incluye entre los escritos recibidos como canónicos 4.
En Occidente, en cambio, su autenticidad fue más cuestionada, a pesar de que San Clemente de Roma había hecho uso de Hebreos sin citarla explícitamente. El autor del primer comentario completo en latín a San Pablo, el anónimo llamado Ambrosiaster, evita comentarla. El propio San Jerónimo recoge y expresa ya algunas dudas sobre la directa autoría paulina, y lo mismo hace San Agustín a partir del año 409. Sin embargo, tanto el obispo de Hipona como el traductor de la Biblia, en los años posteriores y bajo la fuerza de la tradición, fueron admitiendo, no sólo la inspiración de la carta, sino también su autenticidad 5. Hacia el final del siglo IV aparece en las listas de los concilios africanos y desde el siglo VI hasta el siglo XVI es reconocida unánimemente como paulina. El Concilio de Trento la sancionó solemnemente como canónica e inspirada 6.
Algunos teólogos renacentistas, entre ellos Erasmo y el cardenal Cayetano, volvieron a impugnar la autenticidad paulina de la carta. Desde entonces, la mayoría de los exegetas piensan que, tal como está su texto griego, no la escribió San Pablo. Hay que señalar, no obstante, que esta cuestión no afecta a su canonicidad. La Carta a los Hebreos es un libro inspirado y canónico, en muchos aspectos vinculado al pensamiento y a la doctrina de Pablo, pero cuyo autor desconocemos.
La estructura literaria de Hebreos ha sido objeto de estudios minuciosos, pero no es fácil de determinar. A lo largo de la carta, se van alternando partes explicativas de tipo doctrinal y partes exhortativas. El contenido moral o parenético se entremezcla deliberadamente con el dogmático. Las verdades de fe son presentadas por el autor como el fundamento de la conducta práctica que se recomienda y se pide a los destinatarios. En este sentido la carta es un ejemplo admirable de la unidad entre doctrina y vida, tan propia de todo el Nuevo Testamento, y constituye por ello un modelo de la mejor literatura religiosa cristiana.
El texto permite reconocer, con cierta facilidad, cinco secciones doctrinales:
El contenido ascético, exhortatorio y moral también se agrupa en secciones oportunamente intercaladas con las cinco anteriores. En líneas generales tratan de los siguientes temas: a) El seguimiento de Jesucristo como imprescindible para la salvación (Hb 2, 1-4). b) La necesidad de imitar a los fieles que aceptaron la Revelación para entrar en el reposo de Dios (Hb 3, 7-Hb 4, 13). c) Esperanza gozosa y normas de la vida cristiana (Hb 5, 11-Hb 6, 20). d) Los motivos y ejemplos incomparables que deben animar al creyente a perseverar en su fe a pesar de las dificultades (Hb 10, 19-Hb 12, 29). e) Últimas recomendaciones (Hb 13, 1-19).
Los versículos 7-17 del capitulo 13 (Hb 13, 7-17) parecen resumir los asuntos principales de la carta y contienen una exhortación final a la rectitud y vibración espiritual que deben caracterizar la vida cristiana.
La carta fue compuesta por un cristiano culto de origen judío, buen conocedor de la Sagrada Escritura y de las cuestiones teológicas planteadas en el momento de la redacción, y, además, muy cercano a San Pablo en pensamiento y actividad. Por el contenido se trasluce que fue un hombre de cultura helenista, con gran celo pastoral y profundo conocimiento de la vida religiosa del pueblo hebreo y del culto del Templo de Jerusalén. Su personalidad parece esconderse deliberadamente detrás de la grandeza e importancia del tema que se expone. Han sido numerosos los intentos de concretar el autor–redactor y se han aventurado los nombres de Bernabé, Lucas, Clemente Romano, Felipe, Silvano, o el discípulo Apolo, mencionado en Hch 18, 24s., como posibles redactores. Sin embargo, ninguna de las propuestas resulta satisfactoria.
