La Carta a los Romanos, la más larga del epistolario de San Pablo, suele ser considerada también la más importante. En ella expone el Apóstol puntos capitales de la doctrina acerca de la obra redentora de Cristo y la vida cristiana. Profundiza y amplía lo dicho en la Carta a los Gálatas, y presenta de forma más sistemática tanto la acción de Jesucristo Salvador en el creyente como las consecuencias que se siguen de ella. Los manuscritos del epistolario paulino la presentan en primer lugar, desde el testimonio del papiro más antiguo (siglo II d.C.), hasta los códices de la tarda Edad Media (siglos XIV-XV d.C.). Este hecho –que no corresponde al orden cronológico– es el reflejo de la consideración que se atribuyó a la carta como la obra maestra del Apóstol desde tiempos antiguos. Constituye una carta o epístola en forma de tratado, centrado en la salvación aportada por Cristo, salvación que es puro don de Dios, que se alcanza a través de la fe y no por el cumplimiento de las prescripciones de la Ley de Moisés.
En la edición latina Vulgata, así como en la Neovulgata, sigue inmediatamente al libro de Hechos que cierra la serie de los libros históricos. La Carta a los Romanos abre la serie de libros de género epistolar. Representa un momento cumbre de la Revelación divina que nos llega a través del Apóstol. El resto de las cartas que vienen a continuación en el Nuevo Testamento nos ofrecen la posibilidad de profundizar en algunos de los aspectos de la doctrina contenida en Romanos.
La carta, aunque unitaria en su conjunto, puede ser dividida en cuatro partes: el prólogo (Rm 1, 1-17), una parte doctrinal (Rm 1, 18-Rm 11, 36), otra de carácter moral o exhortativo (Rm 12, 1-Rm 15, 13), y la despedida, particularmente amplia (Rm 15, 14-Rm 16, 27).
En el saludo (Rm 1, 1-17), San Pablo se presenta como servidor de Jesucristo. En la parte doctrinal (Rm 1, 18-Rm 11, 36), se extiende en primer lugar en describir un panorama de la humanidad irredenta, alejada y enemistada con Dios tras la caída de Adán (Rm 1, 18-Rm 3, 31). Al contemplar la degradación moral de los gentiles (Rm 1, 18-32) y también los pecados de los judíos (Rm 2, 1-29), manifiesta la absoluta necesidad de la Redención de Cristo para alcanzar el perdón y la gracia de Dios (Rm 3, 1-31). Esta primera exposición doctrinal se cierra con la evocación de Abrahán, que fue justificado por la fe, antes de la Ley (Rm 4, 1-25). Sigue la consideración de lo que se opone a la justificación (Rm 5, 1-Rm 7, 25). Cuatro conceptos encierran el contenido que el Apóstol expresa: se oponen a la justificación el pecado y la muerte (Rm 5, 12-21), la carne y la Ley (Rm 7, 1-25). La humanidad caída, sometida a esas cuatro fuerzas, sólo podrá librarse de ellas por la obra de la Redención llevada a cabo por Cristo Jesús. La salvación proviene únicamente de Dios a través de Jesucristo Nuestro Señor, y a ella hay que adherirse por la fe, que es un don gratuito de Dios, y no efecto de las obras. Pero una vez alcanzada la fe –mediante el Bautismo que injerta al cristiano en Cristo (Rm 6, 1-23)–, los cristianos pueden y deben hacer el bien, con la gracia del Espíritu Santo que habita en ellos y completa la obra de la justificación realizada por Cristo, haciéndoles santos e hijos adoptivos del Padre (Rm 8, 1-39). Se pasa así del estado de enemistad con Dios al de amistad, del de irredención al de gracia, de la condenación antigua a ser una nueva criatura, abierta a la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. En una nueva sección (Rm 9, 1-Rm 11, 36) se hace una extensa consideración de la infidelidad del pueblo de Israel (Rm 9, 1-Rm 10, 21); la elección de un nuevo pueblo y la conversión final de un resto de Israel (Rm 11, 1-32). Termina la parte doctrinal con un himno a la Sabiduría de Dios y una doxología (Rm 11, 33-36).
En la segunda parte de la carta (Rm 12, 1-Rm 15, 13), Pablo aplica la doctrina anteriormente expuesta a la vida y conducta del cristiano. Vienen entonces, como conclusión, las exigencias morales de la fe, de la «vida en el Espíritu» (Rm 12, 1-Rm 13, 14), y los consejos prácticos para conducirse en medio del mundo, todavía irredento, pero al que hay que llevar a la salvación (Rm 14, 1-Rm 15, 13).
El epílogo de la carta (Rm 15, 14-Rm 16, 24) incluye dos secciones: en la primera, San Pablo da noticia de sus planes de viaje (Rm 15, 15-33); en la segunda, se despide afectuosamente de muchos cristianos, varones y mujeres, de la comunidad de Roma (16, 1-24). La carta se cierra con una solemne doxología (Rm 16, 25-27).
