Padres de la Iglesia

SALVIANO DE MARSELLA

Los preceptos del Señor

(Sobre el gobierno divino, 3, 5-6)

Quizá hoy alguno piensa que se ha pasado el tiempo de sufrir por Cristo lo que los Apóstoles soportaron en sus días. Es verdad: no hay emperadores paganos, no hay tiranos perseguidores, no se derrama la sangre de los santos, la fe no viene sometida a prueba con los suplicios. Dios está contento de que le sirvamos en esta época de paz, que le agrademos con la pureza de las acciones y la santidad de una vida inmaculada. Por esto le debemos más fe y devoción, porque exige menos de nosotros, aunque nos haya dado más. Los emperadores son cristianos, no hay persecución alguna; la religión no se encuentra amenazada, nosotros no estamos obligados a manifestar nuestra fe con una dura prueba: por eso debemos agradar más a Dios con las obligaciones pequeñas. De hecho, demuestra estar pronto a empresas mayores, si las cosas lo exigiesen, aquél que sabe cumplir los pequeños deberes. Omitamos, por tanto, aquello que padeció el bienaventurado Pablo; lo que, como leíamos en los libros religiosos escritos más tarde, padecieron los cristianos, ascendiendo así hasta la puerta de la casa celestial a través de los peldaños de sus dolores, sirviéndose de los caballetes del suplicio y de las hogueras como de escaleras. Veamos si al menos en aquellos actos hechos con religiosa devoción, pequeños y comunes, que todos los cristianos pueden cumplir en el momento de paz más estable y en todo tiempo nos esforzamos realmente por responder a los preceptos del Señor. Cristo nos prohíbe pleitear. Mas ¿quién obedece a este mandamiento? No es un simple precepto, ya que llega hasta el punto de imponernos abandonar aquello que es el mismo argumento de la contienda para renunciar a ella misma: al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también la capa (Mt 5, 40). Pero yo me pregunto: ¿quiénes son los que dejan a los adversarios que les roben? Es más, ¿quiénes son los que no se oponen a que los enemigos les expolien? Estamos tan lejos de dejarles la túnica y lo demás, que, apenas podemos, buscamos coger la túnica y el manto al adversario. ¡Y obedecemos con tanta devoción a los mandamientos del Señor, que no nos basta con no ceder a nuestros enemigos ni el mínimo de nuestros vestidos, sino que además, si es posible y la situación lo permite, les arrancamos todo lo suyo! Este mandamiento viene unido a otro similar; dice así el Señor: si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra (Mt 5, 39). ¿Cuántos son los que escuchan este precepto o los que, si muestran seguirlo, lo hacen de corazón? ¿Quién es el que, habiendo recibido un golpe, no quiere devolver muchos? Está tan lejos de ofrecer a quien le golpea la otra mejilla, que cree vencer no sólo golpeando al adversario, sino incluso matándolo directamente. Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros-dice el Salvador-, hacedlo también vosotros con ellos (Mt 7, 12). Conocemos tan bien la primera parte de esta sentencia que nunca la olvidamos; la segunda la omitimos siempre, como si no la conociésemos. Sabemos muy bien lo que queremos que los demás hagan por nosotros, pero no sabemos lo que debemos hacer nosotros por los demás. ¡Y ojalá no lo supiésemos! Sería menor la culpa debida a la ignorancia, como se dice: el siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, será muy azotado (Lc 12, 47). Ahora nuestra culpa es mayor porque queremos la primera parte de esta sagrada sentencia para nuestra utilidad y provecho; y la segunda parte la omitimos para injuria de Dios. Esta palabra del Señor viene otra vez reforzada y encarecida por el Apóstol Pablo, que en su predicación dice: que nadie busque su provecho, sino el de los demás (1Co 10, 24); y también: buscando cada uno no el propio interés, sino el de los otros (Flp 2, 4). Ve con cuanta fidelidad siguió el mandato de Cristo (...). Es el buen siervo de un buen Señor y un magnífico imitador de un Maestro único: caminando sobre sus huellas, casi las hizo más claras y esculpidas. Pero nosotros, cristianos, ¿hacemos lo que nos manda Cristo o lo que nos manda el Apóstol? Creo que ni lo uno ni lo otro. Estamos tan lejos de ofrecer a los demás alguna cosa con un poco de sacrificio, que nos preocupamos ante todo de nuestra comodidad, molestando a los demás.