La carta responde a un género intermedio entre el epistolar y el propio de un discurso o sermón escrito (cfr Hb 13, 22: «palabra de exhortación»). Además, por su estructura, orden y método, recuerda el género de ensayo teológico. El ritmo majestuoso de los versículos y la grandiosidad de los temas expuestos explican el extenso uso que la Iglesia ha hecho de ella en la liturgia. El autor, en un griego muy correcto y elegante, se sirve de un abundante vocabulario y consigue expresar gráficamente su pensamiento con ayuda de numerosos recursos de estilo, citas y ejemplos de la Sagrada Escritura. Después de Lucas es, sin duda, el modelo más elevado de obra literaria en el Nuevo Testamento.
El título, a pesar de no ser original, puesto que data probablemente del siglo II, responde con precisión a la naturaleza y contenido del libro. Es muy probable que los «Hebreos», tenidos como destinatarios de la carta, fueran, en primer lugar, cristianos provenientes del judaísmo, buenos conocedores tanto del idioma griego como de la cultura hebrea y, en especial, de las ceremonias del culto mosaico. El principal propósito de la carta es mostrar la superioridad del cristianismo respecto a la Antigua Alianza, pero tanto el estilo como la intención no son polémicos.
El escrito hace ver que la Nueva Ley es la perfección, el cumplimiento y la superación de la Antigua. Para ello se centra en la consideración del sacerdocio y sacrificio de Cristo como superiores a los levíticos. Éste es el fundamento doctrinal que respalda la exhortación a la perseverancia en la fe que el autor dirige a los destinatarios y que constituye el otro motivo primordial de la carta.
Como fecha de composición se ha sugerido la década de los sesenta, es decir, antes de la destrucción de Jerusalén por los ejércitos romanos de Vespasiano y Tito en el año 70, ya que la caída de la ciudad no se menciona en ningún momento, y numerosos lugares sugieren que el Templo y el culto mosaico continúan en vigor 7. Bastantes autores señalan el año 67 como fecha de composición. Sin embargo, no puede descartarse una fecha más avanzada en el primer siglo, en cualquier caso antes de la 1 Clemente (años 90-100), que cita Hebreos.
Conforme a las palabras de Hb 13, 24: «Os saludan los de Italia», se ha pensado en Roma como lugar de composición. Sin embargo, esta expresión podría entenderse también como el saludo de un grupo de cristianos procedentes de aquel país, pero que residen en otro lugar que nos es desconocido y desde el que se envía la carta. Se ha pensado que este lugar podría ser Palestina o Alejandría.
La doctrina de la carta es fundamentalmente cristológica. La consideración de la figura de Cristo, Dios y Hombre y Gran Sacerdote de la Nueva Ley, es como el eje que vertebra todo el documento, aglutina sus diversas secciones e imprime al conjunto una extraordinaria unidad.
El autor sagrado expone ante todo la Redención universal obrada por Jesucristo Mediador, mediante el sacrificio de la cruz y el derramamiento de su sangre. Cristo es al mismo tiempo la Víctima perfecta que expía todos los pecados de los hombres y el verdadero Sumo Sacerdote que ofrece a Dios Padre el culto agradable, verdadero y eterno. Se trata, en último término, de una idea básica de la teología paulina. Pero, antes de abordar el tema de la Redención y del sacerdocio, en los versículos iniciales la carta enuncia, breve pero solemnemente, la preexistencia eterna del Verbo, su actividad creadora y su igualdad con el Padre 8. Son palabras que recuerdan aspectos de la Revelación acerca del Verbo expuestos por San Juan en el prólogo de su evangelio.
En consonancia con el tema general de la carta, que es la salvación obrada por Cristo –verdadero Dios y verdadero hombre–, la atención del autor sagrado se concentra en el Sacerdocio de nuestro Señor, por el que no solamente es constituido superior a los ángeles, al legislador de la Antigua Ley y al sacerdocio levítico, sino que le permite redimir con sobreabundancia al género humano. La Redención operada por Cristo es un remedio universal para una necesidad universal.
El sacrificio de Cristo, que no consiste –como en el Antiguo Testamento– en el derramamiento ritual de la sangre de animales, es irrepetible y ha producido sus efectos salvadores de una vez para siempre. No puede ya repetirse dada su eficacia infinita. La intercesión de Cristo Sacerdote a favor nuestro es eficaz, definitiva y permanente. La tarea del hombre redimido consiste en aplicarse con fe los frutos que vienen del sacrificio del Señor y crecer en la caridad que salva.
