(Homilía sobre la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios)
Tal es mi amor, que me siento impelido a hablar de aquélla que es hermosa; mas tan sobre mis fuerzas juzgo el argumento, que no se me antoja fácil exponerlo.
¿Qué haré, pues? A los cuatro vientos gritaré que no fui ni soy idóneo para ello y, con amor, osaré proclamar el misterio de la criatura excelsa. Sólo el amor no yerra cuando habla, porque el amor tiene por objeto la perfección, y llena de dádivas a quien sigue sus dictados. Tiemblo de emoción cuando hablo de María y me maravillo, porque la hija de los hombres alcanzó la suma medida de toda grandeza. ¿Qué ocurrió, por ventura? ¿Volcó el Hijo la gracia misma sobre Ella? ¿O le agradó hasta el extremo de convertirse en Madre del Hijo de Dios? Que bajó a la tierra por don suyo, es manifiesto; y como María fue toda pura, le acogió. Vio su humildad, su mansedumbre y su pureza, y habitó en Ella, porque para Dios es fácil morar entre los humildes. ¿A quien, por virtud de su gracia, miró siempre, sino a los mansos y humildes? Puso sus ojos sobre Ella, y en Ella habitó, pues entre los de humilde condición se contaba. Ella misma dijo: ha puesto los ojos en la bajeza (cfr. Lc 1, 48), y habitó en Ella. Por eso fue ensalzada, porque agradó mucho. Suma perfección ha de ser la humildad, cuando mira Dios al hombre que se humilla. Humilde fue Moisés, preclaro entre los hombres, y el Señor se le reveló en el monte. También la humildad se manifestó en Abraham, porque siendo justo, se llamó a sí mismo polvo y tierra (cfr. Gn 18, 27). En su humildad, Juan se proclamaba indigno de desatar siquiera las sandalias del Esposo, su Señor. Agradaron por humildad, en todas las generaciones, varones ilustrísimos, porque ésta es la vía maestra por la que el hombre se acerca a Dios. Pero ninguno en el mundo se humilló como María, y así se deduce del hecho que ninguno ha sido exaltado como Ella. En la medida de la humildad concede Dios la gloria: Madre suya la hizo, y ¿quién podrá parangonarse a Ella en humildad? (...). Nuestro Señor, queriendo descender a la tierra, buscó entre todas las mujeres, y sólo a una escogió: la que sin par era bella. A Ella la escrutó y sólo encontró humildad y santidad, buenos pensamientos y un alma enamorada de la divinidad; un corazón puro y deseos de perfección; por eso Dios escogió a la pura y a la llena de belleza. Descendió de su lugar y moró en la bienaventurada entre las mujeres, porque no había en el mundo quien comparársele pueda. Sólo existía una doncella humilde, pura, bella e inmaculada, que fuera digna de ser Madre suya. En Ella observó una condición sublime, su limpieza de todo pecado, que no cabía en Ella pasión que la inclinara a la concupiscencia, ni pensamiento que instigara a la flaqueza, ni conversación mundana que condujera a males irreparables. Tampoco halló agitación por las vanidades del mundo, ni un comportamiento a guisa de niña. Y vio que no había en el mundo nada igual o similar, y la tomó por Madre, de la que se amamantaría con leche pura. Era prudente y llena del amor de Dios, porque el Señor nuestro no mora en donde el amor no reina. Apenas el Gran Rey decidió descender a nuestro lugar, porque fue su beneplácito, se hospedó en el más puro templo del mundo, en un seno limpio, adornado de virginidad y de pensamientos dignos de santidad. Era también hermosísima en su naturaleza y en la voluntad, porque no fue contaminada con deshonestos pensamientos. Desde la infancia, ninguna mancha afeó su integridad; sin mancha, caminó por su senda sin pecados. Fue su naturaleza custodiada con el albedrío fijo en las cosas más altas, portó en su cuerpo las señales de la virginidad y las de la santidad en el alma. Aquél que en Ella se manifestó, me ha dado aliento para decir todas estas cosas sobre su belleza inenarrable. Por haber llegado a ser la Madre del Hijo de Dios, vi y creí que Ella sola es en el mundo la pura entre las mujeres. Desde que aprendió a discernir el bien del mal, permaneció en la pureza de corazón y en pensamientos rectos. Jamás se separó de la justicia de la ley, ni la conmovieron las pasiones carnales. Desde la niñez, se albergaron en Ella santos pensamientos y, con diligencia, los ponderó en su meditación. Estaba siempre el Señor ante sus ojos, y en Él se miraba para resplandecer de Él y gozar de Él. Y después de ver Dios cuán pura y bella era su alma, quiso habitar en María que estaba inmune de pecado. Porque mujer par a Ella no fue jamás vista, se cumplieron en Ella las obras más admirables (...). Cuanto la naturaleza es capaz de obrar con la belleza, tanto fue Ella hermosa; mas no llegó a tal grado por propia voluntad. Alcanzó la excelencia humana hasta el límite en el que sólo Dios podía otorgarle lo que de suyo no le pertenecía. Hasta donde los justos son capaces de acercarse a Dios, la llena de gracia llegó por la excelencia de su alma; que Dios naciese en el cuerpo de Ella, es gracia del Señor y por ello ha de ser glorificado: ¡cuán misericordioso es! Hasta tal medida llegó la belleza de María, que ninguna mayor que Ella surgió en el mundo entero. Ahora y siempre demos gracias al Señor, que difundió su gracia sobre las criaturas sin medida alguna.