Padres de la Iglesia

JUAN MANDAKUNI

Cómo acercarse al Santísimo Sacramento

(Discurso sobre la devoción y respeto al recibir el Santo Sacramento)

Mis huesos se estremecen de temor, mi alma tiembla y queda atónita cuando me acuerdo que voy a acercarme al venerado y gran Sacramento. Mi espíritu oscila sin cesar entre dos sentimientos: muy a gusto quisiera yo acercarme al Sacramento anhelado, pero mi indignidad me mantiene alejado. Mas el separarse y vivir alejado de él es la muerte del alma. Pues hay en verdad muchos que o bien se acercan en pecado o bien se mantienen alejados de una manera no recta: ambos son hijos de Satanás. Los unos no conocen la fuerza del tremendo Sacramento, sino que se acercan a él por costumbre rutinaria con la conciencia intranquila, no para salud, sino para juicio (cfr. 1Co 12, 29); no para perdón de los pecados, sino para aumento de los mismos. Los otros lo aprecian en poco, como algo que no tiene valor, y permanecen alejados, ya que no lo tienen por necesario, pues desconocen totalmente su fuerza y su gracia, o creen que es señal de estima al Sacramento el no acercarse a él con frecuencia. Pero esto no es alta estima, sino que manifiesta más bien insensatez y tibieza en permanecer lejos de la vida y desear las tinieblas y la muerte. Esto dice el Señor mismo: Yo soy el pan de vida; quien come de este pan vivirá eternamente; y el pan que Yo daré es mi carne, para la vida del mundo (Jn 6, 48.51) (...). ¿No sabes que en el momento en que el Santo Sacramento viene al altar se abren arriba los cielos y Cristo desciende y llega, que los coros angélicos vuelan del cielo a la tierra y rodean el altar donde está el Santo Sacramento del Señor, y todos son llenos del Espíritu Santo? Por tanto, aquellos a quienes les atormentan los remordimientos de conciencia, son indignos de tomar parte en este Sacramento hasta que no se hayan purificado por la penitencia (...). Examinaos, probad vuestro corazones, a fin de que nadie se acerque con remordimientos de conciencia, nadie con hipocresía, con fingimiento o falsía, nadie con dudas o incredulidad (...). Y no lo contemples como sencillo pan, ni lo tengas ni lo estimes por vino, pues el tremendo santo misterio no es visible; su poder es más bien espiritual, ya que Cristo nada visible nos ha dado en la Eucaristía y en el Bautismo, sino algo espiritual. Vemos el cáliz, pero creemos al Verbo divino, que dice: esto es mi cuerpo y mi sangre. Quien come mi cuerpo y bebe mi sangre, vive en mí y Yo en él, y Yo le resucitaré en el último día (cfr. Mt 26, 26-28; Jn 6, 55). Sabemos con verdadera fe que Cristo mora en los altares, que nosotros nos acercamos a El, que le contemplamos, que le tocamos, le besamos, que le tomamos y recibimos en nuestro interior, que nos hacemos con Él un solo cuerpo (cfr. 1Co 10, 17), miembros e hijos de Dios (...). Hijo de hombre, echa una mirada a tu habitación y contempla dónde estás, a quién contemplas, a quién besas y a quién introduces en tu corazón. Te encuentras entre potestades celestiales, alabas con los ángeles, bendices con los serafines, contemplas a Cristo, besas a Cristo, recibes y gustas a Cristo, te llenas del Espíritu Santo y eres iluminado y continuamente fortalecido por la gracia divina. Por eso vosotros, sacerdotes, vosotros los ministros y dispensadores del Santo Sacramento, acercaos con temor, custodiadlo con ansia, administradlo santamente y servidle con esmero; tenéis un tesoro real; cuidadlo, por tanto, y custodiadlo con gran temor (...). Guarda pura tu alma para el momento de la comunión y no la dejes de un día para otro. No es ningún atrevimiento comulgar muchas veces con corazón puro, pues con ello vivificas y limpias tu alma más y más. Pero si fueras indigno y tuvieras algo de que te reprochase la conciencia y comulgases una sola vez en toda tu vida, eso sería muerte del alma (...). Pero tal vez digas: en Cuaresma me santificaré y comulgaré. ¿Qué utilidad te reportará el que te purifiques una vez si de nuevo te profanas? ¿Qué utilidad tendría el que te lavaras y de nuevo te ensuciaras? ¿Qué utilidad trae el edificar si vuelves a derribar lo construido? Quieres estar sin sufrimiento sólo en los días de fiesta y después quieres de nuevo consumirte en sufrimientos; quieres curarte de las heridas de tus pecados en un día y después quieres volver a recibir las mismas heridas; por un día te apartas del demonio y después quieres volver a ser atormentado por él siempre. Así les sucede a quienes reciben una vez el Santo Sacramento y después se consumen sin cesar en pecados (...). ¿De qué ha de servir encontrar piedras preciosas un día de fiesta y perderlas al día siguiente? Por eso, es inútil comulgar un día de fiesta, si pereces de nuevo por la indignidad de una mala vida (...). Con todo, dirás tal vez: con los ayunos de Cuaresma me he santificado; quiero, pues, recibir el Santo Sacramento. Me parece enteramente razonable y lo alabo. Pero ¿por qué no lo recibes siempre? Respondes: es que no puedo permanecer siempre sin pecado. Si lo que quieres decir es: voy a comulgar el día de fiesta, pero después me voy a mantener alejado de la Comunión, entonces incluso el día de fiesta eres indigno, pues tu modo de pensar es del enemigo. Pues, ¿qué aprovecha acercarse a Cristo, si no te alejas al mismo tiempo de Satanás? ¿Qué utilidad tiene el tomar costosas medicinas, si el dolor perdura en tu interior? ¿Qué te aprovecha correr al médico, si no le enseñas tus heridas? Del mismo modo no ganas bien alguno por ir a comulgar si no quieres apartarte de tus pecados (...). Por lo tanto, atendamos a nosotros con esmero (...). Santifiquemos nuestro corazón, hagamos modestos nuestro ojos, guardemos la lengua de las murmuraciones, hagamos penitencia por nuestros pecados, disipemos las dudas, depongamos la insensatez, troquemos nuestra pereza en celo. Ayunemos, perseveremos en la oración. Estemos prontos para la beneficencia, ejercitemos virtudes con las obras. Hagámonos niños en lo malo, y en la fe, por el contrario, perfectos. Así nos haremos en todas las virtudes dignos del augusto y gran misterio. Con gran deseo y pureza consumada gustaremos entonces el santísimo y vivificador Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; a Él sea dada la gloria y el poder por toda la eternidad. Amén.