Romanos pertenece al grupo de cartas que todos consideran auténticas de San Pablo. Forma parte del grupo llamado de las «grandes cartas» (Gálatas, 1 y 2 Corintios, Romanos), que representan la sustancia de la teología del Apóstol.
Durante su tercer viaje apostólico (años 53-58), San Pablo escribió desde Éfeso a los gálatas y empezó una correspondencia con la comunidad de Corinto. Las dos cartas a los corintios, escritas entre contrariedades, dieron sus frutos: al final, la comunidad gozaba de salud y fervor espirituales. Las noticias de las demás iglesias fundadas por el Apóstol indicaban que todo marchaba bien con la gracia del Espíritu. Su actividad en la parte oriental del Imperio Romano ha logrado ya unos frutos estables. Desde Jerusalén hasta las regiones de Iliria, es decir, hasta la ribera oriental del Adriático, ha sido predicado el Evangelio de Cristo 1. En vista de ello, Pablo proyecta extender su labor apostólica hasta Hispania 2, haciendo una amplia escala en Roma, donde ya se había establecido un buen número de cristianos.
Con el fin de preparar debidamente su llegada a Roma, escribe desde Corinto la Carta a los Romanos, en el invierno–primavera del año 57-58. Ésta es la datación propuesta por la mayoría de los estudiosos en las últimas décadas, aunque una minoría la adelanta al año 52. Que la carta se escribiera en Corinto lo indica la alusión a la «diaconisa» Febe de la ciudad de Cencreas, puerto de Corinto en el Mar Egeo 3. Si Febe estaba a punto de navegar hacia Roma, es razonable pensar en el final del invierno o ya en la primavera del último período de San Pablo en Corinto.
No sabemos cuándo comenzó la comunidad cristiana de Roma, pero debía de contar una relativa antigüedad, pues Pablo habla de que «desde hace muchos años siento un gran deseo de ir donde vosotros» 4 y que «vuestra fe es alabada en todo el mundo» 5. Sabemos por la historia general que las comunicaciones de Palestina con Roma –había allí varias sinagogas judías– eran frecuentes en aquella época, por mar y tierra. Esta circunstancia hace razonable la suposición de que algunos cristianos de Judá y regiones limítrofes llegaran a la capital del Imperio por diferentes motivos, entre ellos comerciales. Por estas causas, es posible que la comunidad cristiana de Roma, formada por fieles de procedencia judía o gentil, fuese más conservadora de las tradiciones judaicas que las fundadas por Pablo en Oriente. Un reflejo puede ser que San Pablo en Romanos es más cauteloso que en Gálatas respecto al valor de la Ley y de otras tradiciones judaicas (compárese, por ejemplo, Rm 3, 1-2 con Ga 5, 2). Otro dato a tener en cuenta es que, entre las cartas de autenticidad no discutida, Romanos es la que más vocabulario litúrgico contiene: Cristo es comparado al propiciatorio 6; los fieles son exhortados a ofrecer sus cuerpos «como ofrenda viva» a Dios 7; etc. Tales pasajes resultan más oportunos si los destinatarios tenían conocimiento de la liturgia del templo de Jerusalén.
En cualquier caso era importante para el Apóstol exponer los efectos de la salvación de Cristo a estos fieles de distinto origen, mostrándoles que ya no había diferencias entre ellos. Por otra parte, dada por cumplida su misión en los países del Mediterráneo oriental, San Pablo esperaba comenzar su labor apostólica en los del Mediterráneo occidental, concretamente en Hispania, el finis terrae, y Roma sería la base apropiada para la nueva área de expansión.
San Pablo escribió dos cartas sobre la salvación gratuita que Dios ha concedido por medio de Jesucristo a quienes creen en Él. La primera es la Carta a los Gálatas, en el momento álgido de la polémica con los judaizantes. La segunda es la Carta a los Romanos, en la que aunque sigue existiendo el trasfondo de la polémica, sin embargo profundiza en la exposición de la salvación obrada por Cristo de modo sereno, cuidadosamente razonado, con perspectivas mucho más abarcadoras que en Gálatas. En Romanos San Pablo se extiende en mostrar que Jesucristo nos ha liberado de la Ley en cuanto régimen religioso y explica la profunda novedad del «Evangelio» y la transformación que la gracia de Dios obra en el creyente, que llega a ser hijo de Dios en Cristo por medio de su Espíritu. Habla de los privilegios de Israel –vocación, promesas, Ley, profetas–, para esperar la salvación final del pueblo elegido y fundamentar teológicamente la vocación y predestinación del hombre. Expone las bases de la conducta moral y espiritual del cristiano en coherencia con su nueva dignidad, conferida gracias a la obra salvífica de Jesucristo. La experiencia de unas dos décadas de labor apostólica le permite a Pablo –además de las revelaciones divinas que le han sido dadas– desarrollar la reflexión religiosa y teológica con profundidad singular.