Jesucristo manifiesta su ser y su obra sacerdotal tanto en el abajamiento como en la exaltación. Ambos momentos fueron necesarios para que se realizara la tarea sacerdotal y redentora. El abajamiento y la humillación de Cristo nos muestran su obediencia absoluta a la voluntad del Padre, la fuerza de las tentaciones que le han sobrevenido y turbado su naturaleza humana, y los impresionantes padecimientos experimentados en la carne mortal que quiso asumir 9.
Las consideraciones del autor sagrado, llenas de emoción y patetismo, convergen en la afirmación que constituye el núcleo de la carta: «Tenemos un Sumo Sacerdote tan grande, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos»10. Esta verdad situada en el centro del dogma cristiano supone al mismo tiempo –como se hace patente en la carta– una estimulante exhortación a la esperanza. Además de presentar la figura y obra de Jesucristo desde el punto de vista de su Sacerdocio eterno y desarrollar por tanto las implicaciones de los títulos de Sacerdote y Mediador, la carta aplica a Cristo cuatro títulos principales, que manifiestan algún aspecto del ser de Cristo: Hijo, Mesías, Jesús y Señor. Asimismo la carta se refiere al Señor en otros lugares con las denominaciones de Santificador, Heredero, Mediador, Pastor y Apóstol, única esta última en todo el Nuevo Testamento. Por consiguiente, el autor sagrado pone de relieve el significado siempre actual de la existencia de Cristo como Sacerdote y como Mediador definitivo para todos y cada uno de los cristianos: Jesucristo es ayer y hoy y para siempre11.
La carta muestra, sin ánimo polémico, que la objetiva superioridad del cristianismo sobre el judaísmo es el hecho decisivo de la historia de la salvación. La argumentación no apunta a una descalificación religiosa del judaísmo, sino únicamente a asignarle el lugar preparatorio que le corresponde en el plan divino de salvación. La idea central del escrito es que la Ley mosaica resulta impotente para salvar al hombre caído en Adán. Se proclama en este sentido la caducidad religiosa de la Ley Antigua, abolida por Cristo y sustituida por la Ley Evangélica. Se trata en realidad de otro principio básico del pensamiento paulino.
La superioridad del Nuevo Testamento con respecto al Antiguo no afecta, sin embargo, a la unidad de ambos. La carta expresa esta unidad sobre todo a través de la utilización de figuras o typos del Antiguo Testamento. Todas las figuras de la Antigua Alianza miran a Cristo y esperan en Él. Tanto Moisés como Melquisedec son «tipos» del Mesías y Sacerdote de la Nueva Ley, respectivamente. El cristianismo es por tanto culminación del judaísmo, de modo que, aislada del Evangelio, la religión mosaica se hace ininteligible.
La Carta a los Hebreos es una «palabra de exhortación»12 a perseverar en la fe. Aunque son numerosos los lugares en los que se trata de esta virtud, Hb 11, 1 ofrece una concisa pero rica definición de la fe, que se ha hecho clásica en los comentarios de los Padres y Doctores de la Iglesia. La fe, según se expone en la carta, es como una disposición que mueve a mantenerse fieles a lo que Dios ha prometido. Pero el contenido de estas promesas era el mismo Jesucristo y los bienes que Él lograría a los hombres por medio de su sacrificio redentor. La fe, en efecto, se ancla en Jesús «iniciador y consumador de la fe»13: Él es la causa de nuestra fe y en Él creemos en primer lugar. Partimos de la fe en Jesús y llegaremos a la contemplación de su rostro en la definitiva Patria. De aquí nace su estrecha vinculación con la esperanza. La fe en Cristo es el punto de apoyo de la esperanza cristiana. Cristo ha penetrado en los cielos abriendo así el camino a todos los hombres. Por eso vale la pena sufrir, vale la pena resistir la tribulación14.
