Padres de la Iglesia

MAXIMO EL CONFESOR

El consuelo de la Iglesia

(Vida de Marta, atribuida a San Máximo el Confesor, no. 95-99).

El nacimiento y la adolescencia de Aquella que concibió y dio a luz -¡suceso impensable, incomprensible, inefable!- al Hijo de Dios, el Verbo, Rey y Dios del Universo, ya habían sido más maravillosos que todo lo que puede verse en la naturaleza. Desde entonces, todos los días de su entera existencia, mostró un estilo de vida superior a la naturaleza (...). Luego, en el camino de su fatigosa tarea, sufrió y soportó muchas tribulaciones, pruebas, aflicciones y lamentos durante la Crucifixión del Señor consiguiendo una completa victoria y obteniendo coronas de triunfo, hasta el punto de ser constituida Reina de todas las criaturas. Después de ver al Hijo, al Verbo del Padre, verdadero Dios y Rey de lo creado, resucitar del sepulcro-suceso superior a cualquier otro-y subir al Cielo con aquella naturaleza humana que había tomado de Ella, después de toda esta gloria, no le fue ahorrada aquí abajo una vida de pruebas y fatigas, no estuvo privada de ansiedades y preocupaciones. Como si entonces comenzara su vida pública y su desvelo, no concedía sueño a sus ojos ni descanso a sus párpados, ni reposo a su cuerpo (Sal 132, 4): y cuando los Apóstoles se dispersaron por el mundo entero, la Santa Madre de Cristo, como Reina de todos, vivía en el centro del mundo, en Jerusalén, en Sión, con el Apóstol predilecto, que le había sido dado como hijo por Nuestro Señor Jesucristo (...). La Virgen no sólo animaba y enseñaba a los Santos Apóstoles y a los demás fieles a ser pacientes y a soportar las pruebas, sino que era solidaria con ellos en sus fatigas, les sostenía en la predicación, estaba en unión espiritual con los discípulos del Señor en sus privaciones y suplicios, en sus prisiones. Así como había tomado parte con el corazón traspasado en la Pasión de Cristo, así sufría con ellos. Además, consolaba a estos dignos discípulos con sus acciones, les confortaba con sus palabras, poniéndoles como modelo la Pasión de su Hijo Rey. Les recordaba la recompensa y la corona del Reino de los Cielos, la bienaventuranza y las delicias por los siglos de los siglos. Cuando Herodes capturó a Pedro, el jefe de los Apóstoles, teniéndolo encadenado hasta el alba, también Ella estuvo espiritualmente prisionera con él: la santa y bendita Madre de Cristo participaba en sus cadenas, rezaba por él y mandaba a la Iglesia que rezase. Y antes, cuando los malos judíos lapidaron a Esteban, cuando Herodes hizo ajusticiar a Santiago, el hermano de Juan, las persecuciones, sufrimientos y suplicios traspasaron el corazón de la santa Madre de Dios: en el dolor de su corazón y con las lágrimas de su llanto, era martirizada con él (...). Tras la partida de Juan evangelista, Santiago, el hijo de José, llamado también "hermano del Señor", tomó a su cuidado a la santa Madre de Cristo (...). De este modo, también el regreso de la santa Madre de Dios a Jerusalén fue un bien: era Ella, en efecto, la seguridad, el puerto y el apoyo de los creyentes que allí vivían. Cualquier preocupación o dificultad de los cristianos era confiada a la Inmaculada, ya que habitaban en medio del rebelde pueblo de los judíos. Antes de los santos combates y de la muerte, desde todas partes los creyentes iban a verla, y Ella les consolaba a todos y los fortificaba. Ella era la santa esperanza de los cristianos de entonces y de los que vendrían después: hasta el fin del mundo será mediadora y fortaleza de los creyentes. Pero, entonces, su preocupación y su empeño eran más intensos, para corregir, para consolidar la nueva ley del cristianismo, para que fuese glorificado el nombre de Cristo. Las persecuciones que descargaban sobre la Iglesia, la violación de los domicilios de los fieles, las ejecuciones capitales de numerosos cristianos, las prisiones y tribulaciones de todo tipo, las persecuciones, las fatigas y vejaciones de los Apóstoles, expulsados de lugar en lugar: todo esto repercutía en Ella, que sufría por todos y de todos se cuidaba con la palabra y con las obras. Era Ella el modelo del bien y la mejor enseñanza en el lugar del Señor, su Hijo, y en vistas de Él. Era Ella la intercesora y abogada de todos los creyentes. Suplicaba a su Hijo que derramase sobre todos su misericordia y su ayuda. Los Santos Apóstoles la habían escogido como guía y maestra. Le notificaban cualquier problema que se les presentase y de Ella recibían propuestas y consejos sobre lo que debían hacer, hasta el punto de que los que se encontraban próximos a Jerusalén iban a verla. De vez en cuando, se acercaban a Ella y le informaban de lo que habían hecho y de cómo habían predicado. Ellos después hacían todo según sus orientaciones. Después de haber marchado a países lejanos, procuraban volver cada año a Jerusalén por la Pascua, para celebrar con la Santa Madre de Dios la fiesta de la Resurrección de Cristo. Cada uno daba a conocer su predicación a los gentiles y las persecuciones que habían encontrado por parte de los judíos y de los paganos; luego, reconfortados con su oración y con su doctrina, regresaban a su apostolado. Así se comportaban todos de año en año-al menos que no se presentase algún grave impedimento-, excepto Tomás. El no podía acudir, a causa de la enorme distancia y de la dificultad de venir desde la India. Todos los demás acudían cada año para visitar a la Santa Reina; después, fortificados con su oración, volvían a anunciar la buena nueva.