La Carta a los Romanos no es una exposición completa de la enseñanza del Apóstol. El interés primordial que le adjudicó la exégesis de Lutero y la subsiguiente controversia serían desproporcionados si pretendiéramos encerrar en Romanos el panorama que ofrecen las otras cartas paulinas. Sin embargo, Romanos presenta el mensaje fundamental del «evangelio» de Pablo, la síntesis más característica de su doctrina. Algunos pasajes de Gálatas encuentran su mejor exégesis en los correspondientes de Romanos y, al mismo tiempo, esta carta es clave para entender muchos pasajes de otras.
La considerable extensión de la carta hace que no sea fácil señalar un único punto doctrinal o exhortativo. Muchos intérpretes consideran que el argumento central está condensado en Rm 1, 16-17: la salvación por medio de la justicia de Dios, que nos es comunicada por la fe. Como en la Carta a los Gálatas, pero sin tono polémico, el Apóstol, movido por Dios, quiere dejar claro que la «justicia de Dios» o justificación (la acción por la que Dios hace justa a la criatura humana), es una gracia divina, gracia inicial que conduce a la salvación; es, pues, un don de Dios, que no depende del cumplimiento de las obras prescritas por la Ley de Moisés; más aún es imposible cumplir todas las obras de la Ley si no interviene la gracia divina. En otras palabras, Dios revela a través de San Pablo que el comienzo de la justificación y salvación es la fe, que Dios mismo otorga de modo gratuito. Alrededor de esta afirmación central que, junto con la demostración de la condición universal de los hombres de ser pecadores, ocupa los primeros cuatro capítulos de la carta, se sitúan otras afirmaciones, que son como su corolario: la existencia del pecado original y la redención en Cristo, como nueva cabeza de la humanidad (cap. 5); la necesidad y naturaleza del Bautismo (cap. 6); la lucha contra las tendencias de la carne (cap. 7); la vida en el Espíritu Santo (cap. 8). El argumento se completa con la consideración de la historia de la salvación, el futuro del pueblo de Israel (caps. 9-11) y la descripción de la vida del cristiano, centrada en la caridad y el abandono en Dios (caps. 12-14).
La Carta a los Romanos ha sido siempre considerada como el punto de referencia por antonomasia del pensamiento de San Pablo y un testigo privilegiado de la Revelación. En este sentido ha sido ampliamente utilizada por la Liturgia. Destacan algunos pasajes de carácter más poético, como el final del cap. 8 (Rm 8, 28-39); los relativos al Espíritu Santo (Rm 8, 14-17), y las dos doxologías principales: Rm 11, 33-36 (el himno a la sabiduría) y Rm 16, 25-27. El uso litúrgico de esta última doxología ha sido con toda probabilidad la causa de su incertidumbre textual: muchos códices antiguos omiten el cap. 16 y reproducen Rm 16, 25-27 al final del cap. 14, o del cap. 15; se debe a que en la liturgia de la Misa se omitían los caps. 15 y 16, por ser de carácter más personal.
La exégesis patrística de la Carta a los Romanos se desarrolló mucho a partir de los comentarios de Orígenes (conservados en una traducción latina de Rufino) y de San Juan Crisóstomo. Entre los comentarios orientales destacan los de San Efrén, Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto de Ciro; en Occidente los de Mario Victorino, del llamado Ambrosiaster (autor desconocido, cuyo comentario fue atribuido a San Ambrosio), de Pelagio y de San Agustín. Merced a estos comentarios las ideas principales expuestas en la carta influyeron en la teología escolástica de la Edad Media.
En la época de la Reforma protestante, Lutero, Calvino y Melanchton basaron sus perspectivas sobre justificación y salvación, predestinación y libre arbitrio en una interpretación fuertemente unilateral de Romanos. Padres y peritos del Concilio de Trento (1543-1563) estudiaron a fondo la carta, desde la óptica del entero discurso cristiano, y plasmaron sus frutos especialmente en el Decreto Sobre la Justificación, obra teológica maestra por su precisión y profundidad. En el siglo XX, el movimiento teológico contra el protestantismo liberal tuvo, a su vez, un amplio punto de partida en el comentario a Romanos del teólogo protestante Karl Barth. Los comentarios católicos han sido también abundantes en la exégesis del último siglo y han otorgado a la carta un puesto relevante. Puede decirse que Romanos ha jugado un papel importante en el planteamiento de la teología cristiana europea, hasta el punto de ser ocasión –no necesaria ni razonable, pero sí lamentablemente– de escindir la cristiandad occidental. Muchas de las interpretaciones dadas a la carta están teñidas de posiciones confesionales, lejanas del interés del Apóstol y aun de la vida de los cristianos corrientes de hoy. En la actualidad, los teólogos y exegetas serios van acercando notoriamente sus posiciones en la comprensión de la carta, lo que contribuye benéficamente al diálogo y entendimiento ecuménico.
1 cfr Rm 15, 19.
2 Rm 15, 28.
3 Rm 16, 1.
4 Rm 15, 23.
5 Rm 1, 8.
6 Rm 3, 25.
7 Rm 12, 1.