Pero la fe en Cristo es fe en la revelación, porque Cristo es la máxima revelación del Padre. Dios nos ha manifestado a su mismo Hijo, la Palabra perfecta del Padre que ha hablado a los hombres15. La fe en Cristo exige, por tanto, no sólo fe en su persona sino también fe en sus preceptos y enseñanzas. De ahí que las numerosas exhortaciones de carácter moral, entrelazadas con las de carácter dogmático, sean consecuencias que surgen de la fe en el Hijo de Dios y en lo que Él nos ha revelado.
La escatología penetra todo el escrito. Suministra la clave interpretativa para entender bien las relaciones entre lo provisional y lo definitivo, respectivamente representados por el judaísmo y el cristianismo. El judaísmo ha sido la preparación del cristianismo, y el cristianismo es perfección y acabamiento de la religión de Moisés. Al mismo tiempo, el cristianismo tiene dos dimensiones: es algo ya iniciado aquí en la tierra, pero que encontrará su perfecta realización sólo en el Cielo. La tierra prometida a Abrahán era ciertamente Palestina, pero no sólo eso. Era mucho más. Era la gracia de Cristo, que es prenda de la gloria futura. Por tanto, la tierra prometida, en la cual todos estamos llamados a entrar, es el Cielo. En este sentido el éxodo, en el cual Moisés condujo al pueblo a la posesión de la tierra prometida, es figura de la vida cristiana: Jesús como nuevo Moisés conducirá a su pueblo a la posesión de la Patria definitiva. Por esto, la exhortación, dirigida a los seguidores de Moisés: «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones»16, tiene un sentido múltiple: por un lado se refiere a la invitación a hacer un acto de fe, parecido al de Abrahán, es decir, a gozar por la fe del descanso de la gracia; pero también se trata de una invitación a permanecer fieles hasta el último instante de nuestra vida, para entrar en el descanso del Cielo. Esta tensión hacia las realidades del más allá se halla presente a lo largo de toda la carta. Es un modo de presentar la vida del cristiano como un camino desde la salvación ya realizada pero todavía no consumada, hacia el Reino de la ciudad futura, cuyo constructor es Dios17 y cuya cabeza es Jesús.
La carta también habla con frecuencia de la segunda venida de Cristo o Parusía como Juez de vivos y muertos18, anuncia el juicio futuro19 y se refiere a la renovación final del mundo20.
La existencia cristiana en el mundo se concibe y se enseña como una peregrinación hacia la Patria celestial, hasta entrar en el «reposo» de Dios. Fiel a esta perspectiva de la vocación cristiana, la carta acentúa con frecuencia las virtudes de la fe y de la esperanza, propias del hombre viador. El camino hacia la Patria, en el que no faltarán dificultades y obstáculos, se lleva a cabo con Cristo como guía. Es en realidad una «teología del Éxodo», desde una perspectiva cristiana o neotestamentaria. Los cristianos realizan un nuevo éxodo, para salir del judaísmo y para salir del pecado, y lo hacen con la seguridad y garantías completas de llegar a la verdadera Tierra prometida21.
1 Eusebio de Cesarea, Historia ecclesiastica 6, 14, 2.
2 Ibidem 6, 25, 14.
3 Ibidem.
4 Ibidem 3, 25, 2-3.
5 S. Jerónimo, Commentarium in Matthaeum 4, 26.
6 Sesión IV, 1546. cfr Denzinger-Schonmetzer, Enchir. Symbol, 2176.
7 cfr Hb 8, 4; Hb 9, 7.13.25.; Hb 10, 1-2; Hb 13, 11.
8 cfr Hb 1, 1-3.
9 cfr Hb 5, 7.
10 Hb 8, 1.
11 cfr Hb 13, 8.
12 Hb 13, 22.
13 Hb 12, 2.
14 cfr Hb 10, 19ss.
15 cfr Hb 1, 1-2; Conc. Vaticano II, Dei verbum, 4.
16 Hb 3, 7; Hb 4, 7.
17 cfr Hb 11, 10; Hb 12, 8.
18 cfr Hb 10, 25.
19 cfr Hb 10, 27; Hch 24, 25.
20 cfr Hb 12, 26-28.
21 cfr Hb 4, 11; Hb 9, 11; Hb 11, 8-10; Hb 13